Ignacio Echevarría

Entre las buenas novelas que me ha sido dado leer durante el año recién concluido está El quinto en discordia, de Robertson Davies (Libros de Asteroide, 2006, con varias reimpresiones). La leí por insistente recomendación de Luis Gómez Canseco, con quien tuve el placer de trabajar en la imponente y admirable edición del Guzmán de Alfarache que ha publicado este mismo año de 2013 en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española.



Robertson Davies cuenta en España con una legión de adictos, como sugiere el dato de que Libros del Asteroide lleve publicada la práctica totalidad de sus novelas. El quinto en discordia, publicada originalmente en 1970, pasa por ser una de las mejores. Pero no vengo a hablarles -a buenas horas- de esta novela. Quiero destacar solamente un pasaje de la misma que ha llamado poderosamente mi atención. Pertenece a la cuarta parte del libro, donde tiene lugar una extraordinaria conversación entre Dunstan Ramsay, narrador y protagonista del relato, y el padre Blazón, un anciano y extravagante jesuita de origen español perteneciente a la nada ficticia Sociedad de los Bolandistas, que desde el siglo XVII se dedica a la recopilación de datos sobre los santos católicos.



La conversación deriva hacia las dudas que aquejan al padre Blazón, quien, superada la cuarentena, empezó a alimentar ideas poco ortodoxas sobre algunos asuntos importantes… Sobre Cristo, por ejemplo. El padre Blazón especula acerca del eventual regreso de Jesús a este mundo y dice, entre otras cosas:



"Yo tengo muchos años y he sido soldado de Cristo toda mi vida, y le aseguro que, cuanto más viejo soy, menos cosas me dicen las enseñanzas de Jesús. A veces soy muy consciente de estar siguiendo el camino trazado por alguien que murió cuando sólo tenía la mitad de la edad que yo tengo ahora. Veo y siento cosas que Él ni vio ni sintió. Yo sé cosas que Él no parecía saber. Cada cual quiere un Cristo para sí y para los que piensan como él. Muy bien; entonces, ¿cometo una falta por desear un Cristo que me enseñe a ser anciano? Toda la enseñanza de Cristo parte del dogmatismo, la certidumbre y la fortaleza de la juventud; ¡pero yo necesito algo que tenga en cuenta el aumento de la experiencia, el sentido de la paradoja y la ambigüedad que llega con los años!".



Qué palabras asombrosas, incluso para quien no comparte en absoluto la fe del viejo jesuita. Qué sugerente visión del Occidente cristiano como una civilización que arrastra desde su semilla cierta obcecación para las potencias de la vejez. Qué manera tan luminosa y elocuente -tan representativa, a su modo- de expresar la caducidad de tantos sentimientos, gustos, convicciones que se hubieran dado por inamovibles pero cuya importancia, aun sin anularla, desplaza dentro de uno mismo el paso de los años, por una razón tan previsible y sin embargo tan poco esperable como es la necesidad a veces imperiosa de adaptarse tanto al desgaste del tiempo como a las perspectivas nuevas que no cesa de abrir.



Basta considerar los desplazamientos que tienen lugar en las preferencias literarias de cada uno. En cómo disminuye la sintonía con determinados libros y autores que tuvieron un protagonismo quizás importante en la construcción de la propia personalidad. Algo que no tiene que ver forzosamente con la juventud de los escritores en cuestión, pero que tampoco es por completo indiferente a este factor.



Más allá de la tradicional y a menudo enojosa división entre literatura infantil, juvenil y adulta, puede que la mayoría de los libros tengan una franja idónea de edad -de experiencia- para ser convenientemente leídos y disfrutados. Es ridículo pensar que un anciano pueda leer de la misma manera que una persona madura o una joven. Que pueda sentirse concernido por las mismas inquietudes, por las mismas verdades, con independencia de qué profundas o intensas sean. Incluso la afición por los géneros que uno frecuenta se desplaza, y así ocurre que, conforme pasa el tiempo, muchos, por ejemplo, se desinteresan progresivamente de las novelas a favor, pongamos por caso, de las memorias o de las biografías o de los libros de ensayo.



Como lector, empieza uno a percatarse con frecuencia creciente de que ha visto y sentido cosas que el autor no vio ni sintió. De que sabe cosas que el autor no sabe.



Lo paradójico es que no pocas de esas cosas las aprendió en libros que cada vez le dicen menos; mientras otros, en cambio, le dicen cada vez más.