Wallace Stevens

Edición de Andreu Jaume. Lumen Barcelona, 2018. 768 páginas. 24,90 €. Ebook: 9,99 €

Se conocen escasas anécdotas de Wallace Stevens (Reading, 1879 - Hartford, 1955). Cuando es joven estudiante, queda fascinado por la inteligencia del filósofo español George Santayana. Después, mientras se consolida su vocación literaria, ocupa el puesto de vicepresidente en una compañía de seguros. Publica su primer libro a los cuarenta y cuatro años.



Existen pocas fotografías del autor. Afrancesado, retraído, evita los círculos de intelectuales y apenas viaja. Sólo frecuenta a los escritores William Carlos Williams y Marianne Moore. Sus guías artísticos son variados: Platón, Lucrecio, Shakespeare, Emerson, Wordsworth. En los últimos años de su vida recibe el premio Pulitzer y el National Book Award. Actualmente su obra poética está reconocida como una de las cumbres de la literatura estadounidense moderna. Andrés Sánchez Robayna la considera heredera del romanticismo y del simbolismo, movimientos de los que Stevens toma buena parte de sus imágenes y motivos "para llevarlos a una zona de abstracción".



La edición bilingüe de Poesía reunida de Wallace Stevens no contiene todos los versos del autor, sino sus composiciones principales. En total, ciento sesenta y siete poemas y un apéndice con aforismos. El volumen se abre con un prólogo de Andreu Jaume. En 39 páginas de alta calidad, el editor Jaume resume la biografía de Stevens, analiza su trayectoria literaria, explica sus relaciones estéticas con otros artistas. Los inicios del escritor, con el poemario Armonio, sorprenden a colegas y críticos. Destaca la elegancia de su escritura. El lector español piensa en el universo poético de Jorge Guillén, quien tradujo algunos textos del estadounidense. Opuesto filosóficamente a su coetáneo T. S. Eliot, Stevens ensalza una Naturaleza de ramajes, bayas, cerriones, animales, luces acuáticas. La divinidad queda reducida a una dimensión modesta: "Desde que el hombre creó el mundo, el inevitable dios es el mendigo", afirma el poeta en un aforismo.



Tras el éxito de Armonio, viene la decepción de la segunda obra de Stevens, Ideas de orden. Es el año 1935, y cierta izquierda política arremete injustamente contra el poeta, tildado de "fascista" por no participar en las tensiones ideológicas de la época. El autor elige una expresión literaria en la que abundan el hermetismo, el juego verbal, la ironía. Las imágenes encierran un paisaje de sargazos, veza y cieno. En los libros posteriores (El hombre de la guitarra azul, Partes de un mundo, Viaje al verano, Notas para una ficción suprema, Las auroras de otoño) aumenta la abstracción.



Frente a un cuadro de Picasso, se mencionan oquedades y campanadas de deseo. Más adelante, unos hombres resecos piensan en pájaros huidos de un país en llamas. A pesar de las dificultades de comprensión, el estilo original de Stevens deja huella entre los creadores de su tiempo. También entre quienes los suceden: John Ashbery, Mark Strand o Anne Carson. "No hay en Estados Unidos ningún poeta relevante que no se haya visto influido por Stevens", sentencia Andreu Jaume.



La roca y Poemas tardíos significan un cambio en la escritura del poeta. Ante la cercanía de su muerte, Wallace Stevens opta por una mayor claridad expresiva. Incluso confiesa su descreimiento en la literatura: "Se hace difícil hasta elegir adjetivo / para este simple frío, esta tristeza sin motivo. / Se ha convertido la gran estructura en una casa menor. / Ningún turbante pasa por los suelos disminuidos". En el conjunto sobresale la composición "Para un anciano filósofo en Roma". El escritor norteamericano se refiere a la etapa final de la vida de su admirado George Santayana, que pasa los últimos diez años recluido en un convento.



Editada primorosamente, con tapa dura y sobrecubierta, Poesía reunida brinda la ocasión de adentrarse en la mejor obra de uno de los poetas más reputados del siglo XX. Las traducciones de Andreu Jaume, Andrés Sánchez Robayna y Daniel Aguirre contribuyen a la calidad del volumen.



@FJIrazoki

El emperador de los helados

Llama al que lía los cigarros puros,

al forzudo, y ofrécele batir

en tarros de cocina las sensuales cuajadas.

Deja que las muchachas huelguen con los mismos vestidos

que acostumbran usar, y deja que los chicos

lleven flores envueltas en periódicos viejos.

Deja que el parecer acabe en ser.

El único emperador es el emperador de los helados.



De la cómoda aquella que perdió

tres pomos de cristal, saca la sábana

en la que ella bordaba faisanes una vez,

y extiéndela del todo hasta ocultar su cara.

Si sus callosos pies se quedan fuera, lo hacen

para mostrar qué fría está, qué muda.

Que la lámpara añada su destello.

El único emperador es el emperador de los helados.