Image: Bienvenidos al reino de la novela gráfica

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Letras

Bienvenidos al reino de la novela gráfica

Última generación de historietistas españoles

25 septiembre, 2008 02:00

Página firmada por David Rubín

El cómic español vive un momento dulce y goza al fin del apoyo mediático e institucional del que dan fe estos días sendas exposiciones en la Casa Encendida de Madrid y en el IVAM. A la generación del underground setentero y a la magnífica quinta de los 80 se suma ahora una pujante hornada de historietistas patrios en torno a la treintena que, con su vocación y entusiasmo, están llamados a reinventar la así llamada novela gráfica.

Nuestra percepción del más bisoño cómic español está perturbada por la circunstancia de que hay autores mayores de 30 años, que suele ser la antojadiza barrera que las instituciones emplean para señalar la cesura entre la juventud y la madurez, que es ahora cuando empiezan a recibir cierto reconocimiento a su trabajo.

Es el caso, por citar algunos, de Paco Marchante, Luis Durán, Paco Roca, Andrés G. Leiva, Ramón Trigo, Santiago Valenzuela, Pablo Auladell, Fermín Solís, Raquel Alzate, Sonia Pulido, Miguel ángel Díez, Lorenzo Gómez, Nacho Casanova, José Luis ágreda, Carlos Maiques o Pedro Rodríguez, que, unos con empecinada constancia, otros con cuentagotas, han ido entregando algunos de los álbumes más interesantes a un mercado que, llevado de la inercia de un optimismo no demasiado fundado, empieza a estar sobredimensionado.

La sensación de que ahora nos vuelve a tocar vivir uno de esos instantes dulces que cíclicamente sacuden a este medio, el reconocimiento creciente de las instituciones, los premios mayores y menores, y la atención prestada por periódicos y revistas constituyen la cortina de humo que oculta la escasa remuneración a los autores -inferior a la que percibían en los 80, para que se hagan una idea- y, lo que es aún más grave, el progresivo alejamiento, por voluntad propia o por falta de encargos, de algunos de los mejores historietistas de generaciones anteriores, lo que supone un peligroso corte con la herencia de una tradición en la que apoyarse para poner en pie nuevas aportaciones.

Los recién llegados tienen que enfrentarse, pues, a un panorama con el que convivirán mientras resistan su vocación y su entusiasmo, y en el que la tendencia hegemónica parece constituirla eso que se ha dado en llamar novela gráfica. Ni el término es nuevo, porque así se adjetivaron hace mucho algunas ediciones para masas que querían singularizarse ante los ojos de sus destinatarios u otras que simplemente indicaban con dicho reclamo que se podían llevar en el bolsillo de la chaqueta. La mala conciencia que ancestralmente han padecido algunos autores y unos cuantos consumidores hace que la denominación, sin embargo, vaya calando y que sea el continente, más que el contenido, lo que pueda acabar renombrando a esta vieja disciplina.

Hoy por hoy, lo que a menudo constatamos es que muchas de esas obras parecen acercarse más a la novela mientras se alejan de la importancia de lo gráfico, y que en algunas se estira el tiempo narrativo gratuitamente para superar las 100 o 200 páginas, en tanto un mal distintivo de la época, el infantilismo visual, campa a sus anchas disculpado, se supone, por la gravedad del asunto abordado -las dificultades del Yo en un marco geográfico exótico para nuestros menguados baremos culturales, con harta frecuencia-.

Los que ahora llegan a este ámbito profesional del cómic se encuentran con un legado fragmentado, cuando no ignoto, y la advertencia, vivida en piel ajena, de que las innovaciones radicales, que fueron seña distintiva de los años 70-80-90 del pasado siglo, producen escasos réditos tanto para ocupar uno de los pocos nichos editoriales como para verse exhibidos en los espacios expositivos que han vislumbrado en la dislocación de su función última la generación de unos discretos beneficios.

Modernidad, sí, pero con cautela y al gusto del momento, parecen advertirles esas señales. De ese aluvión de ultimísimos autores que rondan la frontera de los treinta años, me gustaría llamar la atención sobre algunos de los más sobresalientes, por si, y ojalá así sea, un lector inquieto gusta de acercarse a una librería y examinar cómo están las cosas.

Todavía no cuenta con un primer álbum, pero ahí están los trabajos de Luci Gutiérrez (Barcelona, 1977), dispersos en fanzines y colocados en su web -elemento capital para muchos de ellos- como demostración de que es una de las alumnas más aventajadas de esa Escola Massana de Barcelona que sigue siendo una de nuestras mejores canteras. Su lenguaje, eminentemente fiado a lo visual, es un exquisito espejo de la perplejidad contemporánea y una rigurosa lección de ritmo.

Gustavo Rico (Barcelona, 1977) es uno de los autores que con mayor aprovechamiento se pelea con las complejidades de la gramática narrativa y que, por lo tanto, más se exige a sí mismo como creador -pocos, además, cuentan con una formación tan integral como la suya-. Las manos de Sophie Walder (Ponent, 2003)) fue uno de los álbumes más insólitos de los últimos tiempos. Y su trabajo en construcción con el guionista Jorge García dará que hablar.

Si hay alguien que conozca todos los géneros que hicieron de la historieta un arte popular es Víctor Santos (Valencia, 1977). Nada parece resistírsele -serie negra, fantasía, ninjas…-. Ha conseguido concitar el interés hacia su trabajo entre muchas de las capillitas habitualmente condenadas a ser irreconciliables. Su saga de Los reyes elfos (Dolmen) es un buen primer contacto.

David Rubín (Orense, 1977) acaba de estrenarse como director de animación con El espíritu del bosque. Pertenece a esa maravillosa generación de autores gallegos que está insuflando una savia nueva a nuestro cómic. Hay pocas poéticas como la suya. Todo lo que atrae hacia su territorio, ya sea de carácter mitológico, autobiográfico, o fantástico, consigue insuflarlo de pasión arrebatada. Lean El circo del desaliento (Astiberri, 2005) y La tetería del oso malayo para confirmarlo (Astiberri, 2006)).

Fidel Martínez (Sevilla, 1979) es, posiblemente, el mejor historietista de su quinta. A sus notables dotes como dibujante con memoria -ha sabido elegir como referencia a algunos de los más sólidos autores que le precedieron- une una sensibilidad moral en la que la estética se adhiere como una segunda piel a lo que está contando. Entre sus mejores obras están los dos álbumes que realizó con el guionista Jorge García -Cuerda de presas y Hacerse nadie-.

Lo femenino está en alza y el lector quiere aproximarse a lo que ellas puedan aportar. Sin estridencias, y con una sutileza que esconde tras cierta apariencia de ingenuismo, Lola Lorente (Bigastre, Alicante, 1980) horada en lo aparente para descubrir las aristas de los sentimientos. De un momento a otro se espera su primera monografía.

Carlos Vermut (Madrid, 1980) es el mejor ejemplo de que los guiños y las citas visuales a la modernidad no están llamados a ser una escenografía hueca siempre y cuando se alcen sobre una narrativa sólida en la que todo está pautado disciplina. El banyan rojo y Psico Soda no tienen una sola viñeta de desperdicio.

Imposible saber cuál es el estilo de Alberto Vázquez (La Coruña, 1980), dada su capacidad camaleónica para proyectar cada una de sus entregas con los mejores resultados imaginables. No puedo olvidar su Freda, con un sobresaliente guión de Kike Benlloch, y sus Psiconautas y El evangelio de Judas.

Alfonso Zapico (Blimea, Asturias, 1981) es uno de esos narradores de buenas y grandes historias que no necesita hacer concesiones a las tiranías de la contemporaneidad. Café Budapest tiene el poso de aquellos relatos ambiciosos, con personajes de carne y hueso, y miles de matices, a los que a veces se tiene la sensación de que hemos renunciado.

Nicolai Troshinsky (Moscú, 1985) es un ruso afincado entre nosotros que ha ido acumulando premios en los certámenes a los que se presentaba. Falta que los editores den el paso de apostar claramente por una poética tan lúcida, antes de que renuncie, como me temo, al medio.