Charles John Huffam Dickens, 1858.

Charles John Huffam Dickens, 1858.

Letras

Las (muy contemporáneas) inquietudes de Dickens: de la corrección política al acceso a la vivienda digna

Gatopardo reúne algunos de los artículos periodísticos del escritor inglés en los que evidencia su preocupación por asuntos de rabiosa actualidad.

13 marzo, 2024 02:28

Periodista, antes que novelista, desde que, siendo apenas un adolescente, comenzó como reportero parlamentario, Charles Dickens dedicó gran parte de su vida a escribir artículos para la prensa. Considerado hoy como uno de los más importantes escritores ingleses, solo por detrás de Shakespeare tal vez, al autor de Oliver Twist y Grandes esperanzas pocas veces se le recuerda por su colosal labor periodística.

Y eso que, fundador y editor de varios semanarios, llegó a publicar más de 400 textos en los que experimentó con cualquier género, desde sátiras o melodramas hasta estampas costumbristas, ensayos u opinión. Fue precisamente su popularidad gracias a unos sketches, que firmó bajo el seudónimo de Boz, lo que transformó un encargo sobre aquellas historias cómicas en su primer libro, Los papeles póstumos del Club Pickwick.

“Sus inicios en la profesión fueron precoces. A la tierna edad de diecisiete años era reportero en el Doctor’s Commons (tribunales civiles). A los veinte, documentaba las sesiones parlamentarias de Westminster para el Mirror of Parliament y el True Sun. A los veintidós seguía en el Parlamento, ahora como cronista del Morning Chronicle”, relata la traductora Dolores Payás en Pasiones públicas, emociones privadas.

Editora, además, de este reivindicativo volumen que acaba de publicar Gatopardo, en esta selecta recopilación de escritos periodísticos nos muestra la cara menos conocida del escritor que nos hizo viajar al pasado, al presente y al futuro en Canción de Navidad.

Dividido en las dos partes que dan título a este libro, pasiones públicas y emociones privadas, estos 30 artículos apenas esbozan una mínima parte del trabajo periodístico que el autor desarrolló hasta el final de sus días, pero sirven como una pequeña y excelsa aproximación a algunas de las inquietudes del escritor, un Dickens con insomnio crónico, que se muestra pasional e imperfecto, divertido e ingenioso, infatigable en sus paseos y en sus escritos.

En defensa de las mujeres

También, ya lo sabemos por su literatura, compasivo y comprometido. Charles Dickens, dice Payás en Pasiones públicas, emociones privadas, era un hombre de acción. “A él debemos la primera defensa cerrada de los derechos de autor y el cobro de royalties, y fue quien abogó por crear una Asociación de Escritores que protegiera a los autores, en malas épocas o en su vejez, con una pensión básica de subsistencia. Eso por no hablar de los actos privados de filantropía, una constante en su vida”. Generoso, el escritor solía ayudar siempre que podía a amigos y familiares, pero también a desconocidos, huérfanos e indigentes.

En 1847 fundó, junto a la baronesa Angela Burdett-Coutts, el Urania Cottage, un albergue para mujeres, situado a las afueras de Londres, que hacía las veces de centro de rehabilitación. Con una capacidad de 13 residentes fijas, el propio Dickens se implicó totalmente en este proyecto. “Él mismo peinaba calles y cárceles en busca de candidatas y luego se encargaba de entrevistarlas. También supervisaba el contenido de las enseñanzas que se impartían en la casa. Y se encargaba de la logística: llevaba las cuentas, controlaba los horarios y la despensa”.

“Todas las mujeres acogidas serán tratadas con la mayor amabilidad y gentileza. Llevarán una vida activa, alegre y saludable, y aprenderán muchas cosas de provecho. Se mantendrán totalmente alejadas de quienes posean información sobre su pasado y su anterior oficio; de este modo les será posible iniciar una nueva vida partiendo de cero”, decía el panfleto que se repartió entre las potenciales candidatas. Se calcula que la mitad de aquellas mujeres que pasaron por allí, en total unas cien, lograron rehacer sus vidas.

