Image: Maldad líquida

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Letras

Maldad líquida

Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis

25 enero, 2019 01:00

Zygmunt Bauman. Foto: Universidad de Leeds

Traducción de Albino Santos. Paidós. Barcelona, 2019. 240 páginas. 17,95 €. Ebook: 9,99 €

En los últimos años de su prolífica trayectoria intelectual, el prestigioso sociólogo Zygmunt Bauman (Poznan, 1925-Leeds, 2017) solió recurrir a la publicación de sus diálogos con diferentes interlocutores como modo eficaz de divulgar su pensamiento. Uno de esos diálogos fue el que sostuvo con el filósofo y político lituano Leonidas Donskis (1962-2016), que dio lugar al libro Ceguera moral. Éste que ahora se edita en castellano, original de 2016, puede considerarse una secuela de aquel primer encuentro con Donskis. Es un texto que abunda en la cuestión de la "adiaforía" o pérdida de sensibilidad moral en la sociedad contemporánea, escruta sus causas, analizando los procesos de individuación generados por el capitalismo tardío, y extiende este enfoque a gran cantidad de temas, desde las distopías de Orwell y Huxley hasta el cine actual, la literatura, el impacto de las nuevas tecnologías en nuestras conductas, la precarización del trabajo o las crisis económicas de las últimas décadas.

Pero, sobre todo, al remontarse a los fundamentos de esta adiaforía, en el libro destaca ya desde el propio título un motivo teórico más de fondo en la obra de Bauman, índice de la dimensión filosófica de su trabajo. Se trata del problema del mal. En ese sentido, este coloquio conecta con uno de los primeros escritos que cimentó su fama de crítico incisivo del mundo actual: Modernidad y Holocausto. Bauman indagaba ahí cómo había sido posible que la promesa ilustrada de una civilización más libre y evolucionada hubiese acabado desembocando en el horror de Auschwitz. Tras dos guerras mundiales, aquel sueño de la razón moderna parecía liquidado. ¿Era ella misma la culpable? ¿O había que suponer la existencia insondable del mal? ¿Cómo habían podido conjugarse modernidad y barbarie?

Bauman abunda aquí en la pérdida de sensibilidad moral en la sociedad contemporánea, en sus causas y consecuencias

Bauman no podía obviar esta encrucijada. Testigo directo de las convulsiones del siglo XX, interpretó estos fenómenos como muestras de las ambivalencias de la modernidad: sin el despliegue de una racionalidad técnica típicamente moderna, sin la despersonalización y la neutralización ética propias de sus procesos burocráticos, no habría sido posible una máquina de exterminio así.

Esta aguda consciencia del lado siniestro de lo moderno, común a otros pensadores que vivieron de cerca el Holocausto, pesa en la mirada de Bauman. Aun así, tampoco ha querido nunca desertar del todo de sus posibilidades emancipatorias. De ahí su resistencia a caracterizar el mundo que ha venido después como "posmoderno". Las tensiones de lo moderno siguen estando en juego y, por ello, todavía cabe reconducir su dinámica negativa. Eso es lo que estaba presente en la acuñación del concepto que le consagró, el de "modernidad líquida".

Según Bauman, la primera modernidad rompió con la rigidez de las autoridades y lealtades tradicionales; pero lo hizo para dejar sitio a principios más consistentes, con instituciones y lazos sociales estables, que dieran solidez a la vida. El mismo poder panóptico, centralizador, funcionaba como mecanismo de cohesión. La inflexión neoliberal habría acabado con todo eso. Una economía orientada a la pura obtención de beneficios ha ido desregulando los mercados y sustrayendo a los Estados su capacidad para intervenir frente a los poderes económicos globales. La cultura de la flexibilidad laboral dispone al individuo a vivir sin ataduras, de manera que ese estilo de vida se traslada al plano de las relaciones interpersonales en una sociedad cada vez más individualista, sin horizonte social compartido.

El libro es un aviso ante los riesgos y distorsiones que padece una sociedad de consumidores más que de ciudadanos
Desde aquel primer diagnóstico de su libro Modernidad líquida (2000), la visión de Bauman se fue haciendo más pesimista, por agravamiento de los síntomas de liquidez de nuestras sociedades. Esto es lo que aquí examina, junto a Donskis, en términos de "maldad líquida": la emergencia de un poder aparentemente descentralizado, que simula no gobernar nuestras vidas cuando en realidad las somete a lógica implacable del consumo. Para los autores, esta modalidad es más amenazadora que otras manifestaciones históricas del mal, precisamente porque se presenta dispersa y apenas visible. El poder blando de este demonio donjuanesco seduce a los individuos con la idea de que ejercen su libertad ahí donde se limitan a responder a los automatismos de la ley de la oferta y la demanda. No los controla directamente: son los propios sujetos quienes, entregados a un exhibicionismo permanente, avisan al Gran Hermano de sus gustos personales, con sus dispositivos móviles convertidos en eternos vigilantes panópticos en miniatura. Gerentes de sí mismos en el inagotable expositor de mercancías de la sociedad-red, asumen que han de ser atractivos, ingeniosos, flexibles e ir de buen rollo. Si por casualidad alguno siente una incómoda sensación al quedar expuesto, debe hacérselo mirar, pues lo que dicta el signo de los tiempos es proclamar que se vive a tope en un mundo feliz. Y es que este mal difuso hace recaer la culpa en los individuos. Así, promoviendo la búsqueda de soluciones individuales a problemas generados socialmente, reintroduce aquel estado de guerra de todos contra todos que la política prometió conjurar.

Este análisis de los mecanismos de interiorización de una crisis del sistema en términos de fracaso personal es uno de los elementos más vibrantes del libro. A su compás se desgranan otros aspectos del mal de nuestro tiempo: terrorismo, patologías sociales, contradicciones del paradigma de la austeridad, nacionalismos y tentaciones de retorno al pasado. Pero si hay una fórmula que lo condense todo es la de aquel eslogan de campaña empleado por Margaret Thatcher: "No hay alternativa". Bauman ve en este pensamiento la clave tanto de la anterior deriva totalitaria de las utopías modernas como de la actual violencia terrorista y los extremismos reaccionarios: respuestas desmesuradas ante la sensación de falta de salida.

El problema es que su propia lectura del presente resulta tan descorazonadora que parece provocar una parálisis derrotista similar a la que denuncia. Bauman modera entonces el tono de su filosofía negativa de la Historia, recuerda que de la modernidad heredamos también valores defendibles y aboga por rescatar con ellos una opción de cambio. ¿No es acaso nuestra mayor sensibilidad ante ciertas injusticias lo que hace que nos resulten tan impactantes y nos indignen tanto, justamente porque ya no estamos dispuestos a dar ni un paso atrás?

Leído en esta clave, su texto tiene un efecto crítico saludable. Es un esclarececedor aviso ante los riesgos y distorsiones que está provocando la intensificación de ciertas dinámicas en una sociedad de consumidores más que de ciudadanos. Pero no está de más reconocer que en la liquidez también hay conquistas democráticas frente a esencialismos del pasado.