Pablo García Baena. Foto: Jesús Domínguez

El poeta Joaquín Pérez Azaústre recuerda al maestro corbobés: "Estar con Pablo no era solamente otear el fondo fastuoso y exacto de su obra, sino asistir a un banquete que ofrecía en la mesa amplia toda la gran poesía", escribe.

Una vez hablé por teléfono con Pablo García Baena desde el monte Parnaso. Concretamente, a sus pies, desde un hotelito con una regular conexión a Internet: no por el hotelito, sino por la poca cobertura en la zona, porque la corpulencia de piedra caliza era demasiado rotunda para la conversación por Skype, que se interrumpió unas treinta veces. En septiembre de 2013, la petición de El Cultural de hacerle una entrevista no me había cogido en Córdoba, nuestra ciudad común, ni en Málaga, nuestra ciudad amiga, sino en Delfos, el santuario soñado, con ese cinturón sobre la altura con su vuelo de imágenes, bajo el monte Parnaso. Lo cuento por varias razones. En primer lugar, porque en aquella conversación accidentada nos reímos mucho. Quiero decir que lo pasamos estupendamente. Y echo mano ahora de ese recuerdo porque Pablo ha sido siempre un festivo partidario de la alegría de vivir. Y su palabra se transmutaba en eso, en esa plenitud. Pablo tenía la edad de su interlocutor. La adoptaba. Por eso se entendía tan bien con los jóvenes, con los niños. Con cualquiera. Tenía esa empatía que era cordialidad honda, no el mero artificio de la cortesía. Él abría las puertas elegantes de su simpatía y adaptaba la estancia de su voz a tu comodidad. Por eso reía siempre y te hacía reír, con esa picardía y esa finura juanramoniana que aparecía en el guiño, en la media sonrisa que decía y en el gesto que nunca se orillaba hacia una sombra amarga. Estar con Pablo no era solamente otear el fondo fastuoso y exacto de su obra, sino asistir a un banquete que ofrecía en la mesa amplia toda la gran poesía: San Juan de la Cruz y Juan Ramón, Cernuda, Lorca y las novelas de Gabriel Miró. Eso, para empezar.



Sabía que debía su resurrección poética, o su primer nacimiento real, al estudio entusiasta de Guillermo Carnero y la pasión poética y vital de Luis Antonio de Villena. De alguna manera, Cántico había dejado de ser un oasis perdido en el océano arenoso de la posguerra y se había convertido en un jardín cada vez menos secreto, veneciano a su manera, que enlazaba a la Generación del 27 con el grupo del 70: Gimferrer, Colinas, los propios Villena y Carnero... El manantial invisible había ganado músculo de agua en aquellos muchachos de apenas veinte años que habían descubierto una filiación directa.



El titular de la entrevista fue: "No hay que dejar atrás el sonido de las palabras". Es algo que puede aplicarse a cualquier poética, pero que en la suya toca una divinidad de esplendor claro, de capas subterráneas luminosas que rodean el poema, cielo y tierra de la realidad. La carnalidad del barroco en el lenguaje y la imaginería de la Semana Santa, el lujo y la emoción mediterránea habitaban en él, eran su cuerpo y su respiración del poema necesario, que aparecía cuando algo se le revelaba, aunque pasaran años desde el último. El equilibrio total entre la sobria joyería poética y la emoción íntima y existencial en el cuerpo verbal estaba en él, tan puro como su sentido del humor. Cuando le expliqué desde dónde le estaba llamando, y tras recordar su extraordinario poema Delfos, me respondió: "Cómo quieres que no haya interferencias, con todos esos poetas haciéndose oír". Ahora sus poemas son también la voz de su recuerdo. Porque exactamente así me sentía yo al llegar a su casa, antes de remontar las escaleras: al pie del monte que me abría las puertas de la sabiduría y el amor a la vida en la poesía.



@jperezazaustre