Image: Una puerta al río

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Letras

Una puerta al río

por Barry Gifford

10 abril, 2008 02:00

Barry Gifford

Trad. de Luis Murillo FortBelacqua, La otra orilla

Memories of the sinking ship (traducido al español como Una puerta al río) sale a las librerías a partir del próximo miércoles 9 de abril. En este libro Barry Gifford recrea a través de un mosaico de recuerdos su infancia y su adolescencia. El autor se encuentra estos días en España para participar en el festival de spoken word Palabra y Música.

Siempre he sentido que mi destino era,
ante todo, un destino literario; es decir,
que me sucederían muchas cosas malas y
algunas buenas. Pero siempre supe que
todo eso, a la larga, se convertiría en palabras,
sobre todo las cosas malas, ya que la
felicidad no necesita ser transmutada: la felicidad
es su propio fin.

Jorge Luis Borges


Un buen elemento

Yo tenía siete años cuando en junio de 1954 mi padre y yo fuimos de Miami a Nueva Orleans para ver a su amigo Albert Thibodeaux. Llegamos a la ciudad en el Cadillac azul pastel de mi padre una mañana nublada y húmeda. El olor del río, mezclado con el de la malta de la fábrica de cerveza Jax y el humo de los Lucky Strike que mi padre fumaba sin parar, daba al aire un aroma a calor tostado. Dejamos el coche cerca de Jackson Square y caminamos una manzana hasta el bar Tujague's para encontrarnos con Albert. "Parece que va a llover", le dije yo a papá. "En Nueva Orleans siempre parece eso", dijo él.

Albert Thibodeaux era jugador. Por las noches presidía peleas de gallos y de pitbulls al otro lado del río, en Gretna o Algiers, pero de día siempre estaba en el Tujague's de Decatur Street con ferroviarios y seudoartistas del Quarter. Mi padre y él se conocían de cuando estuvieron en Cuba, época de la que yo no sabía nada, salvo que ambos habían vivido en el Nacional de La Habana.

Según Nanny, mi abuela materna, mi padre no me dirigió la palabra hasta que tuve cinco años. Por lo visto, consideraba que un niño no era capaz de entenderle ni su amistad digna de ser cultivada hasta esa edad, y puede que no estuviera equivocado. Yo, desde luego, nunca me sentí privado de nada por culpa de esa política. Si mi abuela no me hubiese hablado de ello, yo no habría notado la diferencia.

Mi padre jamás me explicó lo que hacía o había hecho hasta que tuve edad para ir con él. Me enteraba de cosas sobre la marcha, escuchando a tipos como Albert y otros amigos de mi padre, como Willie Nero, de Chicago, y Dummy Fish, de Nueva York. Se suponía que vivíamos en Chicago, pero mi padre tenía casa en Miami, Nueva York y Acapulco. Viajábamos mucho, casi siempre sin mi madre, que solía quedarse en Chicago e iba mucho a la iglesia. Una vez le pregunté a papá si éramos de alguna religión y él me dijo: "Tu madre es católica".

Albert era un hombre bajo y obeso con un bigote a lo Dalí. Se parecía a un organillero que había en Maxwell Street, pero sin órgano ni mono. él y mi padre bebían whisky irlandés de las diez de la mañana hasta la hora de almorzar, que era sobre la una y media, y entonces me mandaban al mercado de Decatur Street o a Johnny's, en St. Louis, a comprar muffaletas. Yo volvía con tres, pero Albert y papá nunca comían las suyas. Sólo hacían que hablar, y de vez en cuando Albert iba a la trastienda a llamar por teléfono. Se llevaban los dos muy bien y no pasaba una hora sin que Albert me preguntara si quería algo, una Barq's o un Delaware Punch, y papá me palmeaba el hombro y le decía a Albert: "El chico es de buena pasta". Entonces Albert sonreía de forma que el bigote le tapaba casi la nariz y decía: "Es verdad, Rudy. No tendrás que preocuparte por él".

Una noche, estando en el vestíbulo del Waldorf de Nueva York, oí que papá le hablaba a Dummy Fish alzando la voz. Yo estaba sentado en una enorme butaca de piel entre un cenicero a rebosar y una palmera con su maceta y entonces vino papá y dijo que Dummy me acompañaría a nuestra habitación. Que me acostara, dijo, él subiría más tarde. En el ascensor miré a Dummy y vi que sudaba. Estábamos en diciembre, pero los goterones le resbalaban hasta la barbilla. "¿Mi papá tiene algún empleo?", le pregunté. "Pues claro que sí -dijo Dummy-. Tu padre tiene que trabajar, como todo el mundo." "¿Y a qué se dedica?", insistí. Dummy se enjugó el sudor con un pañuelo de cuadros blancos y azules y me dijo: "Tu padre habla con la gente. Es un gran hablador".

Papá y Albert charlaron hasta después del almuerzo y yo debí de quedarme dormido en la barra, porque cuando desperté era de noche y estaba en el asiento posterior de nuestro Cadillac azul pastel. íbamos por el puente Huey P. Long y un tren de mercancías estaba pasando por encima de nuestras cabezas. "¿Te apetecen unas ostras italianas, hijo? -me preguntó papá-. Pararemos en Houma a tomar una cerveza fría y algo de comer." íbamos en el coche por el carril de la izquierda con el gran río marrón a nuestros pies. Por la barandilla del puente pude ver las luces de las gabarras que surcaban el agua a paso de tortuga.

"Albert es un gran negociante, de los mejores. -Papá encendió un nuevo Lucky con el anterior y arrojó la colilla por la ventana-. Es un buen elemento, que no se te olvide."

La señora Kashfi

Mi madre siempre ha creído mucho en adivinas, propensión que papá consideraba tan extravagante como su devoción por la Iglesia Católica. él se negaba incluso a hablar de nada que tuviese que ver con cualquiera de esas dos entidades, una política que no hacía sino consolidar los arcanos afanes de mi madre. Ella todavía me sigue informando cada vez que se topa con algún vidente cuyos pronósticos encuentra especialmente acertados. Una vez oí decir a papá que ella pertenecía a "la hermandad de la Perpetua Búsqueda de la Palabra".

Mi experiencia con adivinas se limita a lo que pude observar de niño, cuando no tenía más remedio que acompañar a mi madre en sus frecuentes peregrinaciones a casa de la señora Kashfi. La señora Kashfi leía hojas de té y compartía con su pájaro un apartamento de dos habitaciones en un gran edificio de ladrillo gris sito en la avenida Hollywood de Chicago. No bien entrábamos en el vestíbulo del edificio la mala ventilación empezaba a agobiarme. Era como si la señora Kashfi viviera en una bóveda donde no entraba nunca el aire fresco. Vestíbulo, ascensor y pasillos eran sofocantes, demasiado calurosos tanto en verano, cuando la ventilación era mínima, como en invierno, cuando el exceso de calefacción resultaba insufrible. Y todo apestaba horriblemente, como si allí nadie cocinara otra cosa que col hervida. Mi madre, que solía notar mucho esa clase de aspectos desagradables, parecía del todo ajena a ellos en aquel edificio. Lo único que le importaba era que allí vivía el oráculo.

La peor agresión olfativa, no obstante, procedía del propio apartamento de la señora Kashfi, concretamente de la habitación donde tenía a su pájaro, un periquito ciego, pardoamarillento y casi desprovisto de alas, cuya jaula parecía que no limpiaban con regularidad. Era en esa habitación, en un incómodo sofá con fundas de encaje grisáceo en los brazos, donde yo tenía que esperar a mi madre mientras ella y la señora Kashfi, encerradas en el sanctasanctórum del dormitorio, navegaban por el mar de la clarividencia.

El apartamento estaba lleno de sillas y sofás, cómodas repletas de cachivaches y fotografías enmarcadas de personajes envarados, con ojos saltones y extrañas ropas, reliquias del viejo país, que a mí me parecían otras tantas pruebas de la existencia de extraterrestres. Nada allí parecía real, como si a un chasquido de los dedos de bruja de la señora Kashfi todo hubiera podido desaparecer de repente. La señora Kashfi era una mujer menuda y muy vieja que siempre estaba inclinada hacia adelante, como a punto de caerse, y por eso a mí no me gustaba que se me acercara demasiado. Tenía una nariz grande y usaba gafas, así como dos y hasta más jerseys verdes o marrones en cualquier época del año, pese a la atmósfera de por sí infernal.

Yo me sentaba obediente en el sofá, escuchando los murmullos que salían de la puerta del dormitorio y al pájaro que soltaba heces a modo de bolitas sobre el sucio papel de periódico de su nauseabunda jaula. De allí no salía otro sonido que el constante "tup-tup" de sus evacuaciones. Detrás de la jaula del periquito había una ventana mugrienta, protegida por cortinas de ojete, que daba a la pared de ladrillo de otra casa.

Quieto en el sofá, esperaba a que terminase la sesión. Las visitas duraban una media hora, al término de la cual la señora Kashfi solía acompañar a mi madre hasta la puerta. Allí se quedaban hablando otros diez minutos mientras yo me agitaba nervioso en el maloliente recibidor intentando ver cuánto tiempo podía contener la respiración.

Sólo una vez alcancé a ver con mis propios ojos los prosaicos indicios en los que la señora Kashfi basaba sus milagrosos análisis. Al término de una de aquellas sesiones mi madre salió del dormitorio con una taza de té y me dijo que mirara dentro.

-¿Qué significa? -pregunté.

-Que tu abuela está bien y es feliz -dijo mi madre.

Mi abuela, la madre de mi madre, había muerto hacía poco y la noticia me dejó perplejo. Volví a mirar los trocitos marrones que había en el fondo de la taza de porcelana. La señora Kashfi se inclinó sobre mí, asintiendo con sus grandes narices pobladas de largos pelos. Yo me aparté y esperé junto a la puerta preguntándome qué pensaría de aquello mi padre, mientras mi madre miraba complacida el interior de la taza.

El Ciné
Un sábado nublado de octubre de 1953, cuando Roy tenía siete años, su padre le llevó a ver una película al salón Ciné de Bukovina Avenue en Chicago, una temporada que vivieron allí. Después de dar tumbos en el Cadillac azul pastel por el adoquinado y las vías del tranvía, el padre de Roy aparcó el coche a media manzana del cine.

Roy llevaba un jersey de cuadros marrones y blancos, un pantalón caqui y zapatos de dos colores con cordones, y su padre un traje azul cruzado y corbata blanca de seda. Caminaron cogidos de la mano hasta el Ciné. Roy había notado que cada día hacía más frío y estaba ansioso por meterse en la sala, a resguardo del viento. El rótulo del Ciné tenía un fondo rojo sobre el cual las letras se curvaban hacia arriba en neón amarillo. Se enroscaban las unas con las otras como pitones reticuladas entre las ramas de un grueso bo camboyano. La marquesina anunciaba la película que iban a ver, El capitán King, con Tyrone Power en el papel protagonista, un oficial británico mestizo que tiene bajo su mando a un regimiento indio de caballería en lucha contra afganos y otros insurgentes. "Tyrone el Figurín", le llamaba el padre de Roy, pero Roy no sabía por qué.

Entraron en el vestíbulo del Ciné y fueron hacia el puesto de golosinas. El padre de Roy le compró a Roy palomitas de maíz, una piruleta Holloway All-Day y una zarzaparrilla. Entraron en el cine propiamente dicho y escogieron asientos en el lado derecho, bastante cerca de la pantalla. El público estaba compuesto en su mayoría por chavales, muchos de los cuales no paraban de correr arriba y abajo de los pasillos incluso durante la película, entre risas y gritos, derramando bebidas y palomitas por el suelo.

La película empezó poco después de que Roy y su padre tomaran asiento, y mientras Tyrone Power pasaba revista a su tropa montada, el padre de Roy le susurró a su hijo:

-En aquella época, los afganos ya sacaban dinero con el tráfico de opio.
-¿Qué es opio, papá? -preguntó Roy.
-Un jugo que se saca de las amapolas. Los afganos lo elaboran y luego lo venden a traficantes de droga de otros países. El opio hace mucho daño.
-¿La gente lo come?
-Se puede comer, pero en general la gente lo fuma y tiene sueños.
-¿Pesadillas?
-A veces sí, a veces no. Lo fuman en pipa y se vuelven tarumbas. Una vez que un hombre se engancha al opio, se convierte en una piltrafa humana.
-¿Y las mujeres? ¿También fuman opio?
-Desde luego. Pero sólo las orientales, que yo sepa. Muchos marineros de Shanghai, Hong Kong y Zamboanga empiezan a darle a la pipa y ya no vuelven a la civilización.
-¿Dónde está Zamboanga?
-En Mindanao, en las islas Filipinas.
-¿Eso está muy lejos de India y Afganistán?
-Por aquellos andurriales todo está muy lejos de cualquier parte.
-¿Y los soldados del capitán King no pueden frenar a los afganos?
-Como no lo hagan, Tyrone el Figurín les va a dar una patada en el culo.
Roy y su padre vieron cómo Tyrone Power arengaba a sus pupilos durante unos veinte minutos, y luego el padre de Roy volvió a susurrarle al oído.
-Hijo, tengo que resolver un asunto. Volveré enseguida. Antes de que termine la película. Toma, aquí tienes un dólar -dijo, poniendo un billete en la mano de Roy-, por si quieres más palomitas.
-Papá -dijo Roy-, ¿no quieres ver lo que pasa?
-Me lo cuentas después. Pásatelo bien. Espérame aquí. Sin que Roy tuviera tiempo de decir nada más, su padre se levantó y se fue. Al terminar la película, el padre de Roy no había vuelto aún. Roy permaneció en su butaca mientras las luces de la sala estaban encendidas. Se había comido las palomitas y bebido el refresco, pero aún no había abierto la piruleta. A todo esto, hubo intercambio de espectadores; se marcharon unos y tomaron asiento otros. La película volvió a empezar.

Roy tenía mucho pis, pero no quería levantarse por si su padre regresaba mientras él estaba en el servicio. Roy se aguantó hasta que no pudo más y luego dejó que un hilo de orina descendiera por la pernera izquierda de su pantalón, se colara en el calcetín y mojara el suelo. La butaca de su izquierda, la que había ocupado su padre, estaba vacía, y una señora mayor que tenía a su derecha no pareció notar que Roy había orinado. El tufo quedaba disimulado por el olor a palomitas, caramelos y tabaco.

Roy se quedó donde estaba con el pantalón mojado, y el calcetín y el zapato izquierdos empapados, viendo una vez más cómo el capitán King reclamaba heroísmo de sus fusileros. Esta vez, cuando terminó la película, Roy salió con el resto del público y se quedó bajo la marquesina del cine esperando a su padre. Le sentó bien respirar un poco de aire sin humo. El cielo estaba oscuro, anochecía, y la gente que acudía al Ciné eran casi todo parejas que habían quedado para el sábado noche.

Roy empezó a sentir hambre. Sacó la piruleta Holloway All-Day, la desenvolvió y dio unos lametones. Un policía uniformado se acercó a él y se quedó a unos pasos. Roy no sintió tentaciones de decirle nada al guardia acerca de su situación porque recordaba que su padre le había dicho más de una vez: "Los policías no son tus amigos". El agente miró una sola vez a Roy, le sonrió y se alejó de allí.

La madre de Roy estaba en Cincinnati, visitando a su hermana, la tía Theresa. Roy decidió ir andando hasta donde su padre había aparcado el coche, para ver si el Cadillac azul pastel seguía allí. Tal vez su padre había ido a pie a ese recado, o quizás en taxi. En el lugar donde el padre de Roy había dejado el coche había ahora un Studebaker Hawk negro con embellecedores dorados.

Roy volvió al Ciné. El policía que le había sonreído estaba otra vez enfrente de la sala. Roy pasó de largo sin mirarle, chupando su Holloway All-Day. Tenía la pernera izquierda apelmazada pero casi seca, el calcetín continuaba empapado. El viento frío le hizo tiritar y se frotó los brazos. Sonó una bocina de coche. Roy volvió la cabeza y vio el Cadillac azul pastel parado en mitad de la calzada. Su padre le hacía señas sacando el brazo por la ventanilla del conductor.

Roy caminó hacia el coche, rodeó la parte delantera, abrió la puerta del acompañante y montó, cerrando la pesada puerta metálica. El padre de Roy arrancó. Roy miró por la ventanilla al poli que estaba delante del Ciné: tenía una mano apoyada en la culata de su revólver enfundado y con la otra toqueteaba el mango de su porra mientras barría la calle con la mirada.

-Siento llegar tarde, hijo -dijo el padre de Roy-. Me he entretenido más de lo que pensaba. Cosas que pasan. ¿Qué tal la película? ¿Tyrone el Figurín lo ha arreglado todo?

Una puerta al río

Marcas en el cuerpo
Una de las cosas que más le gustaban a Roy era viajar de noche en automóvil. Entre población y población, por oscuras y escasamente concurridas carreteras, Roy disfrutaba imaginando las vidas de aquellos aislados habitantes, su aspecto, ropa y costumbres. Le gustaba también escuchar la radio cuando su madre o su padre no tenían ganas de hablar. Roy y uno u otro de sus progenitores pasaban gran cantidad de tiempo viajando, sobre todo por la carretera entre Chicago, Nueva Orleans y Miami, las tres ciudades en las que alternativamente residían.

A Roy no le importaba llevar una existencia ambulante, pues no conocía otro tipo de vida. Cuando fuera mayor, pensaba Roy, quizá preferiría quedarse en un solo sitio durante más de dos meses seguidos; por ahora, estar siempre "en movimiento", como su madre lo expresaba, no le parecía mal. A Roy le gustaba conocer gente nueva en los hoteles donde se hospedaban, escuchar anécdotas por boca de desconocidos en Cincinnati, Houston o Indianapolis. Solía memorizar los nombres de sus perros y caballos, los nombres de las calles en donde vivían, incluso los números de sus casas. Los únicos números de esta índole que Roy podía considerar propios eran los de las habita-ciones de hotel. Cuando alguien le preguntaba dónde vivía, Roy contestaba: "Roosevelt, habitación 504", o "Ambassador, habitación 309", o "Delmonico, habitación 406".

Una noche, estando su padre y él en el sur de Georgia camino de Ocala (Florida), oyeron por la radio que se había organizado una persecución para dar caza a Lavern Rope, un negro de treinta y dos años. Al parecer Lavern Rope, trabajador en paro de una piscifactoría de siluros y hasta hacía poco residente en Belzoni (Misisipí), había asesinado a su madre y luego secuestrado a una monja, robándole el coche. El cadáver incompleto de la monja había sido hallado en la bañera de un cuarto de hotel en Valdosta, no lejos de donde Roy y su padre se encontraban ahora. A la monja, informaba la policía, le faltaba el brazo izquierdo, supuestamente en poder de Lavern Rope, el cual había sido visto por última vez alrededor de la medianoche saliendo del Vic & Flo's Forever After, un popular autocine, en el Chrysler Newport descapotable rojo y beige del 57 propiedad de la hermana Mary Alice Gogarty.

Roy inició rápidamente la búsqueda del coche robado, aunque el tramo de carretera por el que viajaban estaba bastante solitario a las tres de la mañana. Sólo se habían cruzado con un coche en la última media hora, y Roy no se había fijado en qué modelo era.
-Papá -dijo Roy-, ¿para qué quería Lavern Rope el brazo izquierdo de la monja?
-Seguramente pensó que así les costaría más identificar el cadáver -respondió el padre de Roy-. Quizá tenía un tatuaje...
-No creía que las monjas se tatuaran.
-Podría habérselo hecho antes de entrar en la orden.
-Seguro que Lavern tirará el brazo en alguna parte, ¿no, papá?
-Supongo. Tú no te hagas tatuajes, hijo. Podría llegar un día en que no quisieras que te reconocieran. Es mejor no tener marcas en el cuerpo que te identifiquen.

Cuando llegaron a Ocala, el sol ya estaba empezando a salir. El padre de Roy los registró en un hotel y cuando fueron a la habitación le preguntó a Roy si quería ir al baño.
-No. Ve tú primero, papá.
Mientras su padre estaba en el baño, Roy pensó en Lavern Rope cortándole el brazo a la monja en un hotel de Valdosta. Si había empleado una navaja, seguro que habría tardado mucho. Probablemente habría pensado en llevarse un cuchillo de cocina de casa de su madre.
Cuando su padre salió del baño, Roy le preguntó:
-¿Crees que la poli encontrará a Lavern Rope?
-Seguro que sí.
-Papá.
-¿Qué, hijo?
-Me juego algo a que no encuentran el brazo de la monja.
Roy se desnudó y se metió en una de las dos camas. Antes de que Roy pudiera preguntarle nada más, su padre ya roncaba en la otra cama. Roy permaneció tumbado con los ojos abiertos durante unos minutos; entonces se dio cuenta de que tenía que ir al baño. Su padre dejó de roncar de repente.
-¿Aún estás despierto, hijo?
-Sí, papá.
El padre de Roy se incorporó en la cama.
-Se me acaba de ocurrir que un flamante Chrysler Newport rojo y beige, y encima descapotable, es un automóvil muy poco corriente para una monja.