Image: Comienzo de David Ogilvy, el rey de Madison Avenue

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Letras

Comienzo de David Ogilvy, el rey de Madison Avenue

Por Kenneth Roman

22 noviembre, 2010 01:00

Portada del libro.

Gestión 2000

Grandes ideas

En el período posterior a la II Guerra mundial, la publicidad nacional llegaba hasta los americanos a través de unas cuantas emisoras de radio y de cuatro grandes revistas: Life, Look, The Saturday Evening Post y el Reader's Digest. Por entonces, la televisión empezaba a dar sus primeros pasos y sólo uno de cada diez americanos tenía un televisor en casa. Con varios periódicos de gran tirada circulando en las principales ciudades, se puede decir que era todavía un mundo que vivía de la imagen impresa. La economía estaba experimentando un boom con la aparición de nuevos productos que aterrizaban en el mercado y la publicidad se había adaptado a un patrón predecible. El novelista y abogado Louis Auchincloss rememora el siguiente intercambio de impresiones con Ogilvy en la barra del Knickerbocker Club de Nueva York.

- Dígame, ¿existe en este país una sola norma o ley que diga que la publicidad tiene que ser aburrida?

- Le garanticé que no había ninguna, aunque le confesé que era una de nuestras más ancestrales y dignas tradiciones.

- Entonces, ¿podría cambiarse?

"Estaba presenciando el nacimiento de una nueva era", recuerda Auchincloss como conclusión.

La Operación Overlord fi jó su desembarco en América para el 1 de septiembre de 1948, como Hewitt, Ogilvy, Benson & Mather, Inc. Cada uno de los patrocinadores británicos, Mather & Crowther y S.H. Benson, puso 40.000 dólares, ya que preferían tener acciones y mantener el control. Anderson Hewitt, el nuevo presidente de la agencia, hipotecó su casa y puso 14.000 dólares; y Ogilvy entró con 6.000 dólares, para un total de 100.000. Él haría las funciones de secretario, tesorero y director de investigación.

Dado que era obvio que ninguno de los implicados poseía la cualificación necesaria para llevar a cabo la parte creativa de las cosas (el diseño gráfico propiamente dicho); el talento habría que contratarlo. La empresa se constituía con el propósito de asistir a los clientes británicos en Estados Unidos, pero los socios de Londres no estaban de acuerdo con que la nueva agencia pudiese basar sus esperanzas de prosperidad exclusivamente en los clientes patrios. Así, decidieron que, aunque la empresa se focalizaría en los intereses británicos, no rechazarían ninguna cuenta americana que se les ofreciera.

HOBM empezó a operar en el 345 de Madison Avenue, enfrente de Brooks Brothers, el comercio de ropa masculina de Madison Avenue. El hombre del traje gris (Libros del Asteroide, 2009), una novela (y película) de los años 50 sobre un relaciones públicas, reflejaba el estilo de la época. Lo más sorprendente del mobiliario en la oficina de Ogilvy no eran los dos grabados enormes de Audubon sino un juego de luces verdes y rojas fuera: si se encendía el "OK", se podía entrar, pero si se encendía el "No Pasar", era que no quería ser interrumpido.

Era David contra Goliat: una empresa de reciente creación y origen británico contra docenas de grandes agencias y prestigio consolidado; un puñado de pequeñas cuentas extranjeras con nombres desconocidos; una inversión mínima, un presidente con todo por demostrar, y un director de investigación con gran desparpajo y montones de teorías pero sin experiencia práctica en publicidad. No era precisamente una apuesta segura. Ogilvy comprendió que tenía por delante una dura lucha por hacerse un hueco en los Estados Unidos, pero preparó un frente valeroso y, el día de la apertura, destacó sus objetivos en una llamativa circular.

Somos una nueva agencia que lucha por sobrevivir. Durante algún tiempo, ninguno de nosotros se librará de una carga de trabajo agotadora que no se verá económicamente compensada.

