Image: La ofensa como método

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Opinión

La ofensa como método

18 diciembre, 2009 01:00

Por Fernando Aramburu
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No sé si es comprensible, pero desde luego constatable, la frustración que ha de sentir quien, como Ignacio Echevarría, sabe o pretende saber lo que es la "literatura propiamente dicha", aunque él no la haga, y al mismo tiempo ha de ejercer de comentarista y tasador del trabajo ajeno en un país, España, en el cual, según afirma, va para largos años que prevalece una "atontada cultura literaria". Ya es mala pata tener que hincar la inteligencia en semejantes lodos. Escribe Echevarría "nuestra cultura", con adjetivo tras el que apunta una pulsión que presupone la existencia de un artefacto llamado cultura literaria española que, además, es poseíble. Estamos, no cabe duda, debatiendo en familia.

A este respecto resulta sumamente aconsejable la emigración. Seguro que existen por ahí culturas literarias superiores o, en cualquier caso, menos festivas, dentro de las cuales la labor del experto se reduce a una cómoda sucesión de aprobaciones que hacen superflua la ferocidad verbal. Y para colmo le corresponden mayores honorarios.
El caso es que tiendo la mirada en derredor y veo que hay en la literatura actual hecha por escritores provistos de carné de identidad español tontos muy listos y nada mansos. Advierto asimismo que desde la instauración de la democracia en España se han dado dentro de sus fronteras fenómenos culturales de notable interés e incluso novedad. Por ejemplo, la incorporación numerosa de la mujer española a la creación literaria. Por ejemplo, el auge de la literatura e ilustración infantil en España. Por ejemplo, una mayor profesionalización de los traductores, sin los cuales, escrito sea de paso, Echevarría no podría darse el gusto de citar a Robert Musil en lengua española. Por ejemplo, el hecho discutible, pero innegable (y hasta hace unos años inconcebible), de la presencia habitual de autores españoles en las listas de libros más vendidos en el extranjero, así como esa otra presencia de autores que van a las distintas ciudades europeas a leer pasajes de sus libros traducidos a la lengua local y a expresarse en público gracias a la labor difusora y coordinada de los distintos institutos Cervantes y de los consulados y embajadas. Ya sé que estoy incurriendo en la alabanza de las instituciones y, además, sin cobrar. Pero ¿tengo yo la culpa de que alguna vez trabajen bien?

El epíteto "atontada" es manifiestamente denigrativo. Me inclino a pensar que es sinónimo de apagada, adormecida. No estoy seguro puesto que la palabra tampoco pretende sostener con exactitud un concepto. Antes al contrario, su significado se limita a la intención con que fue usada. Quien haya asistido a una disputa callejera entre conductores entenderá lo que digo. La técnica es tan elemental como previsible. Se endereza a causar un perjuicio moral o a mover ciertos resortes psicológicos en la persona zaherida para que encuentre en sí misma un motivo de descontento. Los rapapolvos caseros son de la misma naturaleza. Cuando Labordeta mandó en el parlamento a la mierda a su señoría que estaba enfrente, a más de uno nos remejió una sacudida plebeya de simpatía, lo cual no nos impide reconocer que la contribución de su salida de tono a la historia universal de las ideas filosóficas fue extremadamente modesta, además de poner en entredicho la reputación poética del orador.

Sea como fuere, el artificio apenas es útil para la transmisión de sabiduría. Comporta dejación intelectual, particularmente grave cuando apoyan sobre ella su argumentación quienes ejercen el oficio del dictamen en público. No es sorprendente que se dé con frecuencia en el habla de los ciudadanos impermeables a los efectos de la educación. Cuanto más educada está una sociedad mayor es el sosiego con que se desarrollan en ella los debates y mayor, en consecuencia, el respeto entre las personas de ideas contrapuestas. La España actual, con sus defectos, no es la misma que la de 1936. Otro panorama social, otros escritores. Y aún puede que requiera mayor esfuerzo llegar a la obra valiosa en épocas festivas y de bonanza que en las marcadas por la penalidad. Nadie ignora que la guerra, los terremotos y la peste son un chollo para el artista, a menos, claro está, que lo afecte la desventaja de no haber sobrevivido.

Echevarría está en su derecho de negar que el otro día insultó. Menos derecho le asiste a sostener que no ofendiera. Mostradas las zarpas, ya es imposible no acordarse de ellas pocos renglones después, cuando, desde yo no sé qué suerte de autoridad que no sé quién le ha conferido, diagnostica a la cultura española de los últimos treinta años una alergia "a la tensión dialéctica". Para practicar la tensión dialéctica por él ejemplificada lo mejor es ir al bar de la esquina.