Lobo-Antunes

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Letras

El archipiélago del insomnio

12 noviembre, 2010 01:00

António Lobo Antunes

Traducción de Mario Merlino. Mondadori. Barcelona, 2010. 272 páginas. 23,90 euros

Las novelas de Antonio Lobo Antunes (Lisboa, 1942) van a contrapelo de esa tendencia predominante en la postliteratura actual que ha arrumbado con todo lo que representó el Modernismo narrativo de la primera mitad del pasado siglo en cuanto revisión profunda del modelo realista decimonónico. Aquella poderosa poética fue objeto de una especie de voladura artística que llegó tan lejos como para que algunos críticos hablasen de antinovela al referirse a las grandes creaciones de James Joyce o de William Faulkner, dos autores a los que miran obras como la presente. Siempre le reconoceremos al escritor portugués la valentía de echar su vista atrás, en estos tiempos de tantas facilidades narrativas, y de vincularse con los grandes renovadores del género, con cuyas estrategias de esquematismos, de vacíos e interrogantes nunca resueltas conecta tanto como con el concentrado universo de un Juan Rulfo.

Y siempre también nos agradará que sus obras merezcan el aplauso del público portugués y la favorable acogida editorial que sus traducciones encuentran en España, para lo que ha sido determinante el trabajo de su traductor, el poeta Mario Merlino, fallecido hace un año. Lobo Antunes no se ha recatado en reconocer que es un poeta frustrado, que se siente sin el talento necesario para decir en un solo verso lo que le cuesta doscientas páginas de prosa. De prosa, sin embargo, aquilatada y densa, menos informativa o descriptiva -menos “novelesca”- que sugerente y connotadora, y por ello necesitada de un tratamiento exquisito por parte del traductor a otro idioma.

A lo largo de su trayectoria literaria Lobo Antunes siempre ha puesto en duda que la clave de la lectura sea comprender, y ha cuestionado qué sería, en todo caso, lo comprensible, renunciando aparentemente a que tal cosa fuese la intención narrativa del propio autor. Contraviene así deliberadamente aquella máxima atribuida a Henry James según la cual la única obligación que se le puede exigir a una novela es que cuente algo interesante, práctica que, por cierto, la narrativa posmoderna ha convertido en su regla de oro según el propio Umberto Eco consagró en las apostillas a El nombre de la rosa. En definitiva, el escritor lisboeta reitera aquí los exigentes términos del pacto que había propuesto ya a los lectores de otras novelas, especialmente dos que tienen con El archipiélago del insomnio especiales concomitancias: Auto de los condenados y Buenas tardes a las cosas de aquí abajo.

Un público fiel al que, acaso porque el escritor lo considera innecesario, no se le ofrecen grandes novedades en lo que se refiere al mundo de las historia contada y a la forma en que ésta se cuenta. Esta novela narra el dominio ejercido por un solo hombre sobre una vasta comunidad rural. Falta, eso sí, en la descripción de su familia y entorno la sal gruesa, la sexualidad sin freno característica, por caso, del Diogo de Auto de los condenados. Pero se reitera de nuevo el recurso a que la perspectiva narrativa principal sea la de un vástago débil e inocente de la estirpe, el nieto autista del patriarca que remeda al personaje de Francisco en aquella otra novela. Y el propio título de El archipiélago del insomnio nos recuerda una sugerencia que Lobo ya nos hacía en Buenas tardes a las cosas de aquí abajo: que vagáramos por sus páginas como por un sueño, porque en la suma aparentemente contradictoria de sus claridades y de sus sombras acabaríamos encontrando sus significados.

Los personajes que asoman aquí, a lo largo de un recorrido temporal que abarca tres generaciones -entre la primera guerra mundial y la revolución de los claveles- nos ofrecen identidades confusas. Poco sabemos de la mayoría de ellos más allá de sus nombres -Jaime, Hortelinda, María Adelaide…-, y la atmósfera obsesiva en la que vagan está jalonada, como en Faulkner y Rulfo, por reiteradas menciones a un ave, el tucán, que Antonio Lobo Antunes arrastra de una a otra de sus novelas a modo de emblema telúrico. Ruptura del tiempo, del espacio y de la coherencia en cuanto a la enunciación narrativa son también otros signos constitutivos de El archipiélago del insomnio en consonancia con una escritura fragmentada y la disposición poco común de la narración y las frases del diálogo.