Nuestro propósito estratégico es proporcionar una vida agradable a quienes trabajan con nosotros. El benefi cio vendrá después.

Nuestras contrataciones se centrarán en la juventud. Buscamos a jóvenes audaces. No tengo trabajo ni para aduladores ni para mequetrefes. Quiero caballeros con cerebro.

Las agencias son tan grandes como merecen serlo. En la nuestra estamos arrancando con lo mínimo, pero la vamos a convertir en una gran agencia antes de 1960.


Ogilvy a menudo hablaba de una lista que preparó en sus comienzos, con los cinco clientes que quería tener entre los predilectos: Shell, Lever Brothers, Campbell Soup, General Foods y Bristol-Myers; una enumeración desaforadamente ambiciosa. La única lista que se ha encontrado en sus archivos nombra a 23 clientes potenciales; General Foods, Shell y Bristol-Myers estaban en ella, en los puestos 3°, 9° y 17°, respectivamente. Aunque los otros dos no constaban, fi nalmente se hizo con los cinco. El nombre que encabezaba la lista era Cunard, también en sus manos.

Las cuatro cuentas iniciales que los socios británicos enviaron a la otra orilla del Atlántico invertían sólo 250.000 dólares anuales en publicidad. De esta cantidad, el 15% era lo que la agencia se llevaba de comisión, 37.500 dólares. ¿Cómo hacía la agencia para sobrevivir? Wedgwood China y British South African Airways jamás serían bienes de consumo en masa. Guinness y Bovril eran palabras que se escuchaban en todos los hogares del Reino Unido, pero en los Estados Unidos eran desconocidas y su potencial era impredecible. La publicidad la crearía un redactor y un diseñador gráfi co con dilatada experiencia en grandes agencias, pero nada de estrellas ni genios en ciernes. Más tarde Ogilvy proclamaría la preeminencia de ideas creativas: "A menos que su anuncio se base en una GRAN IDEA, pasará sin pena ni gloria". En sus comienzos, los materiales de promoción de la agencia decían que el punto neurálgico de la operación era la búsqueda de un buen eslogan.

Ogilvy, director de investigación, tomaba el tren de regreso a su casa en Connecticut una tarde de 1950 cuando de repente se le ocurrió una idea para Guinness. Se bajó en la estación más próxima y llamó a la oficina: "No se lo van a creer, pero se me ha ocurrido una idea". (Dijo que su familia se quedó igual de alucinada al comprobar por primera vez que David podía ser creativo).

La idea era atraer el interés hacia Guinness a través de los fascinantes alimentos con los que se la acompaña. Después de sumergirse en la lectura de un libro que había escrito un biólogo de Yale sobre mariscos, Ogilvy ideó "La guía Guinness de las ostras", para nueve variedades de este molusco. El texto era del redactor Peter Geer; el concepto era Ogilvy en estado puro.

OSTRAS DE BAHÍA: Las ostras de bahía son suaves y de concha dura. Dicen que las ostras se abren por la noche. Los monos se proveen de piedras pequeñas. Vigilan las ostras y cuando estas se abren meten rápidamente la piedra entre las dos conchas. "De esta forma la ostra queda expuesta a la glotonería de los monos".

BLUEPOINTS: Estas pequeñas ostras deliciosas de Great South Bay se asemejan en cierto modo a las famosas "nativas" inglesas de las que Disraeli escribió: "Merendé, o mejor dicho cené, en el Carlton… a base de ostras, Guinness y carne a la parrilla, y me fui a la cama a las doce y media. De esta forma concluyó el día más extraordinario de mi vida hasta el día de hoy".

Al éxito inmediato de la guía de ostras le sucedieron la guía de aves de caza, quesos y otros alimentos que casan bien con una Guinness. Otras cuentas cruzaron el Atlántico: Tejidos Viyella, el Scottish Council, Salsa HP, la revista Punch, gabardinas Macintosh... Eran cuentas pequeñas pero requerían un intenso trabajo. En 1950, la plantilla contaba ya con 41 empleados.

