Al hilo de la -por el momento- interrumpida suite sobre "la prosa en España", y con ánimo de ampliar el horizonte de discusión a que puede dar lugar la pretensión de que fueron los integrantes de la llamada "generación de medio siglo" quienes acometieron el más resuelto y ambicioso programa de renovación de la lengua literaria española en mucho tiempo, estimo de interés recordar aquí las severísimas y sonadas impugnaciones que tres de los más distinguidos representantes de esa generación -Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet y Jaime Gil de Biedma- hicieron de otras tantas figuras canónicas de nuestra tradición literaria.

En julio de 1962, en el marco de los preparativos del cuarto centenario del nacimiento de Lope de Vega, que había de celebrarse en noviembre de ese mismo año, Sánchez Ferlosio dedicó uno de sus primeros artículos publicados en ABC para "insinuar tímidamente que ya va siendo hora de empezar a pensar en enterrarlo". Lope era presentado por Ferlosio como paradigma del "literato", prisionero de un público al que adula. "La producción de literatos sería muy divertida para los públicos de entonces, pero a nuestro interés no se puede ofrecer como literatura lo que no ha sido más que el instrumento de un juego cortesano del pasado".

En marzo de 1970, invitado por la revista Cuadernos para el Diálogo a participar en un número dedicado a Galdós, conmemorativo de los cincuenta años de su muerte, Juan Benet respondió por carta al entonces director de la revista, Pedro Altares, declarando la "total carencia de interés" que este autor tenía para él. A lo que añadía, entre otras cosas: "Cuando (sobre todo para disimular un estado de carencia) se alteran las proporciones de una figura pública, no sólo se incurre en un engaño colectivo sino que se introducen, con alcance nacional, unos vicios de pensamiento que nada han de favorecer a la facultad de discernimiento de toda la opinión. Tal es el caso, a mi modo de ver, que nos ocupa: un escritor de segunda fila elevado (casi por razones de prestigio nacional) al rango de patriarca de las letras".

En 1981, en un número de la revista Camp de l'Arpa dedicado a homenajear a Juan Ramón Jiménez con motivo del primer centenario de su nacimiento, Jaime Gil de Biedma publicó unas breves notas en las que desacreditaba al poeta, diciendo de él -y nótese la coincidencia del término- que "fue toda su vida un estupendo literato, autor de un determinado número de poemas muy bonitos", pero que "la voz que habla en sus poemas está siempre a favor de las propias emociones, y esa es la marca indeleble del poeta menor". Jaime Gil concluía sus notas aludiendo a "la vileza instintiva" que latía en las arremetidas del propio Juan Ramón contra otros poetas, observando que "nunca lo embarazó el pudor de disimular lo que en él había de pelendrín, de mezquino y malicioso señorito de pueblo de Huelva".

Con independencia de cuánto se discrepe de los juicios expresados en ellas (y yo particularmente discrepo bastante), las tres "contribuciones" aquí evocadas constituyen, leídas sin aspavientos y con la debida atención, significativos cuestionamientos de un canon demasiado a menudo aceptado rutinariamente. Y, por lo mismo, estentóreas descalificaciones de los habituales cauces de recepción y de transmisión con que se consagra la historia literaria.

Pero además conviene leer estas agresiones como elocuentes indicios de esa programática renovación a la que me he venido refiriendo en artículos pasados. Renovación que va más allá de la rehabilitación de la prosa como eficaz herramienta de comunicación y de discernimiento; que apunta, de hecho, a una refundación de la tradición literaria española en su conjunto, viciada a partir del siglo XVII por un malentendido sustancial respecto a los propósitos que debieran determinar la actividad del escritor y respecto a la lengua de la que se sirve.

Tal es el empeño en que, con mayor o menor fortuna, se orientó la trayectoria de algunos de los más importantes escritores de la generación de medio siglo. Tal el legado del que la mayoría de sus sucesores, al menos en las tres últimas décadas, se han desentendido.

Y así las cosas.