Ignacio Echevarría

Las presentaciones de libros, tan a menudo tediosas, no dejan de tener su aliciente. El más obvio de todos: conocer al autor en cuestión. Fue mi caso días atrás, con motivo de la presentación en la librería Calders de Barcelona de Mansa chatarra (Jekyll&Jill), de Francisco Ferrer Lerín. Por fin, tres años después de haber descubierto tardíamente a este escritor singularísimo -cuya novela Familias como la mía (Tusquets, 2011), de la que en su momento les hablé con entusiasmo, me sigue pareciendo una de las pocas novedades realmente portentosas que ha dado la narrativa española en los últimos tiempos-, se me ofrecía la oportunidad de verlo en persona y de conversar con él. Una ocasión que no podía desperdiciar, tratándose de alguien recluido desde hace décadas en las alturas de Jaca (Huesca), poco inclinado a frecuentar la ciudad de su infancia y juventud, entretanto tan cambiada, tan envilecida por el turismo, tan alborotada y enfebrecida con la dichosa cuestión del soberanismo.



Ferrer Lerín es un conversador de primera: experto, inteligente, divertido, caudaloso, original, atento. Su elegante presencia enseguida obvia la leyenda que lo precede y que él no comete la vulgaridad de abonar. Lejos de amoldarse al personaje pintoresco, asilvestrado y algo tumultuoso que todo invita a atribuirle, no tiene empacho en declarar su escasa afición a la naturaleza, sus hábitos recatados, su casi total dedicación a la tarea absorbente de escribir -con cuanto lleva aparejado en su caso de prolijas documentaciones, consultas, búsquedas, lecturas anejas.

La de Ferrer Lerín es, al menos actualmente -y qué otra cosa cabía esperar- una existencia de escritor, cuya singularidad principal consiste en haberse desentendido por completo, durante muchos años, de lo que se conoce por vida literaria. Pues ocurre que, no mucho después de la publicación de su segundo libro, La hora oval (1971), dejó prácticamente de escribir, absorbido por otras ocupaciones, y que su regreso al ruedo literario, a partir de 2001, se debió a circunstancias más bien azarosas, lo cual no se contradice en absoluto con el apasionamiento, la fruición y la pulcritud, nunca exenta de humor y de saludable diletantismo, con que ha retomado su antigua faceta.



El menos cándido de los escritores reconoce con tranquilidad ser un ingenuo en lo relativo a usos, afeites y mecánicas propias de esa vida literaria a la que se ha vuelto a asomar después de tanto tiempo. Le importa un pepino delatar las lagunas de su cultura literaria (llena por otro lado de extravagantes veriucuetos), y subraya desinhibidamente la importancia que en su formación como lector tuvo un autor como Camilo José Cela, con su fascinación por las onomásticas abigarradas. Habla con aprecio y gratitud de Trópico de Capricornio, de Henry Miller, del que dice que "conformó los inicios de mi escritura en prosa", de modo semejante a como el deslumbramiento sentido ante un poema de Saint-John Perse desató su vena de poeta.



Lector tardío y nada sistemático de muchos escritores de los que se estiman "insoslayables", Ferrer Lerín describe el escándalo que de vez en cuando le provoca descubrir que algunos de ellos lo han plagiado, así hayan muerto siglos atrás. Pues ¿de qué otro modo explicar que, sin haberlos leído él antes, detecte en ellos evidentes paralelismos con su propia obra? Borges (otro autor por el que siente mucho aprecio) hablaba de los precursores de Kafka para referirse a tantos escritores anteriores a él que anticipaban lo que reconocemos hoy por kafkiano. Menos soberbiamente, Ferrer Lerín se limita a hablar de "plagios inversos", el último de ellos de Octavio Paz, a quien leyó por vez primera hace bien poco, con motivo de haber sido reclutado para un concurrido homenaje.



Se declara interesado sobre todo por los textos en los que sólo muy larvariamente palpita su condición literaria: documentos sin género, sin deliberación artística y sin embargo llenos para él de sugerencias. Su último libro, Mansa chatarra (qué titulo estupendo, y qué edición tan impecable, armada por José L. Falcó), propone un recorrido por toda su obra tomando por hilo conductor el importante papel que en ella juega lo onírico, en su más amplio sentido. Se trata de un colección de piezas a menudo inclasificables, de una escurridiza y perturbadora belleza: testimonios extraños, delicados, impasibles hasta la crueldad, de una sensibilidad particularísima, volcada en una escritura nerviosa y escueta: súbita, lúcida, eficiente, desligada de toda tradición articulada y por virtud de ello dotada de un asombroso poder germinal.