José Saramago. Foto: Anna Baiao

Traducción de Pilar del Río. Textos de R. Saviano y Fernando G. Aguilera. Ilustraciones de Günter Grass. Alfaguara, 2014. 153 pp, 17e.

Desde que en 2008 Knopf publicara, en connivencia con el hijo del escritor y bajo el título The original of Laura, el borrón de la novela que Nabokov estaba escribiendo cuando le sobrevino la muerte en 1977, no me había llegado otro proyecto inconcluso tan interesante como este de José Saramago. Alfaguara ha echado con Alabardas la casa por la ventana, editándola primorosamente con dibujos de Günter Grass y dos textos de Roberto Saviano y Fernando Gómez Aguilera.



Se trata, en todo caso, de dos recuperaciones muy diferentes. La de Nabokov hubiese debido destruirse, de haberse respetado la voluntad de su autor, y consiste en 138 fichas manuscritas de muy desigual resolucion. Saramago, en cambio, estaba empeñado en concluir su nueva novela y, tal y como Gómez Aguilera nos explica, alcanzó a cerrar los tres primeros capítulos. Van poco más allá de un planteamiento cuyo nudo y desenlace podemos intuir por las nueve notas de trabajo que el propio novelista redactó entre agosto de 2009 y febrero de 2010, cuatro meses antes de su muerte.



Esta entrega constituye una joya no solo por lo ya dicho, sino sobre todo porque en ella luce póstumamente el mejor Saramago. Un escritor que, antes y después de su Nobel, reflexionó en voz alta acerca de su arte como novelista, la dimensión cívica e intelectual de su misión y el precario estatuto posmoderno de la literatura. En un magnífico libro de conversaciones con Carlos Reis, nunca dejó de reivindicar la responsabilidad del intelectual y la inagotable potencialidad de la novela como espacio de reflexión. "Yo me digo: cuanto más viejo, más libre; y cuanto más libre, más radical", declaraba a propósito de Ensayo sobre la lucidez, novela política en la que algunos vieron una carga de profundidad contra la democracia parlamentaria.



Alabardas, título tomado de Gil Vicente, plantea el negocio de la guerra a partir de su protagonista contradictorio y ambiguo, Artur Paz Semedo, empleado de una factoría portuguesa de armamento cuya mujer, Felicia, decidida pacifista, ya no vive con él, pues lo considera "uno de los niños bonitos de esos criminales". En lo que podemos leer de Alabardas estos dos antagonistas se nos presentan ya muy bien definidos, como también otras tres figuras, el ingeniero jefe de la fábrica y los dos encargados del archivo en el que Artur comienza a indagar. Se supone que su papel, sobre todo el del directivo, será importante en el desarrollo de una trama que no acabará bien, no tanto en lo que se refiere a la suerte del protagonista cuanto a su toma de postura moral. Por otra parte, en estas contadas páginas que nos dejan con la miel en los labios se percibe la maestría de una poética narrativa muy eficaz, económica, suntuosa y trascendente a la vez. El resultado es un texto muy compacto, pues el diálogo y los monólogos van insertos en la narración y la descripción es minimalista.



Como en las últimas novelas de Saramago, el olimpismo con que la voz del narrador se produce marca un distanciamiento casi brechtiano, pese a que el discurso incluya ciertos apóstrofes al lector. Y como perla final, está el epílogo de Saviano, "Yo también conocía a Artur Paz Semedo", en el que el periodista italiano lo identifica con los héroes y antihérores ligados al mundo de la droga, como para dar a entender que la frontera que separa el bien del mal es muy sutil, para mérito de los que optan por lo primero. Todo parece sugerir, sin embargo, que ese no será el caso de Artur, el marido de Felicia, pues según reza una nota del autor, "el libro terminará con un sonoro ‘Vete a la mierda', proferido por ella. Un remate ejemplar".