Carlos Fidalgo. Foto: Luis de la Mata

Premio Tristana 2011. Menoscuarto. Palencia, 2011. 104 pp, 11 euros



Este joven escritor leonés (Bembibre, 1973) está en sus comienzos. Tras un volumen de cuentos se ha extendido hasta el formato de la novela corta, con resultados que pueden calificarse de prometedores. El agujero de Helmand se desarrolla casi por completo mediante la narración escueta, a base de secuencias casi telegráficas que son como chispazos sucesivos, de una serie de acciones bélicas en una zona desolada de Afganistán, donde el calor, las extensiones infinitas de arena y el sobresalto continuo ante cualquier amenaza o peligro inminente constituyen el hábitat cotidiano de un grupo de soldados. Se tiene la impresión, en las primeras páginas, de que el autor se dejará llevar por el modelo narrativo de tantas películas de corte bélico que han narrado las peripecias de un pequeño grupo de combatientes en un medio hostil; pero el diseño esquemático de estos personajes, la superficial y casi nula comunicación entre ellos, separa el relato de aquellos, tan repetidos, en que la convivencia es un pretexto para la confidencia que permite crear caracteres con perfiles psicológicos definidos. Los sucesos son mínimos: el descubrimiento, al excavar unas trincheras, de restos humanos procedentes quizá de una guerra anterior, o las extrañas desapariciones de dos soldados, no se sabe si por deserción o secuestrados por el enemigo.



Este planteamiento va acompañado de un desarrollo idóneo, compuesto con destreza por un autor que escribe con una prosa desnuda, tal vez esforzándose por huir de cualquier atisbo retórico y procurando que la expresión verbal tenga la misma sequedad que el marco narrativo de las acciones. En estos atisbos se perciben las notables posibilidades de Fidalgo, y también en el quiebro final, cuando el relato deriva hacia el territorio de lo fantástico y la escena primera del descubrimiento de los restos humanos cobra por fin su pleno sentido y proporciona a la historia un significado superior al de la anécdota, al apuntar hacia las guerras como una desdichada constante en la conducta humana. Los soldados americanos en Afganistán luchan sobre las tumbas de los innominados soviéticos que hicieron lo mismo años antes y que, a su vez, pisaron la arena que cubría los restos de las antiguas falanges macedónicas. De hecho, los nombres escogidos para los distintos soldados que integran la unidad tratan de reflejar orígenes diversos -Hines, Henderson, Di Cesare, Komeda…- no sólo porque así ocurre a menudo en las unidades norteamericanas, sino para ampliar y extender las acciones sugiriendo de este modo que el belicismo es una actitud general. Fidalgo se ha empeñado en llevar a buen puerto una literatura fantástica trascendente, no reducida a la mera repetición de esquemas reconocibles, en la que, además de los elementos propios del género -el misterio, los hechos inexplicables, la anulación de la frontera entre lo real y lo imposible-, el conjunto nos arroje también fuera de los límites de la historia narrada y extienda su mensaje hasta la consideración de problemas universales y nada fantásticos. A pesar del alcance un tanto limitado del relato y de la defectuosa composición de algunos pasajes, como el postrero, El agujero de Helmand es un buen comienzo para un narrador.