Ignacio Echevarría

Aunque Elias Canetti y Thomas Bernhard fueron contemporáneos en un sentido estricto (Canetti nació un cuarto de siglo antes de Bernhard, y lo sobrevivió cinco años), cuesta pensarlos como tales. No se trata sólo de que pertenezcan a dos generaciones diferentes; ocurre además que cada uno de ellos evoca un mundo que se le antoja a uno radicalmente distinto.



Canetti fue uno de los últimos supervivientes de la efervescente Austria de entreguerras, en la que se produjo una de las más altas concentraciones de inteligencia crítica de la historia cultural de Occidente. Bernhard, por su parte, creció en la Austria del Anschluss (de la que Canetti escapó por los pelos), se formó en un internado de orientación católica y nacionalsocialista, padeció las carestías de la guerra y asistió a la reconstrucción de un país mutilado intelectual y moralmente, al que profesó un odio tenaz.



Aunque Canetti se había dado a conocer como dramaturgo y novelista en los años treinta, su reputación en los países de habla alemana no empezó a abrirse paso hasta la década de los sesenta, cuando la figura de Thomas Bernhard empezaba a brillar con fuerza. De hecho, por aquella época no era raro que sus nombres aparecieran citados juntamente, señalándose la obra temprana de Canetti, en particular su teatro, como precursora de la de Bernhard. Hacia mediados de los setenta, uno y otro emprendieron al unísono sendos proyectos autobiográficos en los que se hace patente como en ningún otro lugar la catadura tan distinta de sus caracteres, que sin embargo presentan no pocos rasgos comunes, entre ellos esa capacidad para odiar que los distingue y que ambos encauzaron de manera tan opuesta.



El caso es que Canetti, muy poco dado a manifestar interés y mucho menos admiración por sus contemporáneos, se sintió atraído por la obra y la figura de Bernhrad, hasta el extremo de querer visitarlo durante una de las giras que daba por Alemania y Austria. Lo hizo en 1970, en la granja (Vierkanthof) que Bernhard tenía en Obernathal, una aldea de la Alta Austria. Allí tuvo lugar el encuentro entre los dos escritores, que debió de transcurrir con educada cordialidad, y durante el cual conversaron extensamente.



Canetti tomó nota de las impresiones que le causó su visita, volcadas en un extenso apunte inédito. En él registra con detalle el gusto casi patológico por el vacío que reflejaba el escaso y austero mobiliario de la granja, con la mayor parte de sus habitaciones sin ocupar ("Tanto espacio para un solo miedo", escribe Canetti). Llaman su atención los pares y pares de zapatos que Bernhard coleccionaba. Le sobrecoge la soledad en que éste parece vivir, en la compañía de una vieja aparcera nonagenaria.



En las horas que pasaron juntos, Bernhard tuvo ocasión de expresar a Canetti la admiración que sentía por él. A Canetti lo sorprendió lo bien que Bernhard había sabido leer su única novela: "Ha comprendido el aislamiento de los personajes, que es lo auténtico en Auto de fe; correspondía a su propio aislamiento desde muy pronto".



Así y todo, de aquel encuentro no surgió el chispazo de la amistad. Canetti confesaba haberse sentido "impresionado e inquietado" a un tiempo por la personalidad de Bernhard. Pero, transcurridos unos meses, le parecía reconocer en él "una versión lisiada de mí mismo", según anotó con aprensión.



Eso no le impidió tratar de visitarlo una segunda vez, cosa a la que Bernhard se negó, según consta en el diario escrito en 1972 por Karl Ignaz Hennetmair, quien ejerció como amigo, confidente y cancerbero del escritor durante sus primeros años en Obernathal. "Sencillamente no estaba en condiciones de recibir a Canetti y mantener con él unas horas de agotadora conversación".



Según Hennetmair, a Bernhard lo abrumaba la expectativa de tener que hablar con Canetti de la muerte, tema obsesivo para ambos: "Aunque quiere mucho a Canetti, se alegra de que no le visite. Porque es repugnante hablar de los mutuos problemas. Cada uno tiene que seguir su camino y resolver sus problemas".



A finales de ese mismo año de 1972, Bernhard, en uno de sus característicos arrebatos, decidió, al parecer, que "de ninguna manera" quería volver a encontrarse con Canetti. Quedó abortada de este modo una relación que anunciaba interesantes chispazos y cuyo colofón fue la carta (citada en la anterior columna) dirigida por Bernhard al diario Die Zeit, a las pocas semanas de haber leído Canetti en Múnich su tronante discurso sobre "La profesión de escritor". Seguiremos.