Poesía

Leyenda napolitana

Juan Carlos Marset

12 diciembre, 1999 01:00

Tusquets. Barcelona, 1999. 118 páginas, 1.500 pesetas

LEYENDA NAPOLITANA (FRAGMENTO)

Bajo esta luz de Nápoles
he dispuesto de mí como disponen,
sueltos por la bahía, confiados
en su vacío más que en el esfuerzo,
los veleros del aire que desplazan.
Esta luz, que es de sombra en la pared
inclinada al torcer
su cuerpo de serpiente
Via Pontano, arrastra
lo inviable a Rivera
de Chiaia, y lo señala,
vuelco de cajas,
con su rastro de sal y helechos secos.

Un libro ciertamente insólito esta Leyenda napolitana, de Juan Carlos Marset, que comienza con un recorrido por la ciudad actual y termina con el mito de su fundación. Juan Carlos Marset, profesor de estética y teoría de las artes, es también un poeta al margen. Tras obtener el premio Adonais en 1989 con Puer profeta, ha guardado silencio durante una década. Ahora nos sorprende con un libro atractivo y difícil, lleno de durezas conceptual y vaguedades expresivas, cercano a veces a los dos nombres, Claudio Rodríguez y María Zambrano, que se citan como mentores en la solapa del volumen.

Da título al conjunto el largo poema, más de quinientos versos, que constituye la parte inicial. Es también, para mi gusto, lo más atractivo del conjunto. Comienza con una cita de Benedetto Croce que alude a los rayos de sol que hacen huir las sombras "de la vieja memoria napolitana". Reflexión y reflejo del entorno se alían inextricablemente en unos versos de intrincado y laberíntico discurrir, un poco a la manera de las calles de la ciudad: "Por esta luz desciendo cada día/ al griterío abrupto de las madres/ y las motos, al libre/ ondear de la ropa en los balcones/ y consiento este himno, esta bandera/ de la patria viviente que me asalta". Alguna rima interna ("ficticio el sacrificio") nos trae el recuerdo de Claudio Rodríguez, que ha servido de modelo -en esta primera parte y en la siguiente- para una poesía de largo aliento y realismo trascendido, para una poesía meditativa que encuentre su "correlato objetivo" en la realidad más cotidiana: lo que fueron los campos de zamora, el ruido del Duero o el baile de águedas para Claudio Rodríguez, lo es para Marset el pintoresco ajetreo de Nápoles o la técnica de la fundición, descrita con minuciosidad en la segunda parte del libro, titulada precisamente "manual de fundición".

Sigue el gusto de Marset por la rima interna y el juego de palabras paranomástico: "No imites el modelo, no se ataca/ su falta en las arenas. Se le ataca/ con la fusión sangrada al interior/ del molde", "Maderación, maduración y muerte/ condiciones del arte fundidor". Más ambicioso quizá que "Leyenda napolitana", "Manual de fundición" es también un poema menos atractivo para el lector: se nota demasiado el esfuerzo por desarrollar con exahustividad algo descortés la alegoría.

Si las dos primeras partes del libro están puestas bajo la advocación de Claudio Rodríguez -un Claudio Rodríguez más intelectual y menos sensual, más enigmático y menos misterioso-, las dos últimas cuentan con el claro patrocinio de María Zambrano, de quien Marset fue colaborador.

"Delirios de Sibila" se titulan los poemas en prosa de la tercera parte. Sibilinas, ambiguas, exaltadas prosas, que no renuncian, como los poemas anteriores, a las rimas internas, al jugueteo con las palabras: "De lo alto viene lo que nombra, lo que alumbra, lo que asombra". A veces el poema condesciende con cierta imaginería de raíz surrealista: "El baile sofocante de la víctima y su espejo. El sable erecto, y el pezón afilado de la madre, en mano. Fortaleza y rendiciones sucesivas hacia la gruta ingrávida. Pero la mirada deseante codiciada no la diste. Quiso el desolador pisar más que suelo entrañas, un vientre muelle al que ascender su descendencia".

Aún más disonante con el conjunto -aunque la externa relación temática resulte clara- parece la última parte, "El secreto de las sirenas", en realidad, según se nos indica en nota, un libreto "escrito por encargo de la Ciudad de Munich para la Mönchener Biennale de teatro musical". Sin la música, los versos no se sostienen. El esquemático diálogo entre las sirenas y algunos personajes mitológicos como Deméter, Orfeo o Ulises se queda en escuetas vaguedades que necesitan para adquirir sentido del "argumento" que el autor coloca al comienzo de la cantata. El argumento de la tercera escena dice así: "Las Sirenas se suicidan arrojándose al mar. Sus cadáveres regresan a la costa de dónde habían partido. Perséfone y Deméter las encuentran (y se reencuentran), cuando un grupo de remadores se disponían a darles sepultura en presencia del héroe Ulises. El sepulcro de las Sirenas se convierte en la primera edificación de una Nueva Ciudad o forma de convivencia, a la luz de la hospitalidad y del regreso".
Esa nueva ciudad, esa nea polis, es el Nápoles de que se nos habla en el extenso poema inicial, un poema que habría ganado de publicarse exento, sin el añadido de míticos y postizos trascendentalismos. El mejor Juan Carlos Marset es el que deja a un lado los cantos de sirena y los sibilinos delirios para dedicarse a recorrer -entre "miradas, flores, restos de pescado"- una ciudad que es única y es todas las ciudades, para revelarnos sus "secretos sin misterio, / tan comunes que nadie los ignora / ni los sabe".