Éric-Emmanuel Schmitt. Foto: Mychèle Daniau-AFP



A Éric-Emmanuel Schmitt (Lyon, Francia, 1960) le "diagnosticaron" ya muy pequeño que era escritor. A los 11 años escribió su primera novela, una aventura de Arsenio Lupin, el famoso ladrón de guante blanco de Maurice Leblanc. "Cuando acabé la colección, me entristecí porque sentí que faltaba una historia, así que decidí escribirla yo mismo", confiesa. No obstante, él prefería la música, pero se dio cuenta de que su amor por ella no era recíproco. "Así que con 20 o 30 años decidí tomarme aquél pronóstico en serio y me dediqué por completo a la literatura, aunque nunca había dejado de escribir. En realidad, creo que soy más grafómano que escritor".



Schmitt continúa haciendo hoy lo mismo que hizo con Lupin: "Escribo los libros que me faltan". Uno de los que le faltaba, pues, era el que acaba de presentar en España, La mujer del espejo (Alevosía), su última novela tras Ulises from Bagdad (2008). Con un entramado que recuerda a Las horas de Michael Cunningham, está protagonizada por tres mujeres de distintas épocas: Anne, Hanna y Anny. La primera vive en Brujas en el Renacimiento; la segunda, en la Viena imperial de principios del siglo XX, y la tercera es una actriz del Hollywood de hoy.



Los tres personajes tienen algo en común: no se reconocen a sí mismas en la imagen que la sociedad intenta construirles y hacia el final del libro descubrimos que sus vidas están conectadas a través del tiempo. En ese espejo que los demás les ponen delante, ven cosas diferentes: "Anne de Brujas ve a la futura esposa, Hanna Von Waldberg a la esposa aristocrática que debe quedarse embarazada y Anny, la actriz, ve únicamente al personaje que tiene que interpretar. Ninguna sabe quién es, pero sí saben que no son las del espejo", explica el escritor, dramaturgo y director de cine.



Pregunta.- ¿Por qué se le da tan bien la psicología femenina?

Respuesta.- Esa habilidad me la han dado cincuenta años de observación. Me gusta sentarme en una cafetería y concentrarme en el otro, convertirme en los demás e intentar ver el mundo a través de sus ojos. Eso es la empatía. Eso es lo que hago cuando leo y cuando escribo.



P.- ¿Cuál es los tres personajes es su favorito?

R.- [Vacila, frunce el ceño, se cruza de brazos, pone su enorme puño en el mentón y respira profundamente...] Ah, es difícil... Quizá Anne, de Brujas. Es el personaje más puro, capaz de doblarse como un junco sin romperse. Es humilde, modesta y no es consciente de su inteligencia superior, que consiste en conocer los límites de la inteligencia humana, de la teología, del conocimiento. Por tanto, es capaz de vivir en el misterio y sabe que éste es inefable. Acaba muriendo por rechazar la ideología dominante, por no querer dejar de dudar ni traicionar su pensamiento. Es una mártir de la duda, no de la verdad. Es un personaje moderno con el que me identifico.



P.- Milarepa, El señor Ibrahim y las flores del Corán, Óscar y la dama rosa, El hijo de Noé... La religión y la espiritualidad tienen un papel muy importante en sus obras, y en esta también está muy presente en la historia de Anne. ¿Por qué le atrae tanto este ámbito de la condición humana? ¿Es una persona religiosa?

R.- Todas las personas tienen una vida espiritual, que consiste en dar un sentido a las cosas, vestir el mundo visible con el manto de lo invisible. Realmente, no hay un sentido intrínseco en un nacimiento, el amor, la amistad, la muerte y el duelo. Su sentido es el que nosotros le demos. Eso hace necesaria la espiritualidad. A mí me apasiona abordarla en todas sus variantes. Yo digo abiertamente que soy cristiano, pero me intereso por el resto de espiritualidades, ya sea la musulmana, la budista o la atea, que también existe.



P.- Dígame algo que siempre tenga en mente cuando se sienta a escribir una obra, algo que sea extensible a toda su creación.

R.- Diferentes viñas dan diferentes vinos, el Burdeos da Burdeos, el Beaujolais da Beaujolais... En ese sentido, descubro la coherencia de mis obras a posteriori. Siempre escribo en un proceso de escucha atenta, de obedecer a los personajes que se me aparecen, más que de autor todopoderoso que pontifica. Recibo la historia, exploro su complejidad, por tanto, cada obra es totalmente diferente. Lo que sí sé de antemano es qué espero de la literatura: que rompa las distancias, que cree proximidad entre el lector y los demás, que cree vínculos y haga personas más tolerantes. Que el hombre entienda a la mujer o que un cristiano entienda a un musulmán, un judío o un budista. En definitiva, que las personas entiendan que hay diferentes formas de vivir y de amar.



P.- ¿Cómo sabe que una historia que va a escribir debe ser una novela, una obra de teatro o una película?

R.- Cuando la historia requiere una dilatación del tiempo, cuando es un camino -lo que los alemanas llaman Bildungsroman-, me doy cuenta de que debo escribir una novela. El teatro, sin embargo, es un concentrado de tiempo, hay enfrentamiento, hay crisis. Cuando siento eso, sé que debo escribir una obra de teatro. En cuanto al cine, es una forma de salir de la soledad del escritor y trabajar con otras personas.



P.- Su primera película, Odette Toulemonde, la realizó en 2006; la segunda, Oscar et la dame rose (Cartas a Dios), en 2009. ¿No es momento ya de volver a romper esa soledad del escritor?

R.- La tercera se iba a hacer pero tuvo un final dramático. Íbamos a rodar en Japón y el tsunami nos lo impidió. Se fueron al traste dos años y medio de trabajo. Apenado, me di cuenta de que mi tarea de escritor me permite no depender de presupuestos de millones de euros ni de acuerdos de muchas personas. Así que me reconcentré en la escritura, con vistas a recuperar energías y volver al cine más tarde. En cualquier caso, yo hago cine porque soy escritor. Tengo amigos que son sólo realizadores y es una vida horrorosa, porque a menudo se pasan dos o tres años consagrados a un proyecto que no culmina en película, así que viven más duelos que nacimientos. Como se me dan bien los nacimientos, por eso escribo. Habrá una película, pero aún no hay nada previsto.