Image: Introducción de La Institución Libre de Enseñanza

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Letras

Introducción de La Institución Libre de Enseñanza

por Vicente Cacho Viu

11 junio, 2010 02:00

Vicente Cacho Viu.

Fundación Albéniz / SECC

INTRODUCCIÓN. UNA ESTAMPA SIMBÓLICA: EN EL CEMENTERIO CIVIL DE LA PUERTA DE TOLEDO

La entrada en Madrid de un general victorioso

7 de mayo de 1874. El Duque de la Torre, presidente del Poder Ejecutivo, llega a Madrid como general victorioso. El ejército del Norte acaba de levantar el tenaz cerco puesto por los carlistas a Bilbao.

"Muy de mañana, todo el Madrid oficial llenaba las calles de la ilustre villa. Las tropas de la guarnición, precedidas de estruendosas músicas, corrían de un lado para otro; topábase aquí y allá, con ese mundo de cintas, bordados, sables, plumeros y tratamientos en ejercicio o en disponibilidad, cuya periódica exhibición es uno de los encantos del Madrid provincialesco... Toda la distancia que media desde la puerta de San Vicente al paseo del Prado hallábase cuajada de vistosos arcos de triunfo, colgaduras que llenaban el exterior de las casas, lujosos coches que obstruían las bocacalles y una multitud que, entusiasta o meramente curiosa, acudía a todas partes como para presenciar algo entre solemne y deslumbrador. Los alrededores de la estación del ferrocarril del Norte hervían de impaciencia, y las galerías y el andén estaban atestados de generales, altos empleados, comisiones del Tribunal Supremo de Justicia, del Consejo de Estado y de todos los centros oficiales, así como de un considerable número de personas grandemente conocidas en los círculos políticos".

Francisco Serrano, un general de fortuna bizarro y temerario, y ya entrado en años, parecía ser en 1874 el árbitro de la vida política española. El golpe de Estado de Pavía, al disolver las Cortes de la República el 3 de enero de ese mismo año, le había puesto en las manos la presidencia del Poder ejecutivo; pero el régimen político nacido del acto de fuerza militar carecía de una configuración precisa. Ostentaba la presidencia del Consejo de Ministros el general Zavala, y el Gabinete, fruto de la coalición entre radicales y constitucionales, estaba en crisis. Cánovas resumía así la situación:"El Duque de la Torre está gastado y ya adelantado en la vida para hacer concebir grandes ilusiones... Los hombres civiles de este Gobierno le detestan; los militares están llenos de envidias entre sí y lo estarán más cada día".

El súbito regreso de Serrano presagiaba un próximo cambio ministerial. Ese temor, mucho más que el puro entusiasmo patriótico, hacía agolparse en la estación provisional del Príncipe Pío a todos los políticos embarcados en el régimen. El pueblo llano, que no entendía de tales sutilezas, había acudido al reclamo de la vistosidad de los actos oficiales y también para vitorear sinceramente a quien representaba uno de los pocos elementos de cohesión y estabilidad que quedaban en el país, el Ejército. Damas vestidas de tiros largos, luciendo estrechos trajes rematados por una vistosa cola; mujeres de la clase baja tocadas con chales y mantones de rabiosos colores; estiradas levitas, hongos y gárrulas chulescas se mezclaban en la heterogénea multitud que hormigueaba por la cuesta de San Vicente, ensombrecida aún por los adustos paredones de las Reales Caballerizas, rodeando por completo el arco que ornaba el paseo, cuyos neoclásicos remates ponían una nota de serenidad en medio del bullicio callejero.

Un extraño entierro

Apartemos por un momento nuestros ojos de este alegre espectáculo para contemplar otro mucho más extraño:

"A aquella misma hora, y por las mismas inmediaciones de la estación del Norte, tropezando a cada paso con la muchedumbre que corría hacia San Vicente y la tropa, que vestida de gran uniforme estaba tendida en la explanada de San Gil, bajaba un ataúd sencillo, sin adornos ni colgaduras, sin responsos ni pobres de San Bernardino, conducido por ocho porteros de la Universidad Central, rodeado de diez o doce personas muy conocidas de la juventud estudiosa de nuestra patria, y seguido de un centenar de hombres que, en la severidad de la fisonomía y lo tranquilo de la marcha, demostraban elocuentemente el dolor que embargaba su alma y el respeto y la religiosidad con que cumplían el piadoso acto de acompañar a aquel muerto".