Una de las primeras y mejores contrataciones fue un tesorero que no sabía nada ni de cuentas ni de publicidad. Shelby Page había trabajado para la compañía de seguros Metropolitan Life y Ogilvy lo había conocido por medio de Hewitt, que se había casado con la prima de Page. Al principio Ogilvy no quería contratar a Page pero le impresionó que el abuelo de éste, Walter Hines Page, hubiese sido el embajador de Estados Unidos en Inglaterra durante la I Guerra mundial. Page accedió de buena gana a aprender algo sobre finanzas, cogió un libro sobre contabilidad de agencias de publicidad e hizo un curso por correspondencia.

Lo que Page aportó a la agencia fue sentido común. "Entendí que mi cometido era intentar que saliese de la agencia menos dinero del que entraba. A veces era difícil con David. Tan pronto como teníamos algún beneficio, David decía que necesitaba a algún nuevo genio creativo". Page, que se reconocía a sí mismo como un tacaño, mantuvo la agencia al margen de toda complicación financiera. Una de sus múltiples funciones era ocuparse de aquellas cosas que Ogilvy evitaba, como es el caso de los despidos. Antes de que David empezara sus largas vacaciones de verano, le decía a Page quién tenía que irse. Para cuando volvía, el cuerpo había desaparecido como si la mafia se hubiese metido por medio, dijo alguien que observó el ritual.

Si bien Ogilvy no daba la cara cuando había que despedir a alguien, por otra parte no tenía remilgos a la hora de imponer sus principios. "Tenías que tener la piel de un rinoceronte para sobrevivir a una reunión con Ogilvy, o haber hecho tus deberes a conciencia ejecutando tu estrategia de forma impecable", dijo David McCall, que trabajó como redactor para la agencia en los años 50 y a principios de los 60. "Él no se saltaba el método ad hominem o cualquier otra forma de atacar que a su juicio alcanzara al pecador. Y, como decía De Gaulle, consideraba que los elogios deberían ser un bien muy exclusivo a menos que se devalúe la moneda". La insistencia de Ogilvy en sus elevados principios (y su propia tenacidad en el trabajo) inspiraba la sensación de trabajar en un lugar extraordinario. Solía ser el último en salir de la oficina, y los empleados trabajaban durante el fin de semana sin rechistar. Era Camelot, afirma un director financiero de la época.

Los beneficios de haber designado a Hewitt como presidente llegaron cuando éste logró incorporar dos cuentas: Sun Oil (Sunoco), una gran compañía que en aquel momento tenía miles de estaciones de servicio, y Chase National Bank, por mediación de su suegro. Para conseguir Sun, la agencia tuvo que descontar el 15 por ciento de comisión.

Como esto no estaba permitido, ya que la American Association of Advertising Agencies (Asociación Americana de Agencias de Publicidad, conocida como la 4 Aes) exigía que se cobrase ese 15 por ciento íntegro, el dinero le fue devuelto a Sun de forma subrepticia y en negro. Más tarde Ogilvy tomaría las riendas de la Asociación para transformar lo que parecía un club en una organización profesional, pero entretanto decidió burlar las normas.

Aun con la cuenta de Sun, la agencia se estaba quedando sin dinero. Page y Hewitt acudieron a Walter Page (otro pariente) en Morgan Guaranty y este asumió el riesgo y les prestó 50.000 dólares para ayudarles en ese momento de apuros. Se trataba de sobrevivir, explica Page. "No teníamos dinero para pagar las nóminas. Los primeros 100.000 dólares se habían esfumado. Para la agencia era la diferencia entre vivir o morir".

