Sonny Capone con su padre en un partido de béisbol de los Cubs en Chicago en 1931

Deirdre Bair Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. Barcelona, 2018. 552 páginas, 22,90 €. Ebook: 9,99 €

El esforzado emigrante dio a su hijo una caja de limpiabotas y lo llevó a la esquina de una ajetreada calle cercana a los muelles de Brooklyn. Allí, el chaval de 14 años observó cómo los gánsteres extorsionaban a los comerciantes y organizó una banda para hacer lo mismo con sus jóvenes compañeros de oficio. A los hampones les gustó su estilo y empezaron a encargarle pequeños trabajos. Al cabo de doce años, Al Capone era el rico, poderoso y tristemente célebre jefe de la mafia de Chicago. Deirdre Bair (1935), que ha escrito la biografía de Samuel Becket, Anaïs Nin, Simone de Beauvoir y Carl Jung, investiga en Al Capone al enemigo público número uno a través del insólito prisma de la familia. La historia de Capone es, como propone Bair, una epopeya típicamente estadounidense. Su protagonista levantó un imperio vendiendo alcohol durante la Ley Seca (que lo declaró ilegal entre 1920 y 1933). “Cuando vendo bebidas alcohólicas, lo llaman contrabando”, solía bromear. “Si mis jefes las sirven en bandeja de plata, lo llaman hospitalidad”. Su banda también explotaba burdeles, garitos de apuestas y extorsionaba a las empresas y a los sindicatos. Para convertir Chicago en territorio seguro para sus fechorías había que ser un auténtico genio de la organización. Capone llegó a facturar 105 millones de dólares al año (más de 1.300 millones de dólares de hoy en día). Alrededor de un tercio lo gastaba en sobornos y matones. Jueces, políticos, periodistas y la mitad de la policía abarrotaban su nómina. Actualmente, los alumnos de la Escuela de Negocios de Harvard siguen estudiando sus estrategias para reflexionar sobre lo mejor y lo peor del capitalismo estadounidense. La delincuencia a tamaña escala requería la docilidad de los gobernantes. Cuando Chicago eligió un alcalde reformista en 1923, la mafia se mudó a Cícero, en Illinois, y forzó la llegada al gobierno de su lista de candidatos preferida. El día de las elecciones, la violencia alcanzó tal intensidad que desde Chicago llegaron a la carrera varios escuadrones de la policía, y en el tiroteo murió el hermano de Al. Cuatro años después, la organización de Capone apoyó a un político famoso por su propensión a dejarse corromper, que se hizo con la alcaldía de Chicago. No hay nada tan inseparable de la leyenda de Al Capone como las matanzas. Se dice que fue responsable de unos 200 cadáveres durante las guerras de bandas de Chicago. Sus chicos eliminaron a un ayudante del fiscal del distrito, y cuando la policía se llevó a Capone para interrogarlo, negó alegremente la acusación y hundió la reputación del funcionario. “Le pagué un montón de pasta…, y recibí lo que me correspondía”. Regresó a Brooklyn para planear el asesinato de su antiguo mentor y organizó la famosa masacre del día de San Valentín, en la que sus hombres ametrallaron a siete miembros de la banda de Bugs Moran. Todos sabían quién estaba detrás del crimen pero una y otra vez Capone se presentaba ante las autoridades con coartada y sin testigos dispuestos a declarar.
La principal contribución de Bair no consiste tanto en volver a contar las leyendas de Al Capone como en reconsiderarlas, en tamizarlas
Al final, la violencia y la corrupción pasaron de la raya. Humillaron a los líderes sociales y empresariales de Chicago; inquietaron a las bandas rivales, que intentaron matar a Capone, y horrorizaron al presidente Hoover, que desplegó todos los recursos del Gobierno federal para parar los pies a Capone. Al Departamento de Justicia se le ocurrió una original estrategia: presentar cargos contra los gánsteres por no pagar el impuesto sobre la renta. El Tribunal Supremo desechó de un plumazo la imaginativa defensa de los abogados de la mafia, según la cual declarar los ingresos ilegales violaba el derecho a no autoincriminarse que la Quinta Enmienda otorgaba a su cliente, y al cabo de nueve años de adueñarse del hampa de Chicago, Al Capone iba camino de Alcatraz. Trece años más tarde moría de la sífilis contraída en uno de sus burdeles, arruinado, demente y desamparado. En el centro de la leyenda se encuentra la personalidad de su protagonista. Capone vestía trajes bien confeccionados de color limón, lima y lavanda; regalaba montones de dinero y durante la Depresión abrió un comedor social que atendía a 3.000 personas al día. Después de todos los libros, artículos y películas, ¿qué más se puede añadir? La respuesta de Bair consiste en su inusual manera de llegar al tema. Los descendientes de Capone, que llevaban muchos años escondiéndose avergonzados, se pusieron en contacto con ella. Una le contó que en 1957 su primer trabajo le fue de maravilla hasta que su jefe descubrió que era sobrina nieta del mafioso y la despidió. Ahora, una nueva generación rememora historias del gánster como un hombre de familia que telefoneaba a diario a su madre y a su mujer (por este orden). En una época en la que los estadounidenses denigraban a los italianos llamándolos espagueti, los Capone se reunían en torno a la buena comida, la familia y el gran corazón del tío Al. Sin embargo ahí reside el problema, los parientes vivos son demasiado jóvenes para arrojar mucha luz sobre el criminal y su tiempo. Uno de los recuerdos relatados en el libro habla del “juramento”. Los miembros de la familia juraron sobre la Biblia no revelar un gran secreto. ¿Cuál? No lo sabemos. Ninguno de los entrevistados por la autora estaba en la habitación. La versión preferida de la familia es que el padre de alguno de ellos era hijo natural de Al, pero el ADN se obstina en contradecir el mito. La principal contribución de Bair no consiste tanto en volver a contar las leyendas de Capone como en reconsiderarlas. Tamiza con destreza las conocidas historias en busca de las medias verdades y la fantasía. Cuando no hay pruebas consistentes, sopesa las probabilidades. Por ejemplo, aquella ocasión en que Capone se enteró de que dos de sus matones estaban a punto de volverse contra él, ofreció un banquete y les aplastó el cráneo con un bate de béisbol, una escena con un memorable Robert de Niro en la película Los Intocables de Eliot Ness. ¿Sucedió realmente? Es poco probable, resuelve Bair. Capone escapó a la justicia porque, cuando una cabeza reventaba, siempre tenía la coartada perfecta. No hay manera de saberlo con seguridad, claro, pero la autora es una guía inteligente a través de la mitología de Capone. Bair empieza y termina su libro con una pregunta imposible de responder: ¿por qué el gánster conserva su fama casi un siglo después de su caída? Quizá porque su historia abarca los más potentes arquetipos norteamericanos: el ascenso del hijo del inmigrante, el bandido al estilo Robin Hood. Quizá porque la propia Ley Seca revela una ambivalencia estadounidense. La nación convirtió una compulsión puritana en ley para luego, embobada por el placer culpable de la ilegalidad, retorcerla en un carnaval de pecado. Como concluye la autora, Capone sigue seduciendo porque, al igual que Estados Unidos, contenía multitudes. © The New York Times Book Review