Camilo José Cela. Foto: José Aymá

Destino. Barcelona, 2016. 250 páginas, 19€

El libro que Camilo José Cela hijo ha escrito sobre Camilo José Cela padre (1916-2002), de cuyo nacimiento acaba de cumplirse el centenario, podría haber discurrido tanto por el cauce de la loa como por el del memorial de agravios. No lo hace por ninguno de ellos: por el contrario, el ya jubilado profesor Camilo José Cela Conde (Madrid, 1946) hace gala de un magnífico sentido de la distancia, de un encomiable control de las propias emociones y de un notable sentido del humor, amén de un envidiable don de la amenidad, para dar cuenta de un encargo editorial difícil: reescribir la semblanza de su padre que publicó en 1989, cuando éste acababa de recibir el premio Nobel.



La crónica social posterior a ese acontecimiento es sobradamente conocida y no precisamente grata de recordar para quien, como el hijo, vivió en primera persona las consecuencias de la ruptura del primer matrimonio del escritor y la consiguiente escisión de su círculo de amistades entre quienes lo conocían de antiguo y quienes se arrimaban apresuradamente a su sobrevenida gloria mundana. Un "hallazgo sorprendente", alega el hijo metido a biógrafo, aportaba un elemento de novedad a la nueva tentativa: la posibilidad de contrastar las impresiones publicadas en 1989 -y que, según se nos dice, contaron con el beneplácito paterno- con la amplia correspondencia privada cruzada entre el escritor y quien fue su mujer hasta poco antes de la concesión del Nobel, Rosario Conde (1914-2003). Los datos aportados por esas cartas -que, a juzgar por lo que se cita de ellas, tienen un altísimo interés documental y literario- permiten matizar la imagen entre hosca e histriónica que el escritor quiso dar de sí mismo y descubrir en él, no sólo su voluntad inquebrantable de triunfo, sino también los momentos de zozobra y debilidad, de duda incluso respecto a una vocación que parecía decidida con la publicación de la novela La familia de Pascual Duarte en 1942.



El éxito de esa novela no disipó del todo las incertidumbres. En aquellos años difíciles Cela ejerció diversos oficios, alguno no especialmente honroso -su hijo no elude la obligada referencia al periodo en el que el padre trabajó como censor para el régimen, por ejemplo- y otros rayanos en la picaresca. El escritor en ciernes supo rentabilizar, no obstante, su naciente prestigio y, tras alguna tentativa previa de buscar fortuna en las Américas, recibió del gobierno de Venezuela el encargo de escribir una novela sobre ese país, la que se titularía La Catira (1955), cuya generosa remuneración permitió a Cela dejar atrás los años de estrecheces en Madrid y llegar a ser, como él mismo dijo, el único autor español que vivía de la escritura.



En ningún momento obvia Cela Conde la ambición y el prurito de reconocimiento que siempre movieron a su padre, y que le llevaron incluso a planear cuidadosamente su elección como Académico de la Lengua o su candidatura al Nobel. Detrás de ese impulso esencial, no obstante, que otros biógrafos han esgrimido para ofrecer una imagen ciertamente antipática del escritor, Cela Conde reconoce siempre la capacidad de trabajo de quien dedicaba a la escritura hasta diez horas diarias y que, además de alumbrar una prodigiosa obra literaria, ejerció como editor, animador cultural -en su haber se cuenta la convocatoria de las muy influyentes Conversaciones Poéticas de Formentor en 1959- y responsable de la prestigiosa y longeva revista Papeles de Son Armadans, también vinculada a los fructíferos años que el autor pasó en Mallorca.



Constata Cela Conde que el escritor que fue su padre "ha quedado para mucha gente en el olvido", por lo mismo que otros lo recuerdan sólo por el poco airoso papel que le tocó interpretar entre 1989 y su muerte en 2002. Del espíritu cainita al que cabe imputar esta doble venganza póstuma no dice nada el autor. La elegancia es también una de las virtudes que adornan su oportuna semblanza.