Un hombre comprometido

No es ningún secreto a estas alturas que, como uno más de sus desamparados personajes, tras la detención de su padre por el impago de las deudas que había contraído, Dickens había tenido que empezar a trabajar a los 12 años en una fábrica de betún para calzado pegando etiquetas, con jornadas de diez horas diarias, por seis chelines semanales. 

Aquella experiencia le marcó ineludiblemente en su vida personal y en su obra literaria, pero también en su faceta más periodística, un aspecto que le llevó a mostrar su preocupación por los derechos de la clase obrera.

“Demandamos a la clase trabajadora que muestre firmeza y, por encima de todo, que no cese de reivindicar su derecho y el de sus hijos a disponer de todos los medios, vivienda, aire limpio, salud, agua, que la Providencia ha puesto al alcance la humanidad”, escribió en su célebre A los trabajadores.

Escrito a mediados del siglo XIX, este y otros artículos dialogan con el presente como si sus palabras dieran respuesta a algunos de los problemas actuales. Así, continúa, “es hora de que nuestros trabajadores planten cara a los políticos. Deben negarse a ser el arma arrojadiza utilizada por los partidos y sus diversas facciones, deben rehusar convertirse en la moneda de cambio que todos utilizan para sus propios fines”.

Pero más relevante aún resulta cuando recuerda la necesidad de un espacio propio y el acceso de todos a una vivienda digna: “Mientras el pueblo viva en cuchitriles pestilentes —afirma—, cualquier otro cambio está condenado al fracaso”. 

Contra la tiranía de la moral

Por entre las páginas de estos artículos vemos también al Dickens que pasea de día o de noche. “Para contemplar las calles de Londres en toda su gloria y esplendor —advierte—, hay que visitarlas en una noche negra y monótona de invierno. Una de esas noches en las que la humedad no es suficiente como para limpiar el pavimento”.

Y a un Dickens crítico con las grandes instituciones de su país, incluso cuando se trata de la estimada Monarquía británica. “El día en que los ingleses consigamos entender que la sonrisa de reyes y nobles no afecta para nada a nuestra existencia, y que podemos pasarnos muy bien sin tener que leer cincuenta veces al día sobre parterres y jardines palaciegos, sucederán dos cosas: la primera, que la magnificencia de todos estos personajes perderá algo de su lustre original; y la segunda, aún mejor, que habremos empezado a librarnos de otro rasgo insular”.

Defensor de la libertad y de los cuentos de hadas, escribe: “Cualquiera que se haya detenido a pensar un poco sobre el tema sabe bien que una nación sin fantasía, sin un poco de gusto por la magia, no puede, ni pudo, ni podrá jamás ostentar un lugar privilegiado bajo el sol”.

Casi dos siglos después, en una época en la que el debate literario se centra en la conveniencia o no de reescribir algunas obras por su contenido poco inclusivo e, incluso, ofensivo, como ocurrió recientemente con la de Roald Dahl, resuenan más que nunca las palabras de Dickens en Fraude en el mundo de las hadas, donde argumenta su oposición a la iniciativa del ilustrador George Cruikshank de cambiar algunos de estos cuentos.

“Nuestro estimado defensor de la moral ha decidido que Pulgarcito, Barba Azul, Blancanieves y otros miembros de la misma familia debían convertirse en vehículos propagadores de la Abstinencia Radical, el Libre Mercado, la Educación Popular y la Ley Seca”.

“Los grandes argumentos morales enarbolados por el señor Cruikshank para justificar los cambios que introduce en estos textos breves e inofensivos, no son más convincentes —argumenta— que los que nosotros utilizaríamos si nos diera por alterar sus mejores grabados. Y si su intervención sienta precedente, pronto acabaremos hartos de unas historias, antaño tradicionales, y ahora contaminadas por unos personajes modernos que se entrometen sin pedir permiso”. Toda una declaración de principios.