Image: El recuerdo de mi padre

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Letras

El recuerdo de mi padre

12 enero, 2018 01:00

Richard Ford con sus padres, Parker y Edna, hacia 1951

Vivir es ver partir. El padre de Richard Ford, Parker, murió en sus brazos en 1960. Edna, su madre, le sobrevivió 21 años y tras su muerte el novelista le rindió homenaje en una suerte de memorias que recupera en Entre ellos (Anagrama), en donde ahora también retrata al padre prematuramente muerto, sabiendo que adentrarse en el pasado es "un asunto delicado". El Cultural publica en exclusiva sus primeras páginas.

Su cara grande, carnosa y maleable era muy dada a sonreír. Su primera cara era siempre la sonriente. El largo labio irlandés. Los ojos azules transparentes..., mis ojos. Mi madre debió de notarlo cuando le conoció, dondequieraque fuera. En Hot Springs o en Little Rock, un poco antes de 1928. Reparó en ello y le gustó. Un hombre al que le gustaba ser feliz. Ella nunca había sido exactamente feliz, solo lo había sido de forma inexacta con las monjas del St. Anne's, en Fort Smith, donde su madre la había metido para quitársela de en medio. Para ser feliz, sin embargo, había que pagar un precio. [...]

Mi padre no proyectaba una imagen de "fuerza", ni siquiera de joven. Más bien proyectaba una forma de ser amable, bisoña, una propensión a que lo subestimaran. A que lo engañaran. Salvo en el caso de mi madre. Mi memoria me dice que era proclive a no sobresalir cuando estaba en grupo, y sin embargo se inclinaba hacia delante cuando hablaba, como si estuviera a punto de oír algo que tenía que conocer. Estaba su tamaño considerable, su sonrisa cálida, indecisa. Una mujer a la que le gustara mi padre -mi madre- podría tomar eso como timidez, como una fragilidad con la que una esposa podía arreglárselas. Él, probablemente, no disfrazaba las cosas ni a sí mismo: no era un hombre tan entendido en todo como para que una mujer no pudiera ocuparse de él. Estaba también el terrible mal genio, no tanto iracundia cuanto estallido y arrebato, a causa de frustraciones por las cosas que no podía hacer, no había hecho todo lo bien que debía o no sabía hacer: insatisfacciones íntimas, posiblemente como las que habían llevado a su joven padre a sentarse en el escalón del porche una noche de luna del verano de 1916, después de haber perdido la granja por culpa de unas malas inversiones y, desesperado, quitarse la vida con veneno. El genio de mi padre no era de ese tipo. Su ternura, su carácter luminoso y esperanzado, y su indefinición eran lo opuesto a eso, y le permitían una abertura hacia una vida que mi madre podía vislumbrar y casar con el sonido de su nombre: Edna.

Cuando mi madre conoció a mi padre tenía diecisiete años, y él seguramente unos veinticuatro. Era el "hombre de las frutas y verduras" en la Clarence Saunders de Hot Springs, donde mi madre vivía con sus padres. La Clarence Saunders era una pequeña cadena de tiendas de comestibles que hoy ya no existe. Conservo una fotografía de mi padre rodeado de grandes cestos y expositores de madera rebosantes de cebollas, patatas, zanahorias, manzanas. Es una tienda con el aire de antaño. Lleva un mandil blanco con peto y mira fijamente y con una leve sonrisa a la cámara. Lleva el pelo negro bien peinado. Es bastante guapo, y parece competente y espabilado, un joven en camino hacia algo mejor: una carrera, no un mero empleo. Son los años veinte. Ha venido a la ciudad desde el campo con todas sus virtudes campesinas. ¿Estaba nervioso en esa fotografía? ¿Entusiasmado? ¿Tenía miedo a fracasar? Es muy posible que cuando le sacaron esta fotografía ya hubiera conocido a mi madre y se hubiera enamorado. [...]

