Cuando era niña, un día mi padre me dijo: “Hija, ¿cuándo vas a empezar a leer libros un poco más realistas?”. Yo era una ávida lectora de historias plagadas de dragones, brujas y elfos y él, supongo, tenía prisa por que su hija abandonara esos mundos fantásticos de las primeras lecturas y se adentrara en otro tipo de historias, más complejas, más adultas.

En lo que mi padre no pensaba con aquel comentario que todavía recuerdo es que la ficción que sucede en un mundo donde las niñas tienen poderes mágicos está hecha del mismo tejido que la ficción que nace de lo más real y mundano. Esas historias que él me animaba a leer y a las que, por supuesto, acabé llegando, responden a lo mismo que mis lecturas infantiles, a algo antiguo y primitivo: la necesidad del ser humano de contar historias. Ya lo decía la Didion: “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”.

Últimamente pienso mucho en la ficción. Leo en el ensayo de Áurea Ortiz Villeta El arte de inventar la realidad, que acaba de publicar Barlin Libros, que arqueólogos encontraron en Indonesia hace unos años “la primera escena narrativa conocida”. Se postuló entonces que quizás la capacidad para imaginar historias ficticias fuese clave en el surgimiento y desarrollo del lenguaje humano. Ortiz Villeta dice de las historias: “Las necesitamos para expresar certezas y dudas, miedos y alegrías o incluso lo inexpresable. Nos explican y nos desafían. Nos permiten habitar el mundo”. El ensayo de Ortiz Villeta se centra en el cine, pero algunas de las ideas que contiene también se pueden aplicar a la literatura.

La ficción nos impone ciertos tropiezos, ciertas caídas; caídas a veces dolorosas e implacables, pero que nos interpelan

Ese tejido que une los dragones de Laura Gallego, pobladores de mis tardes infantiles, con las crisis de los matrimonios de los suburbios neoyorquinos que narraba Cheever y que tanto disfruté en la universidad está hecho del material inoxidable de la ficción; de la capacidad imaginativa de escritores y lectores. Pau Luque, en mi lectura favorita del año pasado, Las cosas como son y otras fantasías (Anagrama), dice: “Si uno usa la imaginación, puede, si hay suerte, acceder a los otros”. Y al fin y al cabo, los otros, bien a lomos de un unicornio, bien atravesando piscinas con Neddy Merrill, somos nosotros.

La ficción, dice Luque, es un puente hacia la alteridad. La ficción imaginativa puede hacernos entender una capa más profunda de la realidad, de nosotros mismos y de los demás. Una capa que requiere imaginación y que no está a la vista. Aunque pueda sonar paradójico, realidad y ficción no son mundos opuestos. Como dice Saer en El concepto de ficción, “al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento”. Lo que hace la ficción es sembrar en lectores y espectadores la semilla de la duda; ¿podré o no podré aceptar el juego que el autor me propone? ¿Qué me descubrirá acerca de mí mismo y de mi mundo esta nueva lectura?

La ficción es un elemento indispensable de nuestro estar en el mundo. Luque, en su brillante ensayo, dice: “La realidad no se agota en aquello que el ojo no puede ver; a menudo las palabras ven más que los ojos”. Esto lo saben hasta personajes tan emblemáticos como el Gloucester de Shakespeare, quien en Rey Lear, cuando ya le han arrancado los ojos, dice: “No tengo tal camino y así ojos no quiero: cuando veía, tropecé”. La ficción nos obliga y nos impone ciertos tropiezos, ciertas caídas; caídas a veces dolorosas e implacables, pero que nos interpelan como lectores atentos, que nos invitan a imaginar distintas formas de relacionarnos con nosotros mismos, con el mundo que habitamos y con los otros.