William Gay

Traducción de Javier Lucini. Dirty Works. Madrid, 2019. 320 páginas. 26 €

Por más que la etiqueta de “sureña” traiga causa de una de las grandes tradiciones de la narrativa estadounidense, no debe olvidarse que en paralelo a su desarrollo (esto es, a su comercialización) se fue cimentando todo un corpus de clichés más propios de la literatura popular. Al fin y al cabo, su estética bebe profusamente del folclore de los territorios donde se suceden sus historias, de la dureza del entorno, de la particular idiosincrasia de sus habitantes. Es precisamente en el equilibrio entre la ética y la estética donde este tipo de literatura encuentra su brillo, pero es también justo ahí donde se la juega: ya sabemos que el abuso de ciertos lugares comunes con la no suficiente distancia irónica puede convertir en caricaturesco a la más imponente de las hazañas.

Cuenta la leyenda que una vez vivida la edad dorada de esta literatura (representada por papá Faulkner y mamá O'Connor), la búsqueda de un nuevo título “sureño” válido que no supiera a exploitation se convirtió para muchos en toda una odisea. Había ganas de revitalizar el género, como había conseguido Clint Eastwood, por ejemplo, con el western en el cine. Larry Brown abrió la veda, pero me atrevería a decir que fue la publicación en 1999 de El hogar eterno, de William Gay (Hohenwald, Tennessee,1941-2012), la que vino de algún modo a colmar todas las expectativas posibles. La novela no solo pasó con nota el test de la autenticidad, sino que consiguió aunar el aplauso de crítica y público.

En esta espléndida novela, gay demuestra una capacidad inusitada para narrar, para dibujar escenas intensas, para hipnotizarnos con su prosa

Veinte años después de ver la luz, El hogar eterno se traduce (brillantemente) por primera vez en España, quizás a remolque de la tortuosa adaptación cinematográfica realizada por James Franco en 2015, que permanece aún sin estrenar. Nos permite así este retraso disfrutar, sin excesivas contaminaciones publicitarias, de la espléndida historia que Gay se marcó en esta su primera novela, donde demuestra una capacidad inusitada para narrar, para dibujar escenas intensas, para hipnotizarnos en definitiva con la más eficiente de las prosas, gracias a un estilo limpio (salpicado en ocasiones con algún que otro ramalazo poético, lo que pienso ha llevado a algunos a compararlo, para mi gusto sin mucho tino, con Cormac McCarthy), que, curiosamente, lo aleja de los grandes maestros de lo sureño para acercarlo a otros escritores norteamericanos (ajenos a la literatura sureña per se), que vivieron su talento en segunda fila, pero que son hoy reivindicados como narradores de primer orden. Me parece que hay mucho del John Williams de Butcher's Crossing (1960) en esta novela (en ambas se pasa, desde luego, el mismo frío); hay también, en ese minucioso retrato del joven aturdido, algo del Don Carpenter de Dura la lluvia que cae (1966); y la magna trilogía western de Oakley Hall (Warlock, 1958; Bad Lands, 1978; y Apaches, 1986) se me ha hecho presente en más de una ocasión. Gracias a estos otros referentes (no directos, ni siquiera inspiracionales, tan solo útiles a los efectos de establecer una comparativa de narrativas), El hogar eterno se convierte en una novela que trasciende su propia estética, pues sus virtudes recaen casi exclusivamente en el maravilloso pulso que William Gay tiene como narrador.

Decir que una obra literaria es de lo más cinematográfica cuando ya ha sido adaptada a la gran pantalla puede sonar a perogrullo, pero lo cierto es que esa es una de sus grandes virtudes. Cada escena de El hogar eterno se visualiza a la perfección, sin que por ello se vea mermada su condición estrictamente literaria. No debe olvidarse que la historia que aquí se narra transcurre en un pequeño poblado sureño a mediados de la década de los 40 del pasado siglo, por lo que el tiempo y el lugar que describe resulta de lo más corpóreo y amenazador. No sabe bien uno cómo lo consigue, pero William Gay demuestra tener la extraña habilidad de pegarte a cada una de sus páginas, de dejarte clavado al término de cada escena. Quizás tenga que ver con el encuentro de una calavera, con la presencia de un misterioso ermitaño (qué gran personaje es William Tell Oliver), con la construcción de un honky tonk… con el hecho de que El hogar eterno sea una magnífica novela, una narración canónica, toda una experiencia lectora.

@FranGMatute