El primer triunfo de Ogilvy en solitario fue la reina de los cosméticos, Helena Rubinstein, a quien le había presentado Horace Titus, "el alocado hijo" de ésta. Por el día era "Madame Rubinstein"; por la noche "la princesa Gourielli", por su segundo matrimonio con un supuesto príncipe ruso (una estratagema de marketing, según algunos). Considerada como una tirana que despedía a sus agencias casi cada año, Madame era a los ojos de Ogilvy una "bruja fascinante". La encandilaba y la adulaba coronándola en sus anuncios como "la primera dama de la ciencia de la belleza". Era una mujer diminuta que apenas llegaba al metro cincuenta y llevaba el pelo negro recogido en un moño. Se la veía mayor aunque bien conservada, como una momia. Con su nariz prominente, sus modales autoritarios y un fuerte acento centroeuropeo, Madame había hecho gran parte de su negocio desde su cama, diseñada por Salvador Dalí, en su casa de tres plantas de Park Avenue, donde las paredes estaban cubiertas con retratos que diferentes artistas habían hecho de ella.

La fortuna personal, que superaba los 100 millones de dólares, le permitía a Madame saciar su pasión por las joyas. Explicaba que cuando se asomaba a una vitrina de Tiffany, "no podía sino girar la mirada en dirección a las joyas. Me relajaban la vista". Al parecer, su asistente, que no sabía de joyas, las clasifi caba por colores: blancas, rojas y azules. Ogilvy decía que las archivaba por orden alfabético: los diamantes en la D, las esmeraldas en la E, y así sucesivamente. Madame, una mujer difícil que había huido de Polonia llevándose consigo susfórmulas secretas, desconcertaba a los ladrones que entraban en su casa pidiéndole las joyas bajo amenaza. "Tengo casi 90 años. Las joyas no están aquí y si estuvieran, no te las daría. Ya soy muy mayor. Si quieres matarme, adelante".

"Tus anuncios son demasiado grandes", le dijo a Ogilvy durante un almuerzo, doblando por la mitad una gran servilleta. "Así, éste es el tamaño que deberían tener", insistiendo al mismo tiempo en que un único anuncio debería permitir mostrar hasta 12 cremas diferentes. Ogilvy hizo caso omiso de la primera condición y cumplió la segunda con un titular: "Ahora Helena Rubinstein soluciona 12 problemas de belleza". Frente a un desfi le de alternativas creativas, antes de ver la recomendación de la agencia, Madame le escupió a Ogilvy: "Ya basta de porquerías. Veamos el que a usted le gusta más". Cuando quería añadir detalles a spots publicitarios de 60 segundos y le decían que el anuncio sería demasiado largo, ella tenía la respuesta: "Compramos 10 segundos más".

Reprochó a Ogilvy que no le prestaba la atención sufi ciente. "Ahora que está usted haciéndose con todas esas nuevas cuentas, ya no somos importantes". El volvió a la agencia, reunió a toda la gente que trabajaba en su cuenta: escritores, directores gráfi cos, directivos de cuentas, fi nancieros, secretarios, gente de la sala de correo, unos 30 en total y los obligó a presentarse en la habitación de la señora. "Quiero que vea lo importante que es su cuenta. Toda esta gente trabaja para usted". Madame entró en escena: "deben ser muy estúpidos, porque no hacen bien su trabajo".

El trabajo no podía ser tan malo cuando un anuncio de "cosméticos para el cabello" Rubinstein revolucionó el enfoque publicitario de la empresa, reemplazando las pequeñas unidades con un enfoque "informativo" por grandes anuncios de prensa. En tres semanas, un único anuncio consiguió una cantidad de pedidos que igualaba a las ventas estimadas para los 12 meses sucesivos, por lo que las existencias se agotaron y no se pudieron suministrar hasta que la fábrica aumentó la producción. Cuando Ogilvy volvió a fi rmar con Rubinstein en 1963, la prensa destacó que era la primera agencia que había mantenido la cuenta durante más de un año; en realidad la conservaría durante 15 años.

A lo largo de la década siguiente, Ogilvy produciría una serie de asombrosas campañas publicitarias que lo situarían en el mapa como una fuerza creativa y transformarían su agencia en un centro de poder que iba a atraer a los mayores anunciantes de América. Varias de esas campañas ocuparían un lugar en la historia de la publicidad. Él las llamaba sus Grandes Ideas.