Antonio Manzini

Traducción de Teresa Clavel. Salamandra, 2015. 256 páginas, 17€

Rocco Schiavone es romano. Creció en el Trastèvere. Y lo echa de menos. Muchísimo. Pero cometió un error, o un buen puñado de ellos, y alguien decidió que se pudriría en una comisaría de pueblo. Por los siglos de los siglos. Una comisaría de, por qué no, Aosta, una pequeña calamidad nevada, a un tiro de piedra de las pistas de esquí de Val d'Ayas, Algún Lugar de los Alpes Italianos. A Rocco no le gustan las pistas de esquí. No le gustan los esquiadores. Los encuentra ridículos. No puede creerse que paguen por eso. Tirarse montaña abajo sobre un par de tablones ataviados con cuchillas. Rocco es un comisario de ciudad. Bueno, en realidad, no es exactamente un comisario, por mucho que Italo Pierron, lo más parecido a un ayudante (no inútil) con que Rocco cuenta allí arriba, no deje de llamarle así. Schiavone es, oficialmente, subjefe. Y odia el frío, la montaña, las botas de montaña, los anoraks, las plumas de los anoraks, y los cadáveres. Sobre todo, odia los cadáveres que aparecen en mitad de La Nada Helada. Cadáveres como el de Leone Miccichè, un conductor de pisanieves que ha acabado arrollado (y descuartizado) por un pisanieves.



Como en una versión mediterránea, profundamente mediterránea, de Twin Peaks, un Twin Peaks más nevado y menos leñador, Schiavone no tiene otro remedio que: 1) Sumergirse, en la medida de lo posible, en la pequeña comunidad (plagada de atractivas dueñas de tiendas de deportes, y de sus atractivas hermanas, dueñas de refugios de montaña) y, 2) Transigir y deshacerse de sus Clarks, un par de zapatos como guantes que le recuerdan a su querida Roma y que, en la montaña helada, le resultan tan útiles como un par de sandalias. A lo que Rocco no piensa renunciar es a su mal humor. A odiarlo todo y a todos. Y bendito sea ese mal humor porque le permite a su autor, el futuro Rey de la Novela Negra Italiana, firmar el noir más divertido de la temporada (y también el más gruñón, de un gruñón lindante con el absurdo y, por lo tanto, con la carcajada).



Recoge el testigo Antonio Manzini del gran Ed McBain, y su célebre y descacharrante comisaría del distrito 87; de Meyer Meyer, el agente de mesa con nombre (y nariz) de novelista judío, y Steve Carella, el inspector que trata de entenderse con su encantadora mujer sordomuda, y crea un ambiente, de oficina de pequeño pueblo, tan adorable como ridículo, con agentes tan inútiles como el bueno de Caciuoppolo, tipos que se dedican a dejar todo tipo de huellas (propias) en la escena del crimen y, evidentemente, vuelven locos a los de la Científica. La sensación es la de que Rocco está al frente de una clase de parvulario repleta de críos que se dedican a mirarle con los ojos como platos, convencidos de que nunca antes han visto nada igual. Sí, podría decirse que Rocco Schiavone es lo mejor que le ha pasado a la novela negra italiana desde Salvo Montalbano. Pero la cosa no se queda ahí. Porque Manzini podría haber creado un buen personaje (y ha creado uno enorme, uno que va a dar muchas, cientos, miles de alegrías a los amantes del naughty noir) y haberse olvidado de la trama. Y no es así. Aunque lo parezca, no es nada fácil construir un misterio redondo (tan redondo que el lector puede, si está lo suficientemente atento, señalar al culpable antes de que lo haga Rocco) con tan pocos elementos (y sospechosos). Y Manzini lo hace. Y no sólo eso, sino que le introduce una especie de bonus track que tiene que ver con el lado oscuro del protagonista (e incluso un puñado de páginas que esbozan el porqué de su odio, un odio que es en realidad tristeza) y que parece sacado de una de las delirantes historias de Arto Paasilina.



Así las cosas, Andrea Camilleri se queda corto cuando dice que Antonio Manzini "ha dibujado un personaje extraordinario". Antonio Manzini no sólo ha dibujado un personaje (más que) extraordinario. Ha dado forma a un (naugthy) noir de cinco estrellas.