Nuestras primeras experiencias profundas del arte no nos abandonan nunca: de una manera u otra se las arreglan para permanecer en nosotros. Las meninas es un buen ejemplo de ello. ¿Cuántas veces ha sido trasladado de sala ese cuadro en el Museo del Prado? No sería difícil averiguarlo, pero en realidad este dato apenas me interesa ahora. Cuando yo lo vi por primera vez, a los 14 años, el cuadro estaba en una sala no demasiado espaciosa con un gran espejo. La sensación que tuve entonces no se me olvidará nunca. El pequeño grupo del que yo formaba parte entró en la sala, y un guía del museo nos dijo entonces que podíamos ver el cuadro tanto directamente como reflejado en el espejo.

Es difícil describir qué sucedió. ¿Puede decirlo alguien ante esa obra? Un célebre pintor de hoy, que también vio el cuadro en la sala del espejo más o menos por la misma época, lo ha expresado así: “Al entrar al cuarto uno sentía que estaba entrando al cuadro”. Es cierto, literalmente. Se trata una experiencia que sólo Las meninas proporciona, me parece. Por mucho que contemplar esa pintura en su sala actual siga siendo una experiencia única, el efecto, en la antigua sala del espejo, era distinto.

El espectador, lo sabemos, mira el cuadro en el mismo lugar desde el cual se supone que nos miran los reyes reflejados en el espejo; el espectador, en definitiva, forma parte del cuadro, es una parte de él, y una parte fundamental. No se trata sólo de la “reciprocidad” de las miradas del pintor y el espectador de la que habla Foucault. Lo que está pintando Velázquez (que no puede verse) no es otra cosa que las propias Meninas.

Mi experiencia, a los 14 años, como espectador de 'Las meninas' en la sala del espejo me hizo entender mejor ciertos valores del 'Quijote'

El espectador mira a todas las personas que están en el cuadro y ellas (no sólo el pintor) lo miran a él. Velázquez pintó el acto de pintar y también el acto de ver. Y eso –esa magia– podía percibirse mucho mejor en la antigua sala con el espejo. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la ubicación originaria del cuadro, el despacho de verano de Felipe IV en el Alcázar de Madrid, tenía varios espejos alrededor, según se ha podido saber.

Sin necesidad de trasladar de nuevo el cuadro, ¿por qué no habilitar en alguna parte del Prado una sala pedagógica en la que, a través de una copia del lienzo realizada con tecnología digital, se propusiera de nuevo aquella experiencia? Aunque para otros fines, sé que esa tecnología (la reproducción milimétrica) se ha usado ya en distintos países con pinturas históricas.

[Velázquez, retratista de la corte]

Estoy convencido de que mi experiencia, a los 14 años, como espectador de Las meninas en la sala del espejo me hizo entender mejor, algún tiempo después, ciertos valores del Quijote: sus “magias parciales”, para decirlo con la expresión de Borges. Esas magias se habían adelantado en varios decenios a las magias no menos seductoras de Velázquez.

Podríamos ir, incluso, un poco más lejos. La primera “representación” de lo real, ¿no fue la del espejo? Alguien se vio un día reflejado en el agua más o menos inmóvil. Sorpresa, miedo, vértigo.

['Las meninas': la mirada en el espejo]

Desde entonces, el espejo es mágico. La pintura tiene en él a su aliado natural, a su máximo cómplice (inexcusable en los viejos autorretratos). El espejo nunca ha perdido el azogue de lo abisal.

Pero el espejo ha sido, para la pintura, algo más que un aliado: ayuda también a formar parte de la representación. Parece ser que, en su taller en el Louvre, el pintor David enfrentaba a un espejo su Rapto de las sabinas para que el espectador se contemplara incluido en la escena del cuadro. (Dato no irrelevante: cobraba entrada por ello). 

Andrés Sánchez Robayna es poeta, ensayista y traductor. Su último libro es En el cuerpo del mundo. Poesía completa (1970-2022) (Galaxia Gutenberg, 2023).