Me permito reiterar aquí algunas consideraciones que hice semanas atrás en un artículo publicado en la revista CTXT. Las suscitó la noticia de que, a comienzos del pasado mes de agosto, José Thovar Lozano había relevado a Jaime Moreno Bau como director general del Centro Sefarad-Israel.

La sede de este centro se halla en el corazón de Madrid, en el número 69 de la Calle Mayor, ocupando el hermoso Palacio de Cañete, un amplio edificio de finales del siglo XVI. Creado en 2006, viene desarrollando programas de actividades que incluyen exposiciones, conciertos, proyecciones, seminarios, charlas y coloquios, siempre con el objetivo declarado de contribuir, muy plausiblemente, “al mejor conocimiento de la comunidad y las organizaciones judías en España y en Europa” y promover “una mayor presencia de la cultura judía —y sefardí en particular— en todos los ámbitos, así como el estudio y difusión del judío español”.

El Centro Sefarad-Israel es un consorcio integrado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento de Madrid, y forma parte de la Red de Casas de diplomacia pública de España, junto a Casa de América, Casa Asia, Casa Árabe, Casa África y Casa Mediterráneo.

Llama la atención la singularidad que supone vincular el nombre del centro al de un Estado concreto. La explícita presencia del nombre de Israel en el centro invita a preguntarse si el Estado de Israel desempeña un papel más que tácito en la existencia del consorcio, por mucho que no aparezca nombrado explícitamente entre las entidades que lo financian.

Si así fuera, sería oportuno saber si sirve siquiera indirectamente a los intereses de ese Estado, cuya feroz actuación en Gaza viene siendo objeto de una cada vez más amplia condena internacional.

¿No sería este centro el lugar idóneo para encuadrar, debatir o cuestionar las atrocidades que el Estado de Israel está cometiendo en Palestina?

El dinero que recibe el Centro Sefarad-Israel procede de instituciones públicas españolas, pero los estatutos contemplan, entre sus recursos, “aportaciones voluntarias o donaciones que otorguen a su favor entidades públicas o privadas”.

Los mismos estatutos prevén la creación de un órgano consultivo en el que se contempla la participación, entre otros, del presidente de la Comunidad Israelita de Madrid y del embajador de Israel en España.

Aunque creado en 2006, el Centro Sefarad-Israel fue inaugurado oficialmente en febrero de 2011, aprovechando una visita oficial a España del entonces presidente israelí Simon Peres, que protagonizó la inauguración en compañía del entonces rey Juan Carlos.

Con motivo de la celebración del décimo aniversario del centro, el Ministerio de Asuntos Exteriores emitió una nota en que aplaudía la “estrecha relación” del mismo con la Embajada de Israel en España.

Ninguno de estos datos es concluyente respecto a la eventualidad de que el Centro Sefarad-Israel actúe subrepticiamente como un órgano de propaganda del Estado de Israel, pero sí refuerzan la impresión de que se cuida mucho de emitir ninguna nota crítica, ni siquiera cuestionadora o simplemente informativa de las políticas de ese Estado, pese a la enorme atención y debates que acaparan.

¿Permanece la condición del judío —y más en particular la del judío perteneciente a las múltiples comunidades dispersas por todo el planeta, entre ellas las sefarditas— al margen de esos debates?

¿No sería un centro de difusión de la cultura, de la herencia y de los valores judíos —que no son necesariamente los del sionismo— el lugar idóneo para encuadrar, debatir o cuestionar las atrocidades que el Estado de Israel está cometiendo en Palestina, y hacerlo sin sospecha alguna de antisemitismo?

¿Cabe abstraerse de esos debates sin que se deduzca de ello un posicionamiento tácito?

Son preguntas a las que el nuevo director del Centro Sefarad-Israel debería dar una respuesta cabal e inequívoca, si en efecto aspira a que el centro enfrente, como pretende, “los desafíos contemporáneos de la convivencia, la memoria y el diálogo intercultural”.