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Letras

Los amantes de Todos los Santos

17 julio, 2008 02:00

Juan Gabriel Vásquez

Alfaguara. Madrid, 2008. 224 páginas. 17 euros

Como saben los buenos lectores, Colombia no destaca precisamente por su penuria literaria, sino más bien por una envidiable y renovada producción de talentos. Un río caudaloso, en el que, claro está, no todas las voces valen lo mismo, pues si hay un autor que en los últimos tiempos ha despertado el merecido elogio de la crítica, es, sin duda, Juan Gabriel Vásquez, nacido en Bogotá en 1973, afincado en Barcelona, después de unos cuantos años de tránsito entre París y las Ardenas belgas (periplo capital en la ambientación de estos cuentos franco-belgas). Los siete relatos que componen Los amantes de Todos los Santos no hacen sino confirmar las buenas señales que ya emitía su ambiciosa novela Historia secreta de Costaguana. Atesoran las dos características indispensables de los buenos cuentos: ser a la vez intensos y certeros.

Basta iniciar la lectura de la primera de las piezas, “El regreso” (con su escritura elegante, limpia y cuidada, con su aire de estilizada crónica de sucesos y su despliegue de buen misterio) para percibir que aquí no hay trampa ni cartón, que aquí se juega sólo con buena literatura. No es casual que quedemos pronto atrapados en lo que sucedió en esa laberíntica finca de la aristocracia belga: en esa historia de dos hermanas, el envenenamiento del joven pretendiente Jan, y una larga condena a prisión. Qué sutil forma de venganza la que el autor reserva para el final del texto.

“Los amantes de Todos los Santos”, segundo de los cuentos, que da título al libro, puede calificarse casi de obra maestra, dada su calidad: Vásquez extrema aquí su talento en la creación de atmósferas en las que algo parece estar sucediendo antes de que asomara siquiera por allí el lector. Hurta y dosifica la información de modo que todo se nos vuelva querer saber qué es lo que le sucede, en ese día de caza, a esa pareja de las Ardenas belgas a punto de separarse y cuál es la amenaza real de una conversación pendiente, aplazada, que se adivina trágica y definitiva. El gran poder descriptivo de Vásquez alcanza niveles poéticos sobrecogedores. Por otro lado, el azar cotidiano, la pura casualidad, hace dar un giro inesperado al personaje en una inteligente y delicada historia de amor con la solitaria camarera Zoe, joven viuda de un piloto inglés. Aún más dolorosa que la separación de aquel con quien se compartió vida y amor durante años, puede resultar la constatación de la falta de sentido de la ruptura: “Tal vez este momento no tenía significado alguno, después de todo. Tal vez el dolor y la pérdida sólo cobraban sentido en la religión o en las fábulas”.

Idea que teñirá de principio a fin “La vida en la isla de Grimsey”, cuento final, dolorosa metáfora de la soledad contemporánea y de las pérdidas personales encarnada en el azaroso viaje de Ágatha (veterinaria hípica) y Oliveira (hijo descarriado de un magnate de los caballos): la necesidad de ella de aferrarse a alguna creencia por absurda que sea, tras la pérdida de una hija, le conduce a decir: “Supongo que no es pecado eso de seguir creyendo cosas aunque uno sepa que son mentiras”. Gran cuento también “El inquilino”, triángulo amoroso revelado en la edad anciana y también bañado en la misteriosa neblina de noviembre de las Ardenas, con la figura desesperada del alcohólico Xavier Moré, la asombrosa partida de caza, la cuestión de si cada uno construye su destino, y tantos secretos del pasado que siguen perturbando.

Parejas que se saben de memoria y a las que duele la rutina tanto como la separación, aparecen también en “En el café de la République”. Mientras que el inquietante “La soledad del mago” aborda la infidelidad matrimonial con un final realmente explosivo y desolador. Emparenta así con el aire de tragedia inconsolable que recorre “Lugares para esconderse”: de nuevo la casualidad: una escala de tren del narrador en Bruselas, un matrimonio amigo que lo aloja y la angustia por el accidente mortal de un niño…

Pocos autores contemporáneos dotan de tanta densidad y definición a sus personajes e historias. Pocos retratan así la complejidad de los sentimientos humanos. A la vieja pregunta de C. S. Lewis acerca de si los críticos pueden aún disfrutar de la experiencia de leer después de haber convertido la lectura en su modo de trabajo, cabe responder: con libros como los de Juan Gabriel Vásquez, sí, ¡y de qué forma!

Tres preguntas para Juan Gabriel Vásquez

P. En sus relatos un solo hecho azaroso cifra la vida del protagonista. ¿Por qué esa forma de contar?

R. Lo que usted llama un hecho azaroso para mí es una epifanía: el momento en que el hombre descubre algo esencial sobre sí mismo. Esos momentos están entre los más ricos, pero son muy difíciles de asir en literatura. El relato lo hace mejor que nadie

P. ¿Cómo se organiza un libro de relatos? ¿Se piensan como un todo?

R. Creo en el libro de relatos como conjunto. Es decir, antes de escribir el primer cuento tengo una vaga idea del libro completo. Los libros que me gustan, desde Dublineses de Joyce hasta Jesus’ Son de Johnson, funcionan así.

P. En qué ámbito se siente más a gusto, en el cuento o en la novela?

R. Son especies demasiado distintas como para hablar de preferencias. Yo diría que sólo tienen en común el ser ficciones en prosa. La novela está más emparentada con la épica, me parece, mientras que un buen cuento es casi como un poema.