Image: Archipiélago gulag en femenino

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Letras

Archipiélago gulag en femenino

La escritora Monika Zgustova rememora en La noche de Valia la presencia masiva de mujeres en los campos de concentración stalinianos | Este jueves hará un lectura dramatizada de la novela en La Central de Madrid

14 marzo, 2013 01:00

Monika Zgustova


Las miles de mujeres que sufrieron el infierno del gulag envejecen mal. Muy mal. Casi ninguna, cuando supera los 70, puede ya andar. Las detenían, las transportaban a sórdidas dependencias policiales, las torturaban (su celdas estaban encharcadas con agua fría y no les dejaban dormir durante meses), les hacían confesar delitos que no habían cometido y acababan en un campo de concentración al norte del Círculo Polar talando árboles y picando piedras para tender líneas ferroviarias. Tantas penalidades conducen indefectiblemente a la invalidez, antes o después. A la condena que pagaron encerradas en medio del barro y el hielo se le suma la que les llega con la vejez, cuando su huesos, en su día martirizados, ya no aguantan erguidos.

Por eso Valentina Grigorièvna no salió a la calle a buscar a la escritora y traductora checa (nacida en Praga aunque afincada en Barcelona desde los 80) Monika Zgustova, a la que debemos los textos en castellano de autores como Vaclav Havel, Milan Kundera, Bohumil Hrabal, Jaroslav Hasek, Fiodor Dostoievski... A ésta, perdida en un barrio de la periferia de Moscú, observada con curiosidad por inmigrantes uzbekos, tayikos, kazajos..., le pareció un detalle descortés. Estaba contrariada aunque la decisión de acercarse a aquel territorio desabrido había partido de ella. Quería escribir un libro que documentase la experiencia de las mujeres represaliadas por Stalin (muchas de ellas a partir de denuncias infundadas o por ser simplemente judías). Valentina era la última de una lista que le habían facilitado en el Memorial de la Memoria Histórica de Moscú. Ya no quedaban muchas vivas. Había tenido que esperar varias horas congelándose en una estación para coger el tren hacia esa apartada zona de la capital rusa. Cuando llevaba un buen rato, de hecho, quiso dar marcha atrás. Llamó desde su móvil a la superviviente del gulag:

- Lo siento, no voy a ir finalmente.
- ¿Cómo? ¿Pero tú de verdad quieres escribir un libro?
- Sí...
- Pues no se va escribir sólo. Tienes que venir.

"Me hizo sonrojarme. Sentí vergüenza y entonces decidí aguantar", reconoce Zgustova mirando pensativa por uno de los ventanales de la cafetería del Círculo de Bellas Artes ("Qué bonita es la luz de Madrid"). Cuando llegó a su destino no tenía manera de orientarse: no había carteles con los nombres de las calles ni indicaciones con los números de los portales. ¿Volvió a llamar a Valentina para preguntarle si podía bajar a recogerla en algún punto fácil de identificar? "Me contestó riéndose que no, que no podía". Tuvo que esperar un poco para disculparla. Al abrir la puerta de su casa apareció una mujer sentada en una silla de ruedas de las que se suelen usar en las oficinas y, lo más curioso, cargada de un vitalismo jovial. "Otra vez me sentí fatal. Me di cuenta que esa mujer no podía andar. Que estaba encerrada en su casa, como si estuviera pagando una nueva pena".

Valentina Grigorievna, en su casa en las afueras de Moscú

Pasaron las tarde juntas, sorbiendo té mientras rememoraban el horror. Un horror en el que también existían oasis, como cuando pudo leer en la enfermería del campo de concentración a Tolstoi y Dostoievski. Estuvo a punto de perder la mano por un accidente pero las semanas que pasó en cama fueron unas de las más gozosas de sus ocho años confinada, gracias a la oportunidad de leer. Zgustova iba registrando en su grabadora el testimonio de Valentina. Sumado al de las otras entrevistadas, podía dar para el libro que tenía pendiente de escribir, desde que Vitali Shentalinski, uno de los escritores que mejor conoce las cavernas que albergan los archivos de la KGB, le puso tras la pista de aquel tenebroso capítulo.

Pero de repente salió a relucir la foto de un marine norteamericano. "Fue el amor de mi vida", le confesó Valentina. Se enamoraron en la ciudad portuaria de Arjánguelsk, donde ella vivía y en la que recalaban los buques del ejército estadounidense y británico con armas para combatir a Hitler. "Fue en uno de los clubs internacionales, donde los soldados se reunían para escuchar jazz y bailar, donde se conocieron". Esa relación tan insólita propició muchas sospechas en su entorno. La policía soviética acabó acusándola de espionaje una vez terminada la guerra y por este motivo la pasaportaron a Siberia, teniendo que dejar a la hija de ambos, con sólo dos años, abandonada a su suerte.

"Esa misma noche, cuando llegué al hotel, empecé a escribir", dice Zgustova. Tal historia había llevado su vocación como narradora a la incandescencia. Escribió conforme al curioso método que sigue desde hace unos años: "Primero preparo un borrador en checo y luego lo trabajo en castellano y en catalán". Ahora Destino lanza La noche de Valia, la novela (con las vivencias reales de Valentina más las licencias literarias de la autora) que germinó a partir de esta peripecia por las afueras de Moscú. Un buen ejemplo de lo que supone el compromiso de un artista con su obra. De cuando empieza a dudar de su proyecto (como a Zgustova le pasó en aquella estación) pero decide seguir adelante. Y ahí traspasa la frontera que delimita el fracaso y del éxito íntimo. El comercial ya es otra película (menos interesante).