Wislawa Szymborska

Traducción de Manel Bellmunt. Alfabia. Barcelona, 2014. 250 páginas, 16 euros

Antes y después de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1996, la poeta polaca Wislawa Szymborska (1923-2012) ejerció la crítica literaria en diversas publicaciones periódicas de su país. Llama la atención que el afamado premio no la liberase de esa tarea que, cuando es ejercida por escritores de declarada ambición creativa, casi siempre pasa por ser una mera servidumbre, asumida por razones puramente pecuniarias. Lo que no necesariamente implica, como fue el caso en Szymborska y otros muchos, que se ejerciera con desgana, o que no se pusiera en esos escritos de supervivencia una nota personal, así como, en este caso concreto, un poco de alegría y una loable ligereza, como traslucen los textos recopilados en Siempre lecturas obligatorias, el tercer tomo de prosas de esta autora publicado en España.



Y ello, sin obviar el carácter rutinario de un oficio que, en su versión más menesterosa, obliga a prestar la misma consideración a la reedición de un clásico que a un diccionario erudito o a una recopilación de anécdotas para un público popular. A primera vista, Szymborska no reservaba sus mejores energías para los primeros y se limitaba a faenas de aliño en los demás casos: a todos ellos dedicaba una misma actitud distanciada e irónica y una misma voluntad de desacralizar el acto de la lectura, así como una sana irreverencia que, en la grisura institucionalizada de la Polonia comunista, debía de resultar gratamente disonante.



La poeta, como se sabe, acató en sus inicios los postulados oficiales y firmó los correspondientes manifiestos; pero pronto abjuró de su inicial adhesión al "realismo socialista" y estableció contacto con la intelectualidad crítica en el exilio. No es que este creciente alejamiento de la cultura oficial se haga notar demasiado en sus textos periodísticos: si acaso, en alguno de los publicados antes de la caída del comunismo se traslucen los reparos de la autora hacia una sociedad que mostraba abiertamente su incivismo e incultura.



No obstante, sus invectivas contra "el troglodita de ciudad" -en una reseña de un libro biempensante sobre "las preocupaciones relacionadas con el crecimiento de las ciudades"- no dejaban de encajar en el estrecho margen que el estado comunista concedía a la crítica cívica y constructiva. Más abierta es la crítica cuando, caído ya el régimen y sustituido por la actual democracia nacional-católica, la autora se burla de todas esas personas que "dóciles en otro tiempo, afirman hoy, para sorpresa incluso de sus familiares más allegados, que no hicieron otra cosa que combatir el comunismo".



Pero no cabe entender estas magras referencias a la realidad como otras manifestaciones oblicuas de amargura. Lo que deja entrever el conjunto de estas reseñas es una luminosa biografía espiritual, en la que no faltaron a la poeta excelentes acompañantes: desde Laforgue y Valéry a Mickiewicz, pasando por Dickens, Horacio, Casanova y Goethe. En esa compañía, parece decirnos la autora desde su bien sostenido buen humor, no hay malos tiempos que valgan.