Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) es físico en excedencia y hace tiempo que descubrió que todo es poesía, sus novelas y ensayos incluidos. En el año 2000 acuña el término "Poesía Postpoética" -que investiga las conexiones entre el arte y las ciencias-, cuya propuesta ha quedado reflejada en los poemarios Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus (2001, 2012), Creta Lateral Travelling (2004, Premio Cafè Món), Joan Fontaine Odisea (2005), Carne de píxel (2008, Premio Ciudad de Burgos de Poesía) y Antibiótico (2012).



A punto de publicar Ya nadie se llamará como yo + Poesía reunida (1998-2012) (Seix Barral), esto es, su último poemario y su poesía completa, Fernández Mallo defiende la mirada como el secreto susceptible de generar versos, pues todo material, "del más humilde al más excelente puede hacer brotar una imagen nueva". Este volumen reúne el nuevo poemario de Agustín Fernández Mallo, Ya nadie se llamará como yo, el más íntimo y narrativo, de tintes biográficos y geografía cercana, y recoge íntegra y revisada toda su poesía anterior. Un libro fundamental para conocer una voz personalísima que ha renovado el panorama de la poesía española. Conocido por su exploración de nuevos lenguajes poéticos, Agustín Fernández Mallo sorprende en su nuevo poemario con una atmósfera más desnuda de experimentación e idéntico afán de aprendizaje, precedido de un magnífico frontispicio del poeta Antonio Gamoneda. Su poesía completa, ampliamente reconocida con varios galardones, viene acompañada de un prólogo de Pablo García Casado, invita a un viaje por la geografía insólita de lo cotidiano.



A continuación, una selección de nuevos poemas que el propio Agustín Fernández Mallo ha realizado para El Cultural:




Detectan su fin, van haciéndose transparentes los cuerpos,

ves cómo se funden con el paisaje -ves a través de ellos el paisaje-.

Es paradójico porque más que nunca la carne reivindica

en esos momentos su porqué



-una flecha se clava en el aire y se hace aire y luego telón y cae y levanta

un polvo sin propietario-.



Ya nadie se llamará como yo,

me dijo.




Me gustaría bañarme en mi propia saliva para evitar

todo contacto con aquello que no soy, sin embargo

oigo dos ruidos. Que levante la mano quien no haya pasado

horas mirando cómo por un hilo un charco

desagua en otro charco. Sobre una guía telefónica,

que llena de números muertos da mucha pena,

descansan pocillos de café, platos mal apilados, pareciera

que en cualquier momento quisiera convertirse en un fregadero.

O el trigo y el arroz: nunca han sido del bosque los alimentos

que han salvado a los humanos.

Pelo una manzana

hasta unas lágrimas sólidas que hay en su corazón. Las como.

Los ejes chirrían.

Cada vez que oyes un ruido, hay un eje. Cada vez

que oyes dos ruidos, una conversación.

Nadie habla solo.

El tic-tac de la lluvia está pensado para numerar el mundo,

mejor dicho, es el vivo retrato del mundo pero en abstracto.

El agua de la bañera está desnuda

-el mar es otra cosa, no consigo

responder esta pregunta: ¿beben agua los peces?, ¿tienen sed?,

¿son sus agallas el aro roto

de un recién circuncidado?-

Oigo dos ruidos.

Sale el sol, imprime el mundo en papel continuo,

por eso no te enteras. El hombre del tiempo estará

agujereando las nubes, te pido que aceleres, me gustaría

llegar a la desembocadura del valle antes de que la noche

nos agujeree a nosotros. Hablamos

de la arbitrariedad de las constelaciones, de trazar otras líneas

entre esos sedimentos del big bang y los neumáticos del coche.

Con las yemas de los dedos amplío y reduzco el tamaño

de tu rostro en la pantalla, también una vez vi a un panadero amasar una mezcla de cereal y agua.

Manifiéstate.

Siempre estaba viajando, siempre solo. En un maletín,

como un dique desprendido, acosado por las olas

aguardaba nuestro futuro.

Nos traía chucherías de los aeropuertos. Es ahora -oigo dos ruidos,

oigo tantos ruidos-

cuando por primera vez viajamos juntos.

Eres utópico porque no tienes

un lugar asignado.




A la luz blanca le brotan colores para anunciarnos

que se va al recreo, al lavabo, de vacaciones,

pero va de compras

-la luz compra el mundo, siempre ha querido comprar el mundo, ocuparlo todo

es su misión, nunca ha descansado y nunca descansará, incluso los agujeros

negros se hallan saturados de luz, auténticas multinacionales de la luz-,

pero aquí, ahora mismo, es noche cerrada

y la de las estrellas no satisface lo anteriormente dicho

-mucho menos la de la luna: llega con la suciedad

de lo adquirido en segunda mano-.

El páramo se curva más que el ojo, así que

es inmenso, el viento husmea en el frío un boquete de salida.

Algo brilla entre unos matorrales, me agacho,

una tarjeta de crédito.



La había perdido años atrás, las espinas de los cardos

perforan la banda magnética, roedores han limado

la media luna de sus dientes en la fecha de caducidad, un manto

de liquen cubre los dígitos de control y mis apellidos,

no mi nombre,

me dejan huérfano.

En seguida recuerdo:

mi primera cuenta corriente, Caixa Galicia,

un amigo había dicho "así me ayudas a que me prorroguen el contrato,

después la olvidas y ya está."

La meto en el bolsillo -un acto reflejo-.

Al instante la dejo donde estaba.



NOTA: Entonces sentí algo muy raro, como si todos los signos se quedaran sin referente, como si decir liquen, matorrales, roedores, tarjeta de crédito o contrato fuera nombrar objetos sin vida nuestra, sólo vida de ellos, muy adentro de ellos, opaca a mis manos como es opaco el Universo más allá del horizonte de sucesos, los alimentos más allá de la fecha que los caduca de veras, o el sistema nervioso de esta lagartija que ante mis ojos se tumba sobre la banda magnética y espera la salida de un sol que no cubre el mundo sino que lo atraviesa. Me siento en un tronco, espero con ella. Imagino que años más tarde alguien dice acerca de mí: "tras adentrarse en las montañas del Norte para nunca más ser visto..." FIN DE LA NOTA