Ser a un tiempo hijo tardío y único es un lujo, con independencia de cualquier otra consideración, pues ambas cosas te invitan a conjeturar a solas sobre el tiempo que fue antes: esa etapa larga de la vida de tus padres en la que no tuviste parte. Me fascina pensar en ese sesgo que podría haber tomado su vida en caso de que se me hubiera privado de la existencia: un divorcio, una muerte prematura, el desafecto. Pero también una mayor unión, una mayor intimidad, un "estar juntos" que escapara a a toda clasificación. Tengo la certeza de que tenían todo eso. Querían tenerme; pero no me necesitaban. Juntos -aunque quizá solo juntos- formaban un todo.

Seguían en la carretera. La vida continuaba como antes; de los años treinta pasaron a los años cuarenta. Poseían poco: algo de mobiliario, ropa, no tenían coche. Mi padre ganó en tamaño, perdió más pelo, fumaba demasiado, siguió siendo excelente en su trabajo de viajante. Viajaban a Kansas City a reuniones de ventas. Iban a menudo a Nueva Orleans, y llegaron a pensar que podía ser un lugar donde vivir. Daba la impresión de lugar abierto. Mi padre no añoraba Atkins [su pueblo natal], aunque se las arreglaba para visitar a su madre cuando estaba cerca. Iba de caza con sus primos, adoraba a sus sobrinas y sobrinos. Su figura ganó en importancia en la familia. Edna, mi madre, acabó gustándoles a todos -si no del todo, al menos de la misma forma en que les gustaban ciertos aspectos sorprendentes de sí mismos-, salvo a su madre. Era demasiado guapa y animada e irreverente como para que no la aceptaran a medias. Lo que se hacía era evitar ciertos temas. No era difícil. Mi padre la amaba, que era lo que importaba. [...]

Un viernes por la noche llegó a casa como de costumbre. Siempre parecía que venía de Louisiana. Hubo el habitual regocijo en nuestra casa nueva. Muchas luces encendidas. Algunas copas en la cocina, y risas, y sus bromas al repasar las incidencias de la semana. Mi madre hizo ternera Strogonoff -un plato nuevo-. No había nada fuera de lo normal. Yo veía Rawhide en la televisión. Ellos se metieron en su cuarto y cerraron la puerta. En un momento dado él se fue a su dormitorio y yo me quedé viendo la televisión hasta medianoche. A las seis de la mañana me despertó la voz de mi madre pronunciando el nombre de mi padre: "Carroll". Era como ella lo llamaba.

-Despierta. Carroll. Despierta. ¿Qué pasa? Despierta. -Y luego mucho más alto: ¡Despierta!

Me levanté de la cama en pijama, salí al vestíbulo y fui hasta la puerta contigua, que era la del cuarto de mi padre. Mi madre, junto a su cama, se inclinaba sobre él. Mi padre, acostado, pugnaba por atraer el aire a sus pulmones. Tenía los ojos cerrados. No se movía; solo la agitación del jadeo. Estaba -tenía la piel- gris.

-¡Despierta! -decía mi madre con insistencia, aunque con un sentido diferente. Carroll, despierta.

Le sujetó por los hombros, acercó la cara a la suya y lo sacudió. Pero él no se movió.

-Richard, ¿qué le pasa? -dijo mi madre.

Se volvió hacia mí. Estaba a punto de gritar y le estaba entrando el pánico. Le iba a dar algo. Era el 20 de febrero de 1960, cuatro días después de mi cumpleaños.

No sé si respondí "No lo sé" a su pregunta. Pero fui hacia ellos, me subí a la cama, cogí a mi padre por los hombros y le sacudí con fuerza. No con toda mi fuerza, pero con mucha fuerza. Lo llamé, "Papá", varias veces. Él inspiró hondo, y luego exhaló el aire bruscamente, de forma que los labios le aletearon como si intentara respirar (aunque creo que estaba ya muerto). Le así la cara con las dos manos y la levanté hacia mí, y con los pulgares le abrí a la fuerza la boca floja y carnosa y le separé los dientes, y puse mi boca sobre la suya y le insuflé aire dentro, en el interior de la boca y de la garganta y (esperaba) del pecho. No sabía cómo hacerlo, ni si era lo que debía hacerse.