Pedro Sánchez. Efe

Pedro Sánchez. Efe

El zarpazo de Pedro Sánchez al Gobierno es el golpe de mano del emperador que se quita de encima los modestos trasiegos que le incomodan. Un soplo del poder con tendencia al absoluto. Pelillos a la mar. Lo inmutable frente a lo fugaz. El insustituible lo hace porque puede: porque él lo vale. Sánchez observa alzado bajo su corona las diminutas y terrenales piezas de su tablero y decide, en el lapsus veraniego, agitar ese mundo a sus pies y ver qué pasa. Pobres mortales. Sólo piensa el capitán en una cosa: su perpetuación, el éxtasis de su gloria presidencial sin sombra. La maravillosa vista que se tiene desde el cielo y que anuncia la inmortalidad. Gravedad cero.

Ya ha quedado claro: la filosofía única de Sánchez radica en el sanchismo, la expansión personalista de los crecientes límites de su batuta, el eje de su felicidad. Mueve ficha, mueve hilos, maneja a los tiempos y a la gente y decide el momento y el lugar para darle un revolcón a su centro de control de mando. Ponerlo todo del revés. Virar la nave a su capricho y construirse un nuevo núcleo duro que le proteja del frío exterior. El caparazón de la Moncloa se cierra un poco más y genera un maravilloso microclima de confort en el que se está tan a gustito. El zarpazo sabatino y estival de Sánchez en palacio es la máxima expresión de los fervores imperiales: que todo cambie para que todo siga igual.

El poder es Sánchez y todo a él queda supeditado. El imperator se remueve satisfecho. El nuevo Gobierno, despojado de estrategas, ábalos y calvos, nace ya rendido a la evidencia de que la ideología es el sanchismo y cualquier otro horizonte será sólo un subalterno. Que gobierne mejor o no, y que venga con una cara amable pegada al frente, es un valor secundario. La jugada maestra ha sido hecha. Otro día más con vida. Que se alimenten las fieras de este pasto, que el pueblo calmado se entretenga, que la vida fluya y el mundo diga lo que quiera. Pero que todos observen el poder y queden asombrados. Que la vida se arrodille. Sánchez ha dado un manotazo y el castillo de naipes ha caído. Sólo queda su sonrisa incólume.