Así nos describe el cortejo uno de los que formaban parte de él, amigo y discípulo de aquel a quien llevaban a enterrar: Fernando de Castro, rector de la Universidad de Madrid a raíz de la Revolución de septiembre y sacerdote católico separado públicamente de la Iglesia en los últimos años de su vida. De entre la endomingada muchedumbre que llenaba las calles, pocos o quizá ninguno conocían la identidad del finado.Tan extemporáneo entierro, sin acompañamiento religioso, hubo de despertar viva curiosidad en aquellas gentes, dispuestas, sí, a vitorear al vencedor del carlismo, pero acostumbradas a resellar los grandes acontecimientos de su vida con los sacramentos de la Iglesia. Pasemos por alto los comentarios y la sorpresa populares para echar una mirada al ensimismado cortejo. Lo forman unos cuantos catedráticos de la Universidad, amigos íntimos del difunto; un grupo de miembros de la Sociedad Abolicionista española, de la que Castro era presidente, y "pocos, muy pocos" estudiantes que, arrebujados en sus capas, marchan "juntos y en silencio".

Por las márgenes del Manzanares

Por fin, la menguada comitiva se ha desembarazado del tumulto callejero. Desde uno de los carruajes que han recogido a los acompañantes -un coche de dos caballos, o de uno solo, un carruaje a la calesera o un democrático ómnibus- podemos, ya tranquilos, contemplar el panorama que nos brinda esta "áspera mañana primaveral". Nos espera un largo recorrido hasta el cementerio general del Sur, en la otra margen del Manzanares. Los árboles de la alameda de la Virgen del Puerto, por donde avanza el cortejo, apenas dejan ver el Palacio, que se yergue altivo por encima de los jardines del Campo del Moro. Los carruajes cruzan ahora el puente de Segovia; su sobria silueta herreriana está desfigurada por las arenas del Manzanares, que cubren sus altas pilas y aun parte de los arcos.

Desviemos la mirada del río, ya en estiaje, porque sus aguas suelen correr de amanecida turbias y malolientes. Si giramos, en cambio, la cabeza, veremos a gusto la imponente mole de Palacio y, más a la derecha, la osatura de hierro del Viaducto, a punto de terminarse. Enfilamos el camino bajo de San Isidro: la pradera del Santo, sembrada de tenduchos y de carros campesinos, anuncia la cercanía de las fiestas patronales. La luz clara e incisiva de la mañana alumbra un paisaje goyesco: la fachada madrileña del río -el Palacio, las cúpulas barrocas de innumerables iglesias y la más achatada de San Francisco- en nada ha variado desde que la pintó el gran aragonés. Quizá, si nos fijamos mejor, echemos en falta alguna torre, derribada por la diligencia revolucionaria, amiga de hacer plazas y manzanas de casas burguesas sobre el solar de los antiguos templos. Pero seamos justos: la ciudad gana en perspectivas y la atrevida calzada de hierro que salva los desniveles de la calle de Segovia proclama, sobre un fondo de tejados y chapiteles austríacos, que la Revolución también sabe construir. A nuestra derecha, en contraste con el jolgorio incipiente que anima la pradera del Santo, nos saluda al paso la ermita de San Isidro, en torno a la cual se apiñan, sobre el cerro de las Ánimas, las viejas sacramentales. El cementerio general del Sur está todavía más lejos. Los carruajes atraviesan, al fin, los arrabales del puente de Toledo y chirrían al emprender la subida de la calle de la Verdad, flanqueada por los tapiales de la Sacramental de San Lorenzo. Al fondo se alza la puerta del cementerio general. El viaje en coche ha terminado.

Los acompañantes, llevando de nuevo a hombros el féretro, toman una pequeña vereda, abierta en un trigal, que bordea las tapias del cementerio hasta alcanzar una puerta excusada. La verja de hierro, que "se abría muy de tarde en tarde", daba acceso a los tres patios que el Gobierno revolucionario había segregado en 1869 del resto del recinto y destinado a los enterramientos civiles. El magnífico panorama que desde allí se atalayaba, con el Guadarrama al fondo, ponía aún más de manifiesto el abandono de aquel lugar, "miserable corral de abrojos", donde se alineaban unas cuantas tumbas; junto a la de Sanz del Río, cuya lápida funeraria apenas era legible por la "espesa capa de moho" que cubría la piedra, se había abierto una amplia fosa que iba a recibir los restos mortales de don Fernando de Castro.