Jonathan Lethem. Foto: Jordi Soteras

Jonathan Lethem echa mano de su historia familiar para radiografiar cómo surgieron y han evolucionado los movimientos antisistema en Estados Unidos en Los Jardines de la Disidencia

Lleva tatuado el bote de espray con el que los protagonistas de Ubik, la sin duda más perfecta obra de Philip K. Dick, rociaban el mundo para devolverlo al presente y evitar quedar atrapados en el pasado. Curiosamente, sus novelas son una especie de máquina del tiempo que devuelve a sus protagonistas al lugar en el que todo empezó. No importa que sea un detective que tiene que vérselas con animales antropomórficos (como ocurre en Gun, with Occasional Music, su primera novela) o un chaval de barrio (Brooklyn, siempre Brooklyn) que una vez tuvo un anillo que lo convertía en superhéroe (La fortaleza de la soledad). Aunque admite que sus novelas tienen mucho de autobiográficas, nunca como hasta ahora, nunca como en Los Jardines de la Disidencia (Random House), había Jonathan Lethem revuelto el baúl de recuerdos (el baúl de fotografías y, por qué no, el baúl de octavillas) familiar para construir una historia que es a la vez La Historia, con mayúsculas, de la contracultura norteamericana, de todo movimiento vinculado con el pueblo (vinculado con el comunismo) surgido en el país que nunca quiso hablar de comunismo.



Porque como dice el padre de Miriam, el padre espía que se trasladó a la Alemania del Este para apoyar al Partido, "quienes trabajábamos en el partido estadounidense sentíamos el influjo de un individualismo seductor, no tan distinto de una droga o una enfermedad... o quizá, del fervor religioso mesiánico". Dos mundos, el de la ingenua y pretendida igualdad, y el del individualismo feroz, que conviven en una sociedad que empieza a tener cierta Historias, con mayúsculas, a sus espaldas, por mucho que trate de huir de ella. Dos mundos representados por un personaje enorme, entrañable y brutalmente contradictorio, el de la propia abuela del escritor, trasunto de Rose Zimmer, la mujer que luchaba por el pueblo mientras deseaba ser estrechada por Los Grandes Hombres del Momento, o, en su defecto, casarse con biografías en diversos tomos de Abraham Lincoln. La mujer que martirizó a su hija (Miriam) presumiblemente por su bien y que lideró un desvío contracultural familiar cuya llama brilla aún hoy. "Fue esa mujer misteriosa, mi abuela, quien me llevó a escribir esta novela", admite Lethem.



-¿Era tan poderosamente magnética como Rose?

-Era una mujer muy contradictoria, incomprensible. Siempre tuve la sensación de que estaba tratando de decirme algo que yo era incapaz de comprender. Hurgar en su pasado me obligó a abrir toda una serie de puertas y de repente me encontré reconstruyendo la historia del siglo XX. Puede que fuese eso lo que estuviese tratando de decirme. Que algún día volvería sobre todo ello para tratar de entenderlo y luchar contra la amnesia histórica de mi país.



El comunismo tiene mucho que ver con el optimismo y la ingenuidad norteamericanos"

-¿Padece América algo así? ¿Amnesia histórica?

-Sí. En muchos sentidos, esta novela es el negativo de la fotografía que hizo mi anterior novela, Chronic City. Los personajes protagonistas de aquella novela vivían esa amnesia, sin pasado ni presente, no sintiéndose responsables de nada de lo que ocurría ni de lo que había ocurrido y en complicidad con lo no real. En el fondo era una novela muy política, pero nadie la vio así. En este caso es más evidente porque los personajes ocupan su lugar en la historia y su papel está claro. Pero se toman tan en serio a sí mismos que acaban resultando tan absurdos como los protagonistas de Chronic City. Digamos que ambos mundos se complementan y tratan de evidenciar la ausencia de memoria histórica de mi país.



-¿Quiere eso decir que pretenden ignorar que existió el comunismo en Estados Unidos? ¿Que familias como la suya lo apoyaron desde el principio?

