El dandismo de Talese

El nonagenario Gay Talese, con frecuencia deslenguado y parlanchín, se sumó al acto neoyorkino en apoyo a Salman Rushdie. Talese se presentó, acorde con su irredento dandismo, como un pincel: zapatos de óptima piel, traje y chaleco de buen paño, corbata sin consideración energética y sombrero. Tonos beis, pañuelo picudo en el bolsillo de la americana. El ya clásico Nuevo Periodismo yanqui se trianguló bajo tres sombreros: el golfo de Truman Capote, el impostado de Tom Wolfe y el inseparable de Talese.

Siempre ha habido escritores que se han jugado su imagen a la carta de un sombrero. Habría que hacer un estudio para saber si hay una relación entre el uso del sombrero y el estilo literario. Puede que no. James Joyce, por ejemplo, fue muy de sombrero, mucho más sencillo que su estilo. Oscar Wilde, también. Otros, como Pablo Neruda y Miguel Delibes, fueron más de gorra. En España hemos tenido dos grandes escritores de boina (y zapatillas): Pío Baroja y Josep Pla. Rafael Sánchez Ferlosio acreditó más las zapatillas, pero tampoco le hizo ascos, según y cuando, al sombrero. Miguel de Unamuno, como fue siempre una cosa y su contraria, alternó boina y sombrero.

Josep Pla y Pío Baroja

He disfrutado mucho de Memoria de Biarritz (Confluencias), tan documentado y narrativo como siempre acostumbra Fernando Castillo. Memoria de más de un siglo, entre el tropel de reyes reinantes y destronados, nobles, millonarios y burgueses, delincuentes exquisitos, estrellas de vida alegre, artistas de alta bohemia, buscavidas entre las sábanas de todos los sexos, refugiados, exiliados y rusos de toda laya, aparece de refilón Josep Pla cuando fue espía (el SIFNE) del franquismo. Hubo un momento en el que ya no cabían tantos espías por metro cuadrado en las playas, mansiones, cafés, hoteles y casas de juego de Biarritz.

Valentí Puig tiene dicho que hubo un Pla de sombrero y un Pla de boina y que la línea divisoria se sitúa al final de la Guerra Civil. Lo que siempre hubo fue un Pla fumador, que no paró de liarse cigarrillos (y sacarse hebras de la boca) en la entrevista televisiva que Joaquín Soler Serrano le hizo en A fondo.

Pío Baroja también estuvo, por supuesto (aunque no de espía), en Biarritz, donde terminó, en 1924, Las figuras de cera. Mucha boina, mucha boina, pero Baroja también gastó sombrero, según pudimos comprobar en el Museo del Prado hace cinco años ante el retrato que Joaquín Sorolla le hizo en 1914. Sorolla, al borde del centenario de su muerte, otro sombrerista. Se autorretrató con sombrero.

Un novelista americano

El comisario Maigret se ha zampado el resto de la abundantísima obra del vidrioso y vicioso Georges Simenon. ¡Qué Memorias íntimas (Ediciones B) las suyas, hay que leerlas y pasmarse!

El comisario Maigret se ha zampado el resto de la abundantísima obra del vidrioso y vicioso Georges Simenon

El belga, que igualmente lució sombrero –y corbata de lazo, y pipa entre dientes–, salió a escape de Francia al término de la Segunda Guerra Mundial y vivió diez años (1945-1955) en Estados Unidos.

Aprovechando las ediciones conjuntas de Acantilado y Anagrama releí en otoño la pasional Tres habitaciones en Manhattan (1946), con su espectral y sombrío paisaje neoyorkino y su deje de existencialismo nihilista a la francesa.

En agosto he leído La muerte de Belle (1951). Aunque tiene crimen, investigación y un abrumador perfil de un psicópata, es un retrato familiar y comunitario –¡esa pequeña y asfixiante ciudad!– a la altura de las mejores novelas americanas de la época. Pese a su concisión. O precisamente por su concisión. Al acabarla, se hace preciso salir a darse un garbeo. Y respirar. Sin sombrero.