“Creo sinceramente que voy a abandonar la escritura del todo”, le confesó un desanimado H. P. Lovecraft a su amigo, el también escritor y editor, August W. Derleth el 13 de julio de 1931. A punto de cumplir los 41 años —moriría poco más de un lustro después—, la suerte no le sonreía al genio del terror. Aquel sería el año en el que el autor, tras una serie de rechazos y algunas opiniones veladamente negativas sobre sus relatos, empezaría a cuestionarse su talento.

Lovecraft, que venía de escribir El que susurra en la oscuridad, terminaría aquel año dos de sus títulos más emblemáticos, En las montañas de la locura y La sombra sobre Innsmouth. Sin embargo, nada de todo aquello le proporcionaría el reconocimiento que tanto anhelaba. “En toda su vida —cuenta el traductor y editor Javier Calvo— publicó una cincuentena de relatos en revistas marginales y sin prestigio que detestaba. Las cantidades que cobró por sus textos fueron siempre exiguas. Sus únicos apoyos estaban entre los amigos escritores a quienes él había ido introduciendo en su círculo literario, pero incluso estos terminaron por no entender su obra última. Jamás encontró un editor que quisiera publicarle un libro. Murió convencido de no haber escrito nunca nada digno”.

Calvo ha sido el encargado de editar y traducir el primer volumen de cartas de Lovecraft, Escribir contra los hombres, que la editorial Aristas Martínez acaba de publicar en un majestuoso volumen. Es él quien, año a año, en un exhaustivo recorrido que va desde 1919 hasta 1937, analiza las diferentes etapas que va atravesando el autor y el contexto de su correspondencia. De su mano, se abren las puertas al universo íntimo de Lovecraft.

Un niño sobreprotegido

La historia de Lovecraft es la de un hombre que, sobre todo, escribía cartas. Lo hacía a mano “con caligrafía rápida y fluida, pequeña pero legible”, describe en el prólogo Javier Calvo. El maestro del terror cósmico “solía cubrir ambos lados de la hoja de papel hasta los bordes, sin dejar ningún espacio sin usar”. Se calcula que, a lo largo de su corta vida, Lovecraft llegó a enviar unas 75.000 cartas, de las que hoy se conservan entre 3.500 y 10.000, con una extensión que a veces alcanzaba las 30, 40 o incluso 50 páginas. “Hay quien ha tenido la amabilidad de decir que mis epístolas demuestran cierta originalidad dentro de los confines de la tradición del siglo XVIII”, afirmó el propio autor en una de ellas. Hoy, hay pocos casos comparables a este inmenso corpus epistolar.

Portada de 'Escribir contra los hombres', recopilación de cartas de H. P. Lovecraft (ed. Aristas Martínez) Aristas Martínez

Nacido en Providence en 1890, Howard Phillips Lovecraft había tenido una infancia bastante marginal. Sobreprotegido en exceso por su madre, que le educó en casa junto a su abuelo y sus tías, su padre, que permanecía ingresado en un centro psiquiátrico desde que en 1893 había sufrido una crisis de nervios, murió cuando el escritor tenía apenas nueve años. Marcado por aquella tragedia y por el aislamiento, lejos del alcance de otros niños, escribiría años después: “El espacio, las ciudades extrañas, los paisajes inauditos, los monstruos desconocidos, las ceremonias abominables, la hermosura oriental y egipcia y los misterios indefinibles de la vida, la muerte y el tormento han sido para mí lugares comunes de todos los días —o mejor dicho, de todas las noches— ya desde antes de cumplir los seis años”.

Niño prodigio, en sus años de juventud se convirtió en una persona excéntrica que solía vestir chaqueta negra, chaleco y pantalones de raya gris, cuello alto y corbatín negro. Huraño e introvertido, se aisló voluntariamente de la vida social y hasta cumplir los 30 se sentía fuera de lugar en todas partes. “Sufría migrañas, mareos y ‘problemas nerviosos’ que le impedían hacer cosas normales como por ejemplo trabajar. Vivía parcialmente postrado”, comparte Calvo.

Un solitario de libro

No sería hasta 1918, cuando empezó a trabajar revisando textos de otros escritores, cuando el autor rompió en parte con este ostracismo. Algo que se verá aumentado en años posteriores, tras la muerte de su madre en 1919, y muy especialmente durante su etapa en Nueva York, donde vivió desde 1924 hasta 1927, junto a su primera y única mujer, Sonia H. Green, de la que se separó en 1926. Allí, su vida social se disparó como nunca antes hasta el punto de que llegó a peligrar su producción literaria. “Hace un mes descubrí que estaba desperdiciando la mitad de mi tiempo en hacer el zángano de forma nada provechosa con diversos miembros de nuestro grupo local, que se dedicaban a visitarse continuamente entre sí, hasta llegar un momento en que la panda entera se estaba reuniendo casi a diario —confesó—. Mi trabajo se resintió gravemente, pero por fin he pasado página y he adoptado una política de retiro racional, que estoy acatando con firmeza espartana”.

No obstante, Lovecraft siempre fue en esencia un ser solitario: “No necesito realmente compañía intelectual, salvo en lo tocante a la correspondencia, ya que mi ideal es ser un espectador absolutamente pasivo y no implicado en la marcha de una existencia sin sentido —contaba en otra carta enviada en 1927—. (…) Por tanto, no siento necesidad alguna de contactos externos, ya me los dan los libros, y juzgo mi entorno por su efecto pictórico general. Nací y me crié en el tipo concreto de ciudad antigua; con un tipo concreto de campanarios y portales antiguos a mi alrededor; con un tipo concreto de caras y voces pululando por el escenario; con un tipo concreto de casas situadas en un tipo concreto de vecindarios donde yo vivía; con ciertos libros en los estantes y ciertas actitudes adustas y conservadoras de Nueva Inglaterra en materia social, moral y política que flotaban en las conversaciones del ambiente”.

Quizás, parte de esas actitudes que describe fueran la razón de que el escritor terminara por volverse un supremacista blanco. Tampoco hay que tener demasiado en cuenta, en este aspecto, a quien llegó a confesar que no podría tomarse a la humanidad en serio “ni aunque quisiera”. “El hecho de limitar la perspectiva de uno a las cosas humanas, y a contemplar el universo sólo con los ojos de la humanidad, me resulta lamentablemente absurdo”, precisó en una ocasión.

Relatos extraños, macabros y fantásticos

Con un particular sentido del humor, a veces tosco, pero sin duda inteligente, en mayo de 1923, y después de publicar varios de sus relatos en diferentes cabeceras, Lovecraft se dirigió a Edwin Baird, editor de la revista pulp Weird Tales, en estos términos: “Habida cuenta de que tengo el hábito de escribir relatos extraños, macabros y fantásticos para mi propio solaz, me he visto considerablemente atosigado de forma simultánea por casi una docena de bienintencionados amigos para que me decidiera a enviar unos cuantos de estos cuentos góticos a su recién fundada publicación”.

Si el relato —añadía poco después— no se puede imprimir tal como se escribió, hasta la última coma y punto y coma, entonces debe aceptarse con elegancia el rechazo. Los cortes introducidos por terceras personas seguramente sean la razón de que ningún autor americano vivo tenga un estilo prosístico genuino”.

La carta, casi a pesar del propio Lovecraft, daría sus frutos e iniciaría una colaboración que terminaría por convertirse en las más larga y estable que tendría el escritor a lo largo de su vida. Calvo señala 1931 como el año en que la fe del escritor en sí mismo se volatilizó. Comenzaron entonces los rechazos, algo que en sus propias palabras, terminó por afectarle psicológicamente, socavando aún más la inestable confianza en su escritura. “Cuando examino últimamente mis relatos, los encuentro llenos de torpezas y tosquedades, sobre todo en términos de estilo —escribió ese mismo año—. Hay demasiados recursos retóricos estereotipados y fraseos trillados, y la acusación de que se explica todo demasiado es completamente cierta”.

Rechazos continuos y bloqueo literario

A aquellos primeros rechazos siguieron otros que se fueron acumulando, hasta el punto de que Lovecraft se llegó a plantear dejar la escritura o, al menos, dejar de enviar sus textos. “De momento no creo que vaya a enviar material nuevo a ninguna parte, porque la presión constante de los requerimientos arbitrarios, más el efecto psicológico de los rechazos continuos, me deja absolutamente bloqueado en lo tocante a la creación”, escribió en febrero de 1932.

Una idea sobre la que volvería poco después, en marzo de ese mismo año, cuando compartía con Derleth: “Los rechazos repetidos ejercen cierto efecto —racional o no— sobre mi psicología, y ese efecto se traduce en cierto bloqueo literario que me impide por completo continuar con la composición narrativa, por mucho que me esfuerce (…). Por desgracia mi equilibrio nervioso siempre ha tenido una naturaleza más bien vacilante, y ahora se encuentra en una de sus fases maltrechas, aunque dudo de que la situación presagie una cuasicrisis nerviosa como las de 1898, 1900, 1906, 1908, 1912 y 1919”.

Parecía que entonces Lovecraft se había olvidado ya de sus propias palabras, cuando, animando a un joven escritor, le señaló: “La incapacidad para escribir a todas horas es algo que comparte usted con casi todos los escritores (a excepción hecha de los mercenarios) bajo el sol; y en el caso de este humilde servidor, puedo dar fe de muchos días en blanco en los que tengo ideas en la cabeza y una pluma y papel delante; y durante esos días me veo obligado a dedicarme a otra cosa y esperar a que el Destino tenga la amabilidad de propiciarme un intervalo de creatividad”.

Consejos para escribir según Lovecraft

Entre esas otras cosas a las que poder dedicarse, además de sus continuos encargos como autor fantasma, estaba, cómo no, la de redactar cartas. La escritura en general había salvado al autor de la más profunda desesperación, aunque fuera la causante, muchas veces, de aquel mal casi endémico. Sea como sea, entre las misivas reunidas en este primer volumen, son constantes, además, sus escritos a jóvenes literatos, a los que apadrinó y aconsejó a lo largo de los años incombustiblemente. “Escribe sobre extrañas fantasías y visiones de prodigios y esplendores; sobre acantilados abruptos que esconden a extraños dragones y sobre castillos solitarios a los que evitan acercarse tanto campesinos como viajeros, pese a los perfumes de las fuentes de sus patios”, le decía a Frank Belknap Long, en junio de 1922.

Menos idealista se mostraba diez años después, basándose probablemente en su propia experiencia, cuando sentenciaba que “un aspirante a escritor debe pensar en LITERATURA, NO EN DINERO, y asegurarse de disponer de suficientes actividades alternativas como para poder pagarse la ropa, el alquiler y la comida. No ha de pensar nunca en la escritura como fuente de ingresos”.

No en vano, apenas un año después, Lovecraft tuvo que mudarse con su tía Annie debido a su precaria situación económica. Entonces le escribía a una futura escritora: “Pese a todo, no se moleste en absoluto en escribir narrativa extraña a menos que sienta usted una inclinación genuina en este sentido. Es el material que más cuesta vender profesionalmente, y el círculo de quienes lo disfrutan y lo aprecian de verdad siempre es deprimentemente pequeño. La única razón de que yo la escriba es que básicamente no lo puedo evitar; lo extraño y lo fantástico me han fascinado más que nada en el mundo”.

Autor de historias como El modelo de Pickman, El color que cayó del cielo o El horror de Dunwich, Lovecraft pasó los últimos meses de su vida con una fuerte agonía de dolores y malestares. Fue ingresado en un hospital de Providence a finales de febrero de 1937. Murió el 15 de marzo de cáncer intestinal. “Así pues, para mí las únicas sensaciones poderosas en la vida son el asombro, la fascinación y el terror ante lo desconocido —había afirmado mucho tiempo atrás en una de sus cartas—. Mi territorio es ese ámbito en penumbra donde la noche se adueña de los mundos, y donde las cosas que sabemos se ven eclipsadas por la infinidad de las que no podemos conocer, salvo en sueños”.

Los embriones literarios de Lovecraft

Además de entregarse a su extensa correspondencia, el maestro del terror y la ciencia ficción anotó durante años, entre 1919 y 1934, algunas ideas que le servirían después de génesis para su obra narrativa en un cuaderno de notas, el famoso Commonplace Book de Lovecraft. “Últimamente, por cierto —le escribió a uno de sus destinatarios de estas cartas, Rheinhart Kleiner, en enero de 1920—,  he estado recopilando ideas e imágenes para usarlas posteriormente en relatos. Por primera vez en mi vida, estoy llevando un ‘cuaderno de notas’; si es que se puede aplicar dicho término a un repositorio de pensamientos grotescos y fantasiosos”.

Publicado también recientemente por Periférica, con traducción de Juan Andrés García Román y Carmen Ibáñez Berganza, este pequeño libro está compuesto de ideas, imágenes y citas que el escritor apresaba entre sus páginas. “Solamente —describe él mismo— unas pocas son, de hecho, tramas desarrolladas; la mayor parte consiste en meras sugerencias o en impresiones arbitrarias destinadas a mantener en activo la memoria o la imaginación”.

Ideas, bocetos, como cuando anotaba: “Un día perdido de invierno. Quedarse dormido. Veinte años después. Dormirse en una silla una noche de verano. Falso amanecer. Paisaje y sensaciones antiguas. Frío. Personas de antes hoy muertas. Horror. ¿Congelación?” O: “Los habitantes de Zinge, sobre los que cada noche sale la estrella Canopus, están siempre contentos, libres de aflicción”. O, simplemente: “Perro vampiro”.  

Considerado hoy como un gran innovador del género de terror, hasta el punto de ser el autor de una mitología propia que integraría en los Mitos de Cthulhu, su nombre, sin duda, pasó a formar parte como uno de los indiscutibles del género y de la ciencia ficción. “No hay otro terreno fuera de lo extraño para el que yo tenga aptitud ni inclinaciones narrativas. La vida —dijo en una ocasión— nunca me ha interesado tanto como el hecho de escaparme de la vida”.