Ian Fleming

Recordamos, en los cincuenta años de su muerte, al célebre creador de James Bond, uno de los personajes de ficción más rentables de todos los tiempos.

Cuando Ian Fleming (Londres, 1908 - Canterbury, 1964) escribió Casino Royale, la primera entrega sobre Bond, James Bond, el mundo estaba partido en dos. Corría el año 1952 y al escritor (él mismo, durante un tiempo, agente secreto al servicio de la Royal Navy) le empezó a recorrer la idea de inventarse un espía que fuese a la vez descarado y duro, irreverente y hedonista, y que tuviera, antes de nada, cierta tendencia a meterse en líos (algunos de lo más rocambolescos) y acabar siempre, por muy sucio que tuviera el traje, con la dama más exuberante de la fiesta.



No había sido la vida de Fleming, hasta entonces, la de un novelista al uso. De hecho es más que posible que, a lo largo de su juventud, no se le pasara por la mente la idea de escribir nada parecido a una ficción. El joven Ian estudió en Gran Bretaña y después decidió viajar; se embarcó en un crucero vital de años por Europa, peripecia a la que ayudó, como sustento vital, un trabajo en la agencia de noticias Reuters. En los primeros compases de los años treinta, se pudo foguear en un continente que se preparaba para el advenimiento de Hitler, primero, y de una guerra (otra), después, que sacudiría al mundo. Así que cuando estalló el conflicto alguien reparó en la experiencia de nuestro escritor, que fue puesto al cargo de un grupo de asesores de la inteligencia británica.



Terminado aquel trance, Fleming regresó al periodismo (The Sunday Times) y después, por fin, se estableció en Jamaica, adquirió una casa llamada Goldeneye y, entre el humo de su sempiterno cigarro, escribió una historia acerca de un agente secreto que se movía con insolencia por ese mundo agitado y que, tras cada nueva hazaña, conseguía huir en el coche más rápido, dejar la escena hecha un asco y como huella, tras de sí, el arrobamiento de un par de jóvenes enamoradas. En esa novela (y en todas las que vendrían después) se esforzó Fleming por crear un marco perfecto, entre la ensoñación y la mentira, y todo bien surtido con detalles de un universo violento, procaz y perfectamente ambiguo: el ya por siempre reconocible universo de los agentes secretos.



James... Secretan



El escritor en su casa de Jamaica, donde "nació" Bond



Lo primero que hizo Fleming, ya instalado frente a su máquina de escribir, fue darle un nombre a su criatura; pero no el que todos tenemos en mente, sino otro -digamos- mucho menos espectacular. Porque en 2013 aparecieron unos borradores que desvelaron que la famosa presentación del agente podría haber quedado así: "Me llamo Secretan... James Secretan". Ese primer nombre quiso ser, por extraño que parezca, un homenaje a cierto filósofo suizo del siglo XIX. Así escribió su primera novela, si bien cambió de opinión (por suerte) justo antes de entregar el manuscrito. Tiró de algo, o de alguien que tenía muy a mano, y rebautizó a su protagonista con el nombre de un ornitólogo al que conocía. Ese ornitólogo, ya lo habrán imaginado, se llamaba James Bond y cedería su nombre a una de las creaciones literarias más rentables de todos los tiempos.



Entregó Fleming, así pues, el manuscrito de Casino Royale en 1952, y un año después salió a la venta el libro. El resultado fue un éxito inmediato. A ese le siguieron títulos como Diamantes para la eternidad (1956), Desde Rusia con amor (1957), Doctor No (1958), Goldfinder (1959), Thunderball (1961) o El hombre de la pistola de oro (1965), ya este último con el escritor muerto. Pero muerto Fleming, el mito continuó (y continúa) absolutamente vivo. Un sinfín de historias autorizadas, o apócrifas prolongan la ya de por sí eterna vida del carismático agente británico, cuyas apariciones, desde entonces, se cuentan por decenas, tanto por escrito como en la gran pantalla. Las últimas y taquilleras versiones cinematográficas, protagonizadas por Daniel Craig, dan fe de la vigencia de un personaje que mantiene intactas sus obscenas ambiciones materiales, y que resiste, también, con esa extraña habilidad para solucionar lo irresoluble en el último y agónico momento. Ahí sigue Bond, todavía, pese al reconocible olor a viejo de ese universo tan pulcramente descrito por Fleming, y ahí sigue la fórmula de su éxito literario, a partes iguales una mezcla de thriller negro, novela de espionaje y aventuras.





Sean Connery en Dr. No (1962), la primera adaptación de la obra de Fleming



Se cumplen cincuenta años de la muerte de Fleming, y la lista de las revisitaciones a su obra es, a día de hoy, tan larga como heterogénea. Con el cadáver aún caliente del novelista inglés (habían pasado tan solo cuatro años desde su muerte), Kingsley Amis firmó, tras el seudónimo de Robert Markham, una secuela titulada Colonel Sun. Años después, en 1973, John Pearson escribió una biografía autorizada de 007 que ahondaba, hasta donde podía, en el universo psicológico del personaje. A esta le seguiría la saga de John Gardner, que publicó nada menos que dieciséis títulos entre 1981 y 1996. Y Raymond Benson escribió, entre 1997 y 2002, tres cuentos y seis novelas. Charlie Higson, por su parte, se aprovechó del culto pop al agente, e inventó la serie El Joven Bond, de la que ya van siete libros y dos cómics. En esa línea, Kate Westbrook (pseudónimo de Samantha Weinberg) creó en 2005 Los diarios de Moneypenny, en los que toma la voz casi la última que nos quedaba por escuchar: la secretaria del agente Bond, según dicen inspirada en la misma señora que trabajó durante años para el escritor londinense.



Sebastian Faulks volvió a reanimar el mito en 2006, con motivo del centenario del autor, y publicó La esencia del mal, que se desarrolla durante la guerra fría como una continuación de la póstuma El hombre de la pistola de oro. Y en Carta Blanca, el escritor estadounidense Jeffery Deaver fantaseó con un Bond que luchaba en Afganistán y vivía, en primera persona, los atentados del 11-S. Por último, en 2013, William Boyd publicó la que hasta ahora es la última entrega sobre el popular agente secreto. Con el sencillo título de Solo, la obra arranca en plena celebración de los cuarenta cinco años de un personaje que, o mucho cambian las cosas, o amenaza con continuar vivo por lo menos unos cuantos siglos más.