Martín López-Vega

Pre-Textos. Valencia, 2014. 76 páginas. 15 euros

Martín López-Vega (Poo de Llanes, 1975) es un autor prolífico. En la antología Retrovisor (Papeles Mínimos, 2013) quedaron recogidos veinte años de su escritura poética. Es, además, crítico literario, librero y traductor. En esta última faceta sobresalen sus versiones de los textos de Lêdo Ivo, Charles Simic, Eça de Queiroz, Eugénio de Andrade y Almeida Garrett. Y es responsable de Mapamundi. Poemas del siglo XX (Isla de Siltolá), una recopilación de versos conocidos (de Holan a Bei Dao) y otros por descubrir (Holub, Haavikko).



La eterna cualquiercosa se inicia con "Canción del rinoceronte", en la que López-Vega se refiere a situaciones y objetos cotidianos o de apariencia insignificante. Los aromas, la bruma, el ladrido, la cuchara y los gestos son apreciados por un poeta que no cae en las simplificaciones. Incluso en medio de sus entusiasmos, no oculta algunos matices sombríos: "Soy una conversación de inexistentes. / Soy lo que queda de una infinidad de futuros / que viven su truncada existencia dentro de mí". Después añade la sorpresa, el ingrediente irónico, la referencia culta. También alude a su amistad con dos literatos: Félix Romeo y Xuan Bello. Logra que lo intenso no vaya acompañado por la violencia verbal. Por ejemplo, en el poema "El polvo de la manada", las vivencias más trágicas nos llegan sin dramatismo expresivo. Con frecuencia las imágenes unen componentes inesperados: "Su veneno está hecho de la misma saliva que el beso". Y sólo en ocasiones encontramos una afirmación rotunda: "Somos aplicados orfebres de lo efímero".



Opino que López-Vega atina con los dos endecasílabos de "Dira Necessitas": "El verdadero poeta va solo. / Los que van en manada son el coro". Dicha sentencia es compatible con el homenaje a quienes le aportaron placer literario. Los clásicos Horacio y Lucrecio, el trovador Giraut de Bornelh y varios autores del siglo XX (Brodsky, René Char, W.H. Auden, Kostas Karyotakis, T.S. Eliot, Anne Carson) son mencionados o se citan sus versos. Sus presencias están tan bien dosificadas que no se nota el peso de la erudición.



Existe un equilibrio de calidad en las treinta y dos composiciones de La eterna cualquiercosa, pero las páginas finales nos ofrecen una armonía especial. Emoción y misterio se conjugan en "Roscoe", "Una manzana para Margarita", "Últimas visitas al Museo del Prado", "Leyendo a Bhartrhari" o "Cabe la isla". En el conjunto destaca "Reunión", que se percibe como una réplica positiva a la profundidad amarga de Luis Cernuda en "La familia". Aquí los amigos, parientes y antiguos amores no representan la tiranía de seres desdichados que se imitan. Al aire libre, a la sombra de los árboles, celebran una fiesta sin culpas. Una frontera fina separa el perdón y el sosiego. Como si el tiempo se hubiera embriagado, junta paisajes y periodos de la vida del poeta. Éste observa a los abuelos y comparte jarras de vino y agua con sus propios descendientes irreconocibles. Un final imprevisto, con "luz excesiva", cierra un texto hondo.



Martín López-Vega se despide con el poema que da título al libro, "La eterna cualquiercosa". Los cincuenta y cuatro versos de dicho texto definen su forma de concebir la poesía y confirman la calidad demostrada en las páginas precedentes.