Image: Los mutilados

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Novela

Los mutilados

Hermann Ungar

23 marzo, 2012 01:00

Hermann Ungar

Traducción de A.M. de la Fuente. Siruela. Madrid, 2012. 160 pp., 16,30 euros. Ebook: 12,99 e.

Hermann Ungar (Moravia, 1893-Praga, 1929) participó como combatiente en la Primera Guerra Mundial. Herido en el frente, regresó a la vida civil como abogado y director teatral. De familia judía, había estudiado orientalismo y filosofía. Durante su estancia en Berlín como agregado comercial de la República checoslovaca, conoció a Alfred Döblin y Joseph Roth. A su regreso a Praga, se relacionó en el círculo de Kafka y Max Brod, identificándose en un principio con sus postulados estéticos, pero no tardó en iniciar un camino en solitario, de acuerdo con su interpretación de la literatura y del ser humano. Los mutilados (1923) es un relato espeluznante sobre las perversiones morales y sexuales de un grupo de personajes caracterizados por su inestabilidad emocional y débil autoestima. La atmósfera opresiva y enfermiza anticipa el espanto de Auto de fe (1936) de Canetti. En este caso, el protagonista es Franz Polzer, un anodino empleado de banca. Sería tentador establecer analogías con el Josef K. de El proceso (1924), pero esta vez no se trata de impotencia frente al poder político, sino de incapacidad para superar los desordenes emocionales derivados de experiencias traumáticas. El contendiente no es un Estado que manifiesta su fuerza, mientras esconde su rostro, sino un ego tiranizado por el inconsciente.

Franz Polzer crece en un hogar atípico. Su padre es un comerciante viudo que convive con su hermana. Franz soporta malos tratos continuos e incontables humillaciones. Lejos de rebelarse, encuentra en el castigo un placer anómalo que condicionará el resto de su vida. La sospecha de una relación incestuosa entre su padre y su tía sólo agudizará sus conflictos interiores. Su única fuente de afecto es su amistad con Karl Fanta, un joven atractivo, con éxito social y de familia próspera. Puntual y meticuloso, Polzer no soporta el contacto físico y el sexo le produce repugnancia. Cuando observa en un museo el cuadro de una mujer desnuda, sólo aprecia impureza. Alojado en casa de la viuda Klara Porges, sus patologías se desatan al convertirse en su amante. No actúa libremente, sino coaccionado por el carácter dominante y perturbado de la viuda, que no tardará en descubrir sus debilidades.

Ungar no se aplica ninguna clase de autocensura. No escatima la dureza de una relación sadomasoquista, donde no interviene el juego, sino el placer de humillar, despersonalizar y someter. Polzer fantasea con el incesto, pese a que no existe ningún vínculo de sangre con Klara, pero el recuerdo del padre internándose en la alcoba de la hermana y los sonidos que delataban un encuentro carnal, le impiden consumar el acto sexual, sin reprimir la sensación de realizar algo aberrante. La aparición de un fanático religioso que ha trabajado como matarife introduce nuevos elementos dramáticos, no menos inquietantes. El idilio entre Klara y Polzer insinúa que el sexo es una forma de asesinato. No es posible amar sin dañar irremediablemente al otro. La enfermedad de Karl, con el cuerpo lleno de tumores, acentúa el clima letal y alucinatorio que desembocará en un final horripilante. "En la casa estaba la muerte, esperando". Las mutilaciones interiores se convierten en mutilaciones reales. El mal ha triunfado y la expiación sólo es una reacción histérica, donde la culpabilidad adquiere los rasgos de una obsesión, que no se preocupa de reparar el dolor inferido.

Ungar murió con 36 años. En vida, sólo reconoció su talento Thomas Mann, tal vez porque sobrevoló los mismos abismos. Ungar nos dejó una obra escasa e insuficientemente conocida, al menos por el lector español. Los mutilados nos acompaña a los sótanos de la condición humana, donde abdica la inteligencia y prevalece el instinto, con su ferocidad inaudita. Nuestras patologías son mucho más poderosas que nuestra pobre racionalidad.