Ignacio Echevarría

Se publica estos días el quinto y último volumen de las Obras completas de Elias Canetti (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), un proyecto en el que he tenido el privilegio de participar, amparado en el buen hacer de Juan José del Solar y escoltado por un formidable equipo de colaboradores. Hace más de diez años que el proyecto emprendió su rumbo, y en todo este tiempo he establecido con Canetti esa extraña familiaridad, escrutadora y minuciosa, que apareja la tarea de editar la totalidad de la obra de cualquier escritor, de principio a fin. En el caso de Canetti, se contaba desde mucho antes entre mis autores más queridos, y el conocimiento derivado de un trato tan íntimo y tan continuado con sus textos no ha mermado ni fatigado en absoluto -como ocurre otras veces- la admiración que sentía por él.



El altísimo concepto que tenía Canetti del oficio de escribir le impidió en vida dar a la luz nada que no cumpliera a sus ojos con las elevadas exigencias que éste entrañaba. De ahí que no sólo los libros que publicó como tales, sino también su miscelánea (artículos, conferencias, epílogos, contribuciones a catálogos y otros textos de ocasión, incluidos los numerosos discursos de agradecimiento con motivo de la concesión de este o aquel galardón), recogida en este último volumen, mantenga un sorprendente nivel de interés y de calidad, muy lejos de los ademanes rutinarios o improvisados a que los textos de esta naturaleza suelen dar lugar en otros escritores menos escrupulosos. Lo mismo cabe decir de las entrevistas y conversaciones seleccionadas en el volumen, junto a su entera producción teatral y los ensayos de La conciencia de las palabras.



Entre los lugares en que Canetti expuso la idea que se hacía de su propio oficio destaca el texto de un discurso pronunciado en Múnich en 1976. Se titula "La profesión de escritor", y Sven Hanuschek, el biógrafo de Canetti, lo califica como su "más importante autodefinición pública". Puede que por esta razón lo añadiese Canetti, a modo de colofón, a la segunda edición en alemán de La conciencia de las palabras. Como sea, se trata de un texto imponente, a menudo citado, por lo que es probable que muchos lectores lo tengan presente. Menos probable es que sepan que las primeras frases del discurso -en las que Canetti arremete duramente contra "la pedante afirmación" de que "la literatura ha muerto" y contra quienes, aun suscribiendo este predicado, reclaman el aplauso de un público ávido pese a todo de sus "sempiternas efusiones"- fueron interpretadas en su momento como un ataque directo a dos poderosas estrellas de la literatura en lengua alemana de aquella época: Hans Magnus Enzensberger y Thomas Bernhard.



El primero de ellos fue el autor de la sonada proclama sobre la muerte de la literatura, a comienzos de los años sesenta. En cuanto a Bernhard, no pudo menos que sentirse concernido por las palabras en que Canetti se refiere a quienes, no siendo "lo suficientemente estériles como para agotarse en una simple proclama", y habiendo escrito "libros amargos y muy inteligentes", "adquirieron pronto cierta reputación como 'alguien que escribe' y empezaron a hacer algo que los escritores ya solían hacer antes: en vez de enmudecer, escribían siempre de nuevo el mismo libro".



La reacción de Bernhard fue violenta. Pocas semanas después del discurso de Canetti mandó al diario Die Zeit una carta abiertamente insultante en su contra. Se trata de un documento de salvaje malevolencia. Bernhard alude a Canetti como "el agente de aforismos de la actualidad", como un "profeta de lo auxiliar"; habla de su "galopante senilidad"; se refiere a él como "padre tardío y extravagante filósofo de final de trayecto"; reconoce que "hace cuarenta años dio una prueba de talento" (Auto de fe), pero asegura que entretanto, "como una especie de pequeño Schopenhauer y Kant de poca monta", ha perdido el seso y en su discurso de Múnich "ha apoyado su cabeza en la nada, sin vergüenza alguna, empleando frases realmente necias". Etcétera.



Amigos y admiradores de Canetti replicaron a Bernhard, algunos muy airadamente. Canetti, por su parte, permaneció callado: "Me habría sido enteramente imposible responder a la carta de Die Zeit, semejante medida de vileza sólo puede castigarse con el silencio".



El episodio ponía fin a la amistad incipiente entre los dos escritores, que se habían profesado mutua admiración y que se habían conocido personalmente en 1970. Tiene interés explorar las razones de su discordia.