-Para las familias es algo así como una vergüenza. Algo que trata de ignorarse y de lo que nunca se habla. Yo crecí en una comuna, como el hijo de Miriam, y sabía que mi familia había sido comunista, pero esa palabra estaba prohibida. Y creo que lo sigue estando. Para muchas familias es algo que hay que tratar de esconder, porque es como humillante. Pero si lo piensas, el comunismo tiene mucho que ver con el optimismo norteamericano y con la ingeniudad norteamericana.



-¿En qué sentido?

-Que por un lado somos una nación que lucha por la igualdad, de forma decididamente ingenua, que todo el tiempo está hablando de que debemos ser iguales, pero que por otro lado lo único que predica, lo único que en práctica funciona, es el individualismo.



-La novela es, en muchos sentidos, una radiografía de los movimientos antisistema norteamericanos que llega hasta el presente, hasta el movimiento Ocupa Wall Street, y la sensación es la de que los chicos que hoy forman parte de ese movimiento, provienen incluso de familias que en su momento fueron comunistas, ¿es así?

-Es así. Esos chicos están haciendo algo que sus padres y sus abuelos ya hicieron antes. Se están organizando y están tratando de buscar una alternativa al mundo que tenemos y eso está bien. Quiero decir, está bien que existan, porque el mundo necesita líderes, y creo que el relevo generacional en ese sentido es positivo. Es normal que en un país que empieza a tener Historia, empiecen a reinventarse conceptos, que los movimientos los formen el mismo tipo de personas con el mismo objetivo, pero que sean distintas, y se les llame de forma distinta. Mi novela es también en ese sentido un llamamiento a esa necesidad de organización, a ese dejarse guiar por quien no forma parte del sistema, por quien lo critica, porque el problema de memoria, la amnesia histórica de Estados Unidos es muy peligrosa.



Mi Dios ha sido la cultura, ha sido mi familia, han sido los libros"


-Rosa es pues la pionera de todo eso.

-Lo es. Y lo es porque, en el fondo, está tratando de encontrar su lugar en el mundo. Ocurre algo en la novela que tiene que ver con la adolescencia de Rose, con un momento en la mesa en el que Rose se declara, delante de su padre, que es profundamente religioso, atea. Y es la primera persona en su familia que lo hace. Y no se da cuenta que al hacerlo, está cometiendo un doble asesinato. Está matando a Dios, y está matando a su padre. Y a partir de ahí, se pasa el resto de su vida buscando un sustituto a ese Dios. Y lo encuentra en el comunismo. Marx es su Dios sustituto. Y también lo es Stalin. Pero no tardan en decepcionarla. Así es como llega a Lincoln y Roosevelt, y el alcalde de la ciudad de Nueva York en esa época. Todos hombres fuertes, duros, que han nacido para ser líderes, y que contradicen su pasión por las masas, su pretendida lucha de clases.



-¿Algo así es un peso para sus descendientes?

-En absoluto. Es todo lo contrario. Yo soy un ateo de tercera generación y como tal no he tenido que preocuparme jamás por llenar un vacío. No me siento culpable por no creer porque lo normal en mi familia es ya no creer. Mi Dios ha sido la cultura, ha sido mi familia, han sido los libros. Y la tranquilidad con la que he vivido ese proceso se la debo a ella.



A continuación dice que a menudo se siente como un tipo que alguien hubiera dibujado, un tipo no real, que está viviendo en el mundo real, en un mundo que no es el suyo. También dice que sus personajes tienen "mucho" de él, y que por eso, mientras los construye, jamás toma notas, porque salen, literalmente, de algún lugar que está ahí mismo, en su interior, y que, en el fondo, no son más que pedazos de sí mismo. También dice que ha tardado demasiado en escribir sobre judíos pero que si lo ha hecho es porque, en parte, le daba vergüenza, y que sí, como Rose, se ha enamorado más de una vez de un libro. Aunque no ha llegado al extremo de fingir estar casado con él, y que, por supuesto, le encantan los personajes neuróticos, que no dejan de darle vueltas a todo lo que hacen.