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Letras

La manía

por Andrés Trapiello

31 julio, 2008 02:00

Andrés Trapiello

Pre-Textos

DEBERíA tratar de que estos cuadernos que va uno llenando cada día fuesen diferentes, de una vez por todas, al resto de los libros. Del mismo modo que todos nos hacemos sobrados y buenos propósitos al empezar el año, piensa uno: sin darme cuenta, como se llena un árbol de hojas y de frutos, me levantaré un día y habrá crecido tanto esta obra que no la reconoceré. Me gustaría que fuese tan copiosa como para cobijar lo mismo una romería que una tribu de gitanos, lo mismo al caminante que va perdido y se detiene porque ha oído cantar en alguna rama al ruiseñor, que al labrador que vuelve de su trabajo y tentado por una buena sombra se sienta en la hierba, abre el fardel del almuerzo y da cuenta de él acompañado por la chicharra. Un libro que en realidad no fuese sino la glosa de aquellos libros a quienes uno se lo debe todo como escritor y como particular, los mismos siempre, de Cervantes, de Galdós, de Leopardi, de Emily Dickinson, de Homero, de Tolstoi, de Juan Ramón y de otros muchos que no siendo en absoluto conocidos ni famosos también se llaman así, Cervantes, Galdós, Leopardi, Emily Dickinson, Homero, Tolstoi, Juan Ramón... Le bastaría a uno con incluir en estas páginas algún fragmento de sus obras para garantizar que el papel que ha de sacrificarse en su impresión no será un gasto del todo injustificado. A diferencia de la pintura, donde uno no puede citar textualmente a otro pintor en su cuadro, porque siempre será una variación de aquel, como una versión, puede uno en un libro poner las mismas palabras de aquellos a quienes quiere rendir homenaje, sabiendo de todos modos que si finalmente se decidiera uno por incluir tal o cual frase de Sócrates, de Shakespeare o de Kant, por célebres que sean, siempre habría alguien que la leyera por primera vez en ese libro. Y sólo por eso quedaríamos redimidos de nuestras propias limitaciones: "Hablar mucho de sí mismo es también un modo de ocultarse", decía Nietzsche. Y así, aquí se queda Nietzsche, en silencio, como en la hostería de Sils Maria. Y pongo al lado de esta frase, otra del mismo N., el solitario, para darle un poco de compañía, porque ha venido aquí de incógnito, como él decía, sólo como un discreto profesor itinerante: "Tener talento no es suficiente: hay que tener también permiso vuestro -¿no es así, amigos míos?". Amigos míos, cierto que esas palabras de Nietzsche no suenan de la misma manera que en el libro de donde fueron extraídas, pero acabarán significando la misma cosa. Un día. No sé cuándo.

Algún día vendrán aquí a encontrar este tiempo perdido, a mí y a ti, a todos los que ahora están con estas palabras en las manos, y seremos nosotros entonces mejores de lo que fuimos, el tiempo perdido, y este ayer nuestro ido será su tiempo presente y sucesivo. Ha querido uno en su pequeña comedia humana, en estos episodios comarcales, arrabaleros, campesinos, minúsculos, rastriles, multiplicar la vida, restituyéndole cuantos seres, paisajes, hechos pensó que merecían una más perdurable vida que la nuestra limitada. Sólo por ello, por vivir más que nosotros, serán mejores que nosotros. He ahí la moralidad de estos escritos. Que lo que en ellos se narra, sea o no triste, cómico, ficticio o real, va a importar poco. Importará sin embargo que nada se haya marchitado en ellos. Su moralidad nacerá de la risa futura, de la pena futura, de lo humano futuro, ya sagrado por haber vencido a la muerte.

Cada época tiene su retórica especial, y la de la nuestra ha sido fatalmente la solemnidad con que suele tratar la mayor parte de los asuntos. Nunca una época tan descreída ha levantado tantos ídolos y tantos templos, a cada cual más imponente, estadios y museos de arte contemporáneo a la cabeza. Cuánta abstracción para un tiempo que ha multiplicado hasta el delirio el conocimiento de las vidas particulares y de los detalles concretos, las minucias banales y cuanto nace con su fecha de caducidad en un costado. Muchos escritores e intelectuales, si quieren gozar de lo que la sociedad ha destinado a unos y otros, han de envolver su voz, como la envuelven los rabinos en sus plegarias, cubierta la cabeza de ceniza, para anunciar con estilos retumbantes apocalipsis terroríficos, finales y hecatombes de todo tipo. Se buscan metáforas imbatibles para hablar de los colosales problemas de nuestro tiempo: desigualdades raciales y sociales, enfermedades planetarias, guerras larvadas de exterminio, fanatismos religiosos y cuantos males aquejan nuestros podridos burgos: explotación, soledad, violencia, crímenes, sinsentido de todo... Se diría que sólo son humanas la envidia, la ira, la traición, la venganza, la explotación, y que el hombre moderno es un pobre engendro concebido por el superhombre nitzscheano y una perra baudelairiana, y nadie que no se proclame hijo de las flores del mal puede ser considerado respetable. Los nuevos sacerdotes así lo determinan desde el púlpito, antes de escaquearse de su feligresía para volver a sus guetos y clubes exclusivos, donde ninguno de esos tremebundos males de nuestro tiempo que han denunciado en sus libros, proclamas y discursos les impedirá llevar la misma vida regalada de todos aquellos a quienes han denunciado como causantes de tantas epidemias. El escritor o el pintor o el músico que se quede en su rincón, en un tiempo de tan magnas melopeas, de tan formidables y aparatosas epopeyas contemporáneas, pintando su pequeña naturaleza muerta, o escribiendo su poema sobre una rosa o dibujando la clara melodía de una sonata, estará condenado, como poco, a ser tenido por ingenuo, por "alma bella". Hemos nacido, qué le vamos a hacer, en tiempos sinfónicos, babélicos, colosalistas. Al lado de esos monumentales e inamovibles alegatos, lo que ellos hacen se considerará, necesariamente, como canciones en la ocarina de un ciego, esquicios en una servilleta de papel, devaneos de vagabundos.

