Image: Barreiros. El motor de España

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Letras

Barreiros. El motor de España

por Hugh Thomas

1 marzo, 2007 01:00

Eduardo Barreiros

Planeta

Vuelta a Villaverde

Porque no es de aquí, es de muy lejos...
Los hombres de aquí no son capaces de
esto...

FEDERICO GARCíA LORCA,
La casa de Bernarda Alba

Eduardo se fue a vivir a La Habana en 1982. Al principio se instaló en una de las agradables residencias para invitados del gobierno (una casa de protocolo) que ya conocía; luego se mudó a una suite del décimo piso del Hotel Habana Libre que en 1958, cuando fue inaugurado, se llamó Habana Hilton (aunque por poco tiempo)-, situado en el centro del espléndido barrio de El Vedado. Dorinda fue con él, y Mariluz iba a veces de vacaciones, con sus dos hijos pequeños.

Eduardo conservó su casa de María de Molina, en Madrid, en cuyas cuatro plantas se repartían su familia, sus nietos, sus oficinas y su secretaria. En realidad, vivía a caballo entre las dos ciudades. A veces asistía con Dorinda a las grandes recepciones que el rey Juan Carlos ofrecía en Madrid, y al día siguiente tomaba el avión rumbo a La Habana.

Se puede encontrar una imagen de ese Eduardo "a caballo" en el diario de Manuel Fraga, que en noviembre de 1984, cuando viajaba a Costa Rica vía La Habana, se encontró a Eduardo en el avión, sentado cerca de él: "Rodeado de papeles y proyectos, mi amigo, Eduardo Barreiros. Que intenta montar allí una fábrica de motores... tengo la impresión de que los resultados demuestran que el medio económico-social no es el más apropiado... para un genio creador como el suyo...". Siempre que volvía a La Habana lo hacía cargado de maletas y paquetes llenos de todo tipo de regalos para sus amigos cubanos: whisky, gafas, medicamentos, fruta, uvas, repuestos para vehículos.

Al cabo de un tiempo, Dorinda comprendió que ella no podía vivir indefinidamente en un hotel de La Habana. Incluso cuando estaba en Cuba, no dejaba de pensar en su hijo Eduardo-Javier, que necesitaba ayuda continuamente. No quería dejarle solo en Madrid. Además, contrajo una gripe bastante desagradable. De modo que no es sorprendente que no volviera a Cuba.

La ausencia de su familia más próxima inquietaba a Eduardo y le hacía sentirse muy solo, aunque viajaba a Madrid más o menos una vez al mes. Llegó a conocer muy bien la melancolía de una habitación de hotel, los fríos amaneceres en la terraza. Sin embargo, acabó por hacer amigos en Cuba. Muchas veces iba a almorzar los domingos al Cecilia, un encantador restaurante al aire libre situado en la salida de La Habana hacia el oeste, acompañado de Luis Gutiérrez y su familia. Estela Domínguez, su ayudante cubana, y Cecilio González, que era el director de la fábrica en Cuba, no sólo fueron sus colaboradores, sino que se convirtieron en sus amigos.5 El magnético Diocles Torralba González, ministro de Transportes de Cuba a finales de la década de 1980, también se hizo muy amigo de Eduardo. Otra amiga era Marisela Dueñas, una enfermera cuyo hermano se convirtió en uno de los chóferes de Eduardo. Marta González, la secretaria de Eduardo, también le quería mucho. Hoy, en 2006, todos esos hombres y mujeres están en la flor de la vida y a muchos les espera una larga carrera profesional en el todavía semicerrado mundo de la Cuba actual, así que sería inapropiado detenerse en ellos y sus actividades. El país sigue siendo una sociedad cerrada. Es, por tanto, imposible escribir con libertad de conciencia sobre los que se relacionaban con Eduardo en aquellos años.

Entretanto, el SIME asignó a Eduardo una fábrica del este de la ciudad, pasado el puerto, a la que se conocía desde hacía poco como Amistad Cubano-Soviética (Eduardo siempre se refirió a ella como la "Amistad"). Antes de 1959 había sido la sede de ámbar Motores Corporation, que se había usado para distribuir en Cuba los coches, camiones y autobuses de General Motors.6 En 1984 se reparaban y se transformaban a diésel allí los robustos motores soviéticos ZIL. En esa fábrica, y en suelo cubano, Eduardo se propuso revivir su vida maravillosamente creativa de Villaverde. Empezaba la jornada con un paseo por su nueva planta, con su ágil paso, como había hecho en España en los viejos tiempos. Mostraba hacia sus trabajadores y sus familias la misma cercanía que había manifestado en España. Siempre tenía una ambulancia preparada para que fuera a casa de quien no hubiera acudido a trabajar. Una de las funciones del vehículo era comprobar que quien dijera que estaba enfermo no fingía. En cierta ocasión, uno de sus trabajadores estaba abatido por la muerte de su esposa; Eduardo ayudó a sus hijos y se aseguró de que estudiarían en un instituto técnico.

Marta González fue su secretaria en esta nueva fábrica. No tuvo dificultades para adaptarse a su forma de trabajar. "Siempre trató muy bien a todo el mundo -recordaba-. Llegaba a las 7 de la mañana, muchas veces estaba solo hasta que la fábrica abría a las 7:30. Enseñó a la gente no sólo a trabajar, sino a producir. él mismo se adaptó rápidamente a los caribeños, a los cubanos. Quería dinero, desde luego, pero para invertirlo en su empresa, no sólo por los dividendos. Nadie se iba de su despacho sin recibir consejo y ayuda".

Marta llegó a querer a Eduardo como si hubiera sido su padre. Había muchas otras personas que compartían sus generosas opiniones sobre él. Marta recordaba: "No comía mucho, pero tomaba gran cantidad de café. Muchas veces decía prepárame un fangito. También le gustaba tomar un zumito de mango". Una vez, Marta tuvo una pierna escayolada durante siete semanas, y el chófer de Eduardo, Valero Alises, a quien Eduardo había traído de Madrid, nacido en Villarrubia de los Ojos, a unos cincuenta kilómetros de Puerto Vallehermoso, la llevó en coche a la fábrica todos los días, para despachar con Eduardo.

Los trabajadores que seguían en la fábrica en 2001 hablaban elogiosamente de Eduardo. Les parecía que era "muy técnico" y al mismo tiempo "muy humano". Pensaban que eso se debía a que tenía una familia fuerte. Su "manera de ser" era magnífica. Por encima de todo era alguien que enseñaba, y también sabía escuchar. Tenía una notable combinación de humanidad y pericia. Siempre le gustaba inspeccionar los autobuses que había hecho. Al igual que en Villaverde no era un hombre de oficina sino de fábrica. La selección de personal que llevaba a cabo era buena. Seguía teniendo buen olfato para conseguir a la persona adecuada.

Muchas veces, cuando llegaba a La Habana procedente de España, Eduardo mandaba su equipaje al hotel y -según recordaba un trabajador- iba directamente del aeropuerto a la fábrica, a pesar del largo viaje que acababa de realizar. Al igual que había hecho en Villaverde, hablaba y consideraba a sus trabajadores como si fueran familia suya, y éstos le querían. Siempre decía que el comportamiento privado debía aplicarse al trabajo. "Dejó claro -recordaba otro superviviente-, que quería que imitáramos su capacidad de trabajo. Tenía un conocimiento asombroso de todos los detalles referidos a los motores. Trabajaba de 7 de mañana a 8 de la tarde, con un descanso de una hora para comer, y también tenía una confianza absoluta en nosotros. Don Eduardo se esforzaba por demostrar cómo se debían organizar las empresas. Una vez su chófer, Valero, hizo un llamativo gesto al poner su chaqueta en un charco para evitar que Eduardo se salpicara los pantalones".

Pero la tarea de convertir aquella fábrica en una planta moderna fue "un problema muy complejo", según escribió Antonio Guisasola. La iluminación era mala; la maquinaria, antigua. Eduardo la transformó de tal modo que, en unos cuantos meses, parecía una de las mejores fábricas del mundo.

Otro asesor de Eduardo, el psicólogo Luis Morente, comentó: "La fábrica no había sido tal en el sentido normal de la palabra. Había sido un centro de actividades sociales laborales. Lo importante en ella era el voluntariado. Eso era una herencia de [Che] Guevara. La gente trabajaba por "la patria" sábados y domingos, lo que no tenía nada que ver con la fabricación de motores. Don Eduardo se encontró con que tenía que tratar de educar al pueblo cubano. Se puso a fabricar motores con la misma perseverancia que había demostrado en España. Su idea era combinar el patriotismo cubano con el objeto de convencer a los dirigentes del régimen de que fabricar motores no sólo era bueno, sino que, además, era posible, aunque algunos de los componentes se hicieran en España". Eduardo insistió también en los incentivos para los trabajadores, aunque eso pareciera remitir al capitalismo. Un mecánico español, Manuel Rubio, de Villanueva de los Infantes, dijo que encontró a los cubanos "muy nobles", aunque estaban lejos de ser escrupulosos en sus hábitos de trabajo. Las reparaciones se hacían de modo descuidado.

Con objeto de acelerar la producción de aquellos elementos que necesariamente se tenían que fabricar en España, Eduardo consiguió una nueva patente para el "perfeccionamiento en motores de combustión interna de carburación o diésel", que reemplazara la que había perdido cuando Chrysler se quedó con Villaverde.

Eduardo llevó a La Habana a un grupo de experimentados técnicos españoles. Se suponía que formarían a los cubanos y luego los dejarían trabajar por su cuenta. La mayor parte de esos espíritus aventureros eran ex colaboradores de Eduardo en Villaverde. Técnicamente serían "asesores-consejeros", miembros de un nuevo organismo que se iba a llamar CATDA (Centro de Asistencia Técnica para el Desarrollo Automotriz). El grupo dependería del SIME y su función sería seleccionar y formar al personal. Consideraban que su objetivo no era combatir el "socialismo" sino tratar de establecer un sistema de incentivos que se combinaría con las prácticas comunistas cubanas. Era una tarea hercúlea, especialmente porque tuvieron que enfrentarse a los antiguos prejuicios con respecto a los españoles, que habían desempeñado un papel decisivo en la economía cubana hasta la revolución nacionalista de 1933. Recordando esa última experiencia, Castro insistió en que todos esos españoles serían reconocidos oficialmente como "asesores". Ningún español tenía que dar órdenes específicas a los cubanos. Se impuso el tacto, acompañado de mucha diplomacia. La fábrica, sin embargo, llegó a ser conocida extraoficialmente como "el centro de los gallegos", y a veces como "la oficina Barreiros".

Eduardo acababa de empezar a vivir en su nuevo país, Cuba, cuando sufrió un ataque al corazón. Lo atribuyó a las "angustias y depresiones" provocadas por su "suspensión de pagos". Fuese la causa que fuese, pronto se repuso en la clínica Cimiecq, de La Habana. Poco después perdió la visión en un ojo. Su hija Mariluz y Dorinda lo acompañaron a una clínica oftalmológica de Houston donde fue operado de cataratas, una intervención que resultó complicada pero completamente satisfactoria. Eduardo admitiría que Estados Unidos -aparte de Chrysler- tenía sus ventajas.

Todos los "colegas españoles" estaban bien pagados. El salario de los seis miembros con más experiencia del grupo ascendía a 213.000 pesetas al mes, y los demás cobraban unos sueldos ligeramente inferiores excepto Luis Palomino, al que le pagaban un poco más.13 Empezaron a llegar en abril de 1984. El jefe de la delegación era Antonio Guisasola, un ingeniero de caminos cinco años más joven que el propio Eduardo. En sus primeros tiempos trabajó en carreteras de Zamora, Orense y Almería (donde fue jefe de obras públicas), y en 1960 entró en Bédaux. En noviembre de ese mismo año se incorporó a Barreiros Diésel, y en unos pocos meses se convirtió en subdirector general de la empresa. En 1966 fue a trabajar a Detroit, en la auditoría general de Chrysler, y se relacionó con muchos cubanos que habían emigrado a Estados Unidos. Después de desempeñar diversos empleos, entró en 1974 en el Ministerio de Obras Públicas, en Madrid, también como subdirector general. En noviembre de 1983 renunció a ese puesto y se fue a Cuba con Eduardo. Cuando se le preguntaba por qué había abandonado un empleo seguro de funcionario, decía: "Yo con don Eduardo habría ido al fin del mundo si él me lo hubiera pedido". Su primer trabajo fue seleccionar a los ingenieros y economistas que trabajarían en el CATDA.

Julián Merino fue otro de los antiguos colaboradores de Barreiros en España que fue a Cuba; se convertiría en consejero y coordinador general de DIMISA. Ya hemos hablado de él al tratar los primeros tiempos de Barreiros Diésel. Había ascendido hasta que, en noviembre de 1965, fue nombrado director general de ingeniería de fabricación en Villaverde. En septiembre de 1968 era director del departamento de "servicios de fabricación y división de utillaje", hallándose formalmente a las órdenes de W. J. Humphrey, el director de operaciones de Chrysler. Siguió en Chrysler después de la crisis de 1969, y más tarde se marchó a Barreiros Hermanos, la empresa formada por los hermanos de Eduardo después de 1969, donde trabajó con Valeriano. Allí se hizo cargo de multitud de obligaciones, desde el proyecto de Orense hasta investigaciones sobre neumáticos: ¿cuáles eran mejores, los Michelin o los Pirelli?, ¿podría existir una versión española?

Merino había sido amigo de Eduardo desde 1956. En 1978 comenzó a colaborar de nuevo con él, en su etapa cubana. En su opinión, Eduardo consideraba Cuba un sitio donde podría hacer realidad sus nuevos sueños. De 1978 a 1979, Merino combinó su trabajo con Eduardo y su actividad en Barreiros Hermanos, pero desde 1980 dedicó todo su tiempo a la dirección técnica de DIMISA. Sugirió el nombre de muchas