Era pausado y silente. Era reservado y cauto. Era a veces de hierro, a veces de seda. Le corría por las venas el ritmo de la negritud. Nicolás Guillén hablaba en la intimidad de la voz de profunda madera desesperada de Gastón Baquero. Fidel Castro decretó su exterminio y su nombre fue borrado en Cuba. Ni siquiera la alta calidad de su poesía pudo derrotar la decisión del tirano. El pueblo se quedó sin el poeta de las espuelas de plata.

Venía a verme a mi despacho del ABC verdadero y tenía la elegancia espiritual de no criticar a su patria herida ni al dictador que había extirpado de ella hasta la última raíz de la libertad. Recuerdo que me hablaba de Lezama Lima, de su asombro por San Juan de la Cruz, de la revista Clavileño. Y de su etapa de periodista en el Diario de la Marina. Rendía culto a la belleza de las hermanas Cifuentes, Perla y Rosario, exiliadas también en España, y se encerraba en silencios largos y miradas distantes.

La Fundación Santander, que dirige eficazmente Borja Baselga, acaba de publicar un libro, Fabulaciones en prosa, en el que se agavillan textos significativos de Gastón Baquero.

En el prólogo de Alberto Díaz-Díaz se subraya la capacidad de Baquero para presentar “los hechos históricos envueltos en un halo de atractivo misterio y mágica fascinación”. Mientras vivió en Cuba el poeta se acercó a Juan Ramón Jiménez, a María Zambrano, a Pedro Salinas, a Menéndez Pidal. Exiliado en España se rodeó de poetas entonces jóvenes en el marco del Instituto de Cultura Hispánica que dinamizaba Gregorio Marañón. Memorial de un testigo es su libro más erizante, en el que con recuerdo a Sören Kierkegaard, el temor y el temblor por la Cuba lejana y sola lo llenan todo.

Entro los textos publicados en el nuevo libro quiero destacar el artículo que dedica a Bello, Gutiérrez y Caro. De este último recoge su poema en favor de la ancianidad: “Te encorvas porque vences la fragura/ anhelas porque el aire se enrarece/ llegando vas a coronar la altura”. Y mención aparte para el retrato de Manuelita. Visité en su día detenidamente la casa de Manuelita Sáenz en Bogotá, donde me contaron el divertido pasaje erótico cuando la enamorada supo sortear a los soldados que venían a apresar a su amante Simón Bolívar. Para Baquero, Manuelita, con su formación universitaria, anticipó a la mujer del siglo XX. Destacó antes por la inteligencia que por la belleza. “Gentil con el gentil, borrascosa y boquidura con el arrogante”, aquella mujer ecuatoriana, clave en la vida del caudillo rebelde, encarnaba ese ideal femenino de Baquero que alienta en el torrente de su poesía.

En mi libro Antología de las mejores poesías de amor en lengua española recojo un poema extenso de Gastón Baquero. Solo esta melodía, la barcarola de Los cuentos de Hoffman -escribe- “se quedó en la memoria del viajero cuando echó a andar sin más finalidad que sacudirse el tedio de estar vivo”. “Es solo -añade- noche cerrada e irrompible lo que nos rodea; percibo el desdén de la Creación por nosotros, la orfandad del planeta...”

Este libro, en fin, Fabulaciones en prosa, me ha devuelto la memoria del poeta que Castro quiso exterminar y que se ha instalado en las páginas más robustas de la literatura hispánica del siglo XX. Dentro de 200 años, los cubanos leerán a Gastón Baquero y apenas quedará nada de Fidel Castro.

ZIGZAG

A pesar de mi poca afición a atender aniversarios, este año se celebran los centenarios de Octavio Paz y Julio Cortázar y habrá que ocuparse de ellos como se merecen. Al autor de Rayuela le traté poco. Al genio de El laberinto de la soledad, mucho, tanto en México como en España. Reunidos Luis Rosales y yo con Octavio Paz nos daban, tras la cena que recrea y enamora, las cuatro de la madrugada, recitando versos. Cortázar era la contradicción provocadora; Paz, la coherencia razonada. Alguna vez he escrito que Octavio Paz es el hombre más inteligente que he conocido tras Arnold Toynbee. Y tal vez, el más culto. Nada le era ajeno y conocía a fondo no solo las artes y las letras del Occidente al que pertenecía sino también las de Oriente. Era una bendición de Dios conversar con él. Jamás ofendía con sus saberes. Tenía capacidad para herir, que se lo pregunten a Carlos Fuentes, pero pocas veces exhibía sus puñales. A mí me desagradaba su desdén por Pablo Neruda.