Los seres que aquí comparecen no están libres desde luego de la envidia, la cólera, la traición o la venganza ni de todas esas pejigueras magníficas que adornan a los genios, aunque tales vicios en los genios... adornan, y en ellos son muy feos. ¿Y quién viendo lo sencillo que es llegar a lo más alto en este tiempo no ha de considerarse un genio? No desde luego los seres en los que parece que se va fijando uno. Tú, yo, y ahora también tú, que tienes estas palabras en la manos. En nosotros, me temo, los defectos no adornan, aunque en medio de todo, siendo víctimas también de nuestros podridos burgos, acaso logremos hallarnos por encima del estilo de esta época y de todas las épocas, buscando por aquí y por allá, como canes callejeros en la basura, hijos acaso al fin y al cabo de la perra baudelairiana, buscando, digo, en el horizonte un arco iris, y riéndonos un poco de nosotros mismos, humanizándonos para que dentro de ochenta años alguien ría y se apene con nosotros, sólo un montón de huesos que a su modo soñaron también en un mundo más justo sólo porque quiso ser un poco más silencioso.

(...) Y así se ha pasado uno el día, dándole vueltas a esas cosas, como ido; sueña el fragmento en la totalidad, como sueñan los israelitas con la tierra prometida. Han estado esas ideas rebotando en las paredes como las bolas de los pinball, que van lanzadas de una parte a otra, sin caer nunca, con furia inaudita.

En realidad acaso llegue el día en que pueda uno contar la vida de ese que se hace llamar A.T. y que figura al frente de este libro, y puede que halle de él alguna página que le redima también a uno, y que pueda hablar de ella como escrita por otro, mejor, mucho mejor que por uno mismo, tanto como para hacerme olvidar que llevamos el mismo nombre. Será entonces cuando pueda en verdad uno decir que me llamo ninguno y todos.

(...) Ahora soy yo quien ha pulsado el botón y con la mano mecánica he lanzado la pelota de acero a lo lejos. Y cierto que a menudo llegan a uno sucesos un tanto grotescos y risibles, fenoménicos, diríamos, y llamativos por su monstruosidad cómica. Uno los traslada a estas páginas, llevado por la hilaridad que le producen y porque le parecen un tributo a la vida, y sin embargo hasta que no los ve aquí suprimiendo lo que precisamente tienen de alarmante y esperpéntico y de caricatura grotesca, no habrá avanzado nada en el verdadero camino de perfección. Naturalmente que los bufones y enanos tenían para los cortesanos de 1640 connotaciones hilarantes, pero sólo quien alcanzó a ver en el fondo de su alma lo que tenían de melancólicos soberanos sin corona, como Velázquez, pudo restituirlos al género humano como algo demasiado elevado para verlo a simple vista, en su corta estatura.

Es cada vez más frecuente que algunos amigos, tropezándose con cierto episodio descoyuntado de la realidad o hallándose en una situación penosa y ridícula, le recuerden a uno y le digan más tarde: vi o viví tal situación grotesca de la que tú habrías podido sacar mucho partido. Y agradece uno que sea así, pero sólo si un día descubren por sí mismos el fondo humanísimo y desolador que cimenta el desvalimiento y la idiotez humana frente a los que les puso la vida, podría afirmar uno que su tarea como escritor ha sido llevada a cabo.

Cierto: con el humor no se irá demasiado lejos en este tiempo. El humor sólo es tolerable cuando se lo encuentra uno en alguien del pasado. Que se ría un muerto es cosa de agradecer. Ahora, que lo haga un vivo se encuentra propio de seres frívolos o desustanciados o de locos. Se diga lo que se diga, nueve de cada diez editores actuales habrían rechazado el Quijote. Demasiado liviano con todos los problemas tan gravísimos que tenemos encima. Pudiendo irse a Nueva York, ¿a quién se le ocurre quedarse en La Mancha con un tipo chocarrero?