Visitar todos los cielos. Aleixandre. Cartas a Gregorio Prieto (1924-1981)Vicente Aleixandre

Edición de Víctor Fernández. Fundación Banco Santander, 2020. 181 páginas, 10 € Ebook: 2,99 €

“Entre las cartas [de Aleixandre] que han visto la luz… no encontramos la intensidad que se aprecia en las destinadas a Prieto”. Resulta significativa la salvedad que hace Víctor Fernández, editor de este epistolario –publicado en la Colección Obra Fundamental de la Fundación Banco Santander–, a propósito de su especificidad de tono en relación a otros ya publicados del mismo autor. Más allá del hecho general de que los epistolarios constituyen un excelente medio para conocer de primera mano toda clase de detalles sobre la biografía y desempeño social e intelectual de sus autores, podemos afirmar que en el caso de Vicente Aleixandre (1898-1984), sus cartas no sólo son fuente de valiosas noticias, sino también el instrumento esencial por el que este poeta de constitución enfermiza, que pasaba largos periodos de su vida recluido en su casa madrileña o en su retiro en la sierra, cuando no confinado en su lecho de enfermo, compartió su circunscrita intimidad con sus amigos y dio rienda suelta a su afectividad expansiva y generosa, que se manifestó de muchas formas y se extendió a varias generaciones de poetas y artistas.

Es muy de lamentar, desde luego, que una parte sustanciosa de ese legado documental no se haya publicado aún; y que, por ello, muchas de las cartas que envió y que sí se han hecho públicas hayan de leerse ahora sin la correspondiente respuesta, posiblemente conservada en esos fondos hoy inaccesibles. Es el caso de las setenta y seis que se conservan en el Archivo Gregorio Prieto y que el poeta dirigió al pintor manchego: conforman, como también indica su editor, un “diálogo incompleto”, por cuanto no podemos leer las que Prieto (1897-1992) escribió a su amigo, aunque sí podamos imaginar, dado el talante empático con el que Aleixandre se dirige a su corresponsal, frecuentemente haciéndose eco de sus palabras, qué clase de confidencias, e incluso qué tipo de sobreentendidos, incluían también las del pintor.

A pesar, en efecto, de que el poeta era un año más joven que su corresponsal, sus cartas dan la impresión de que es Aleixandre quien aconseja y orienta a un amigo inexperto. Lo hace, desde luego, mediante esa excelsa civilidad que el lector de cualquiera de sus otros epistolarios ya publicados reconoce de inmediato, y a través de la cual el poeta intercambia con su interlocutor toda esa información factual que hoy nos resulta tremendamente valiosa: desde su interés, frecuentemente defraudado, por el cine, a las idas y venidas de los amigos comunes, pasando por los desmentidos de alguna que otra indiscreción que pudiera haber herido la susceptibilidad del receptor, así como la puntual celebración de sus logros artísticos. Del mismo modo, el poeta informará al pintor de la génesis de sus libros, le enviará poemas, comentará su desazón ante los sinsabores de los procesos de edición e incluso confesará carecer “del sentido de saber agitar [la propia] obra en el mundillo o tingladillo subsiguiente a la escritura”, lo que no deja de sorprender en un escritor que prácticamente no tuvo otra proyección social o profesional que la relacionada con la literatura.

La de Aleixandre y Prieto fue mucho más que una "larga amistad", al menos en lo que respecta a la comunicación escrita

De lo que no cabe duda, desde luego, es de que Aleixandre, a pesar de que en estas cartas apenas se extiende en cuestiones gremiales, compartía una clara conciencia de grupo con sus coetáneos –en una de estas cartas afirma que es el “tono” lo que diferencia la poesía de todos ellos de la que se hacía años atrás– y daba pasos firmes en el reconocimiento de la originalidad y novedad de su propia obra, a la que en 1929 no duda en describir como “casi surrealista”, refiriéndose a su libro en ciernes Pasión de la Tierra, y como “suprarrealista” –adaptando el flagrante galicismo a la morfología hispánica– en 1933, cuando pasaba a limpio Espadas como labios. Curiosamente, en una carta de 1927 aplaudía a su interlocutor por huir “de enfangarte en ese limo transitorio del superrealismo”, después de previamente denostar, entendemos que haciéndose eco de impresiones del pintor, “eso de los algodones manchados de pus, esas lombrices y esos sexos arrugados y podridos”.

No era asco del sexo precisamente lo que Aleixandre pretendía transmitir en estas cartas. En una muy sorprendente y significativa, fechada el 25/26 de octubre de 1928, el poeta protesta contra lo que parece una apelación del pintor al celibato en aras de la creatividad: “¿Es que crees que sólo la virginidad puede guardarte para el arte?”, le espeta. Es el comienzo de una serie de cartas, que se prolongará a lo largo de los dos años siguientes, en las que el poeta parece explorar el ánimo de su interlocutor para lograr establecer con él un tipo de comunicación más franca y abierta, de la que no estuviese excluida la expresión de las inclinaciones homoeróticas de ambos, y que hay que poner en relación, dentro del imaginario aleixandrino, con esa especie de pansexualidad exaltada y ambigua que su poesía empezaría a reflejar en torno a esas fechas.

En los primeros tanteos, el poeta hace profesión ante el pintor de un ardoroso neopaganismo: “Viva la desnudez y la pudorosa impudicia de los cuerpos encendidos”, proclama en la carta ya mencionada; para, en abril de 1929, exaltar en Prieto “ese pagano amor a la belleza que llevas en tus venas” y proclamar su propia “esperanza” de que el hasta entonces timorato amigo encuentre, en su inminente viaje a Roma, “un gran amor, un verdadero amor que te revele el secreto de la pasión intelectual y carnal”. No cabe duda de a qué clase de amor se refiere el poeta; y más cuando, semanas más tarde, reprocha amablemente al amigo que lo incite a explayarse sin que, al parecer –y cómo podríamos comprobarlo, al no poder leer las cartas del pintor–, el otro suelte prenda. No se engaña Aleixandre respecto al componente social de esa actitud reprimida: “Estoy seguro –afirma– de que llegará un día de libertad, de máxima libertad (…). Lo que hoy no está más que apenas tolerado, y mal, será el día de mañana cosa corriente”.

No era asco del sexo precisamente lo que Aleixandre pretendía transmitir en estas cartas a Gregorio Prieto

El poeta consiguió de su interlocutor esa máxima confianza que le exigía: en sucesivas cartas, Prieto le revelará –el poeta se hace eco de ello– incluso la identidad de sus amantes y las circunstancias concretas de las relaciones que mantiene con ellos. Sabemos que, desde su forzado sedentarismo e incluso desde la “dualidad” en sus gustos amorosos que le confiesa a su confidente, Aleixandre supo construirse también su particular “paraíso cerrado”. De nada de esto hablarían, por supuesto, poeta y pintor en las parcas cartas que cruzaron en la posguerra. Eran otros tiempos, con otros protagonistas y una sociabilidad decididamente cambiada. Tras leer algunas de las ardorosas cartas no fechadas que el poeta debió de enviar a su amigo en los años más intensos de la relación entre ambos, casi nos sonreímos al constatar que la que cronológicamente cierra esta correspondencia enumere los muchos achaques, ya de vejez, que aquejaban al siempre enfermizo Aleixandre y acabe con una educada mención a la “larga amistad” entre ambos. Fue algo más, mucho más, al menos en lo que respecta a la comunicación escrita. Que, en un poeta –y en un pintor tan “literario” como Prieto– es, al fin y al cabo, lo que importa.

[25/26 de octubre de 1928]

Querido Gregorio:

Tu carta me llega, este diálogo apretado no puede interrumpirse y te escribo en seguida. ¿Adónde? Me parece deducir de tu carta que ya no puedo escribirte a París; la retendré entonces y tú me dirás.

Sí, magnífico Gregorio, me encanta tu carta, como la anterior. ¿De dónde has sacado ese juego avidísimo, esa alma que te arde en la garganta, en el pecho, ese todo tu ser? Al verte como se te ve cuando se te conoce, alegre, reidor, no se adivina la cantidad de pasión que es capaz de quemarse en ti, de encenderte.

Ese volcán lo eres tú, ese fuego es tuyo. Uno se queda pasmado y da alegría, créelo, ver que hay almas como la tuya capaces de esa enajenación, de ese amor, de ese privilegiado frenesí.

En todo lo que me dices tienes razón. Me ha interesado especialmente la parte que dedicas a tus dudas. Pero no tienes razón en dudar. Crees que quizás, cuando tu amor sea realidad vivida, tu alma se te escapará toda por ahí y nada quedará para el amor del arte, para los hijos de la inteligencia. ¿Por qué concibes con amor en la vida a Leonardo, a Miguel Ángel, etc., y no crees posible que la virtualidad de tu espíritu se conserve después de la experiencia? ¿Es que crees que solo la virginidad puede guardarte para el arte? Yo no lo creo así. Me da miedo todo. Pero, créeme, me figuro que una virginidad llevada a la madurez se hace caduca y estéril, se hace seca, desempañada, agobiadora. ¡Qué atormentada vida la del que no ha podido vivir! Sí, durante la juventud, prolongar la virginidad es delicioso, es llevar en la mano un futuro; pero hay que saberla entregar a tiempo para que no se seque como una flor malograda, para que no sea «lo malogrado», lo incumplido, lo fracasado. ¡Qué tristísimas, quizás qué hermosas obras de arte pueden hacerse con ese sentimiento de fracaso vital, pero qué amarga la vida sobre la que acaba fatalmente pesando el sentimiento de lo incumplido! Y tú que llevas contigo el ansia, el deseo, el amor palpitando en los labios, en el alma y en el cuerpo, tú, cuya carne enlazada al alma la veo temblando de dicha prevista, de gozo y de locura, sentirías de pronto (¿cuándo?) a los cuarenta, a los cincuenta o a los sesenta años ese terrible amargor del que de pronto se da cuenta de que el futuro se ha hecho pasado, sin haber sido presente nunca. Y todos los preciosos, entrevistos sueños, que eran dulces de evocar mientras traían en sus entrañas la promesa vaga de un futuro posible, se tornarán negros, cenicientos, hostiles, amarguísimos e ingratos en cuanto se sientan ya como lastre, como rencor para lo que ya no puede ser sin haber sido. ¿No te das cuenta de la desesperación que tiene que llenar el alma entonces?

Tú ahora sientes ese futuro, lo ves como esa mágica mariposa que te hace avanzar, correr en busca de su forma, quizás con el deseo de no atraparla nunca para seguir con su ilusión vecina. Pero no hay más remedio: un día, el más bello, el más claro, el maduro y fértil, hay que cogerla, hacerla nuestra, besar su polvillo inmaculado. Es la ilusión palpitándonos entre las manos. No importa, luego ya vendrán más mariposas, más vida, más plenitud y más deseo, porque las almas ricas siempre desean, siempre están enriqueciéndose y siempre ambicionando. Y ay de ellas el día en que se declarasen satisfechas. Esto no puede ser nunca. Esto te lo digo para animarte a ti, para animarme a mí al amor. Hay que amar, hay que vivir. Nuestras almas están hechas para el amor, no cabe duda. Yo de mí sé decirte que en este momento me siento resuelto a amar, a su martirio y su delirio.

Hay que dejar correr —tú lo dices— esas aguas puras, para que no dejen de serlo. Cumple tu destino, Gregorio, cúmplelo, tú que estás hecho para el amor hasta las puntas de tus cabellos. Si no hay más que oírte: palpitas, vibras como una lira al paso del viento. Me parece estar viendo un cuerpo tendido y tú como adorándolo, recorriéndolo con tus labios vírgenes, deteniéndote en su más recóndito calor, enardeciéndolo. ¿No lo deseas? Veo el brillo de tus ojos ante su forma, veo tu ebriedad al sentir palpitar la carne bajo esa caricia, al sentirla erguirse, ver aquel pecho, aquel vientre, aquellos muslos temblar, encenderse, hacerse casi de luz bajo tu roce dulce y apasionado. Besarlo todo, como dices, desde su más inteligente sentir hasta su más secreto fuego, hacerlo tuyo palmo a palmo, sintiéndolo creciente bajo tu paso. ¿Qué te parece? Y fundirte con él como uno solo, engendrando el amor, la poesía vital, la muerte en vida, la unión en que algo de Dios parece descender a los dos seres, algo que los saca de ellos para hacerlos vivir en el otro. Tú esto lo sientes, te veo, eres magnífico, como hay que ser, como se debe ser. Como tenemos el deber de ser.

Porque llegará un momento, como tú casi dices, en que algo de esto sea nuestro deber, nuestro hermoso, pleno, fatalísimo deber. ¿No te aprestas a cumplirlo con una alegría que llega a los cielos?

He recibido las fotos. Todo me gusta, pero especialmente las tres últimas obras me hacen polvo, me trituran, me matan de belleza. ¡Qué tú eres! ¡Cómo te reconozco, el mismo, el mismo de tus cartas, y cómo veo lo legítimo, lo selecto, lo difícil y alto de un arte que el amor define por entero! Ya te digo que todo lo comprendo, pero las tres obras de amor, esas tres en que existen los seres como abstracción apasionada, arquetípica y casi metafísica, me han tenido pensativo y sensitivo ante su penetrante e intensa belleza. En esas dos en que ellos están dulcemente en una entregados y en otra en cruz de formas y de sombras, el secreto misterio del arte crea una atmósfera de hechizo o magia que hace que uno se sienta dominado, enamorado, rendido. A mí me han hecho polvo. Creo que esto te explicará mi impresión. (Ya te diré más cosas de palabra, aunque creo que no podría decirte más porque nada te dirá tanto como esto.)

Y viva el arte, la belleza y el amor. ¿Te sientes avergonzado? No me digas eso. Yo no. Viva la desnudez y la pudorosa impudicia de los cuerpos encendidos, prestos para el amor. ¿Es eso digno de vergüenza? Yo no lo siento así. El cuerpo como una brasa, erguido y tembloroso, tiene la castidad, la otra, la de la adecuación al fin para el que fue creado: para amarse y ser amado. Si fuera una vergüenza, tú no tendrías esas llamas en las pupilas que dicen el calor con que sabes besar las formas más duras hasta hacerlas de bronce, de bronce que pide amor. ¡Besos! Son la ley de la vida y lo santo de ella. ¿Lo crees? Lo crees, sí, porque eres un hombre que siente y vibra. Adiós, un gran abrazo, fuerte, mío.

Vicente

En cuanto estés en Madrid espero me llames.

Escrita esta carta, recibo ahora tu postal y veo que estás en Madrid. ¡Qué alegría! Sí, nos vamos a ver en seguida. Te mando esta carta larga como tú me pedías. Y te espero, sí, te espero el sábado por la tarde, a las seis y media, en casa, como antes. Hoy es jueves por la noche y esta te llegará el viernes o el sábado por la mañana lo más tarde. El sábado no saldré de casa aguardándote. Tráete cosas que enseñarme, muchas, y ven con libertad y alegría.

Si el sábado no puedes, dímelo por teléfono porque yo no saldré por la tarde ese día esperándote. Pero yo espero que podrás arreglarlo y vendrás, ¿verdad? ¿Estás contento con esta carta que te mando? ¿Es lo que tú pedías?

Adiós, un abrazo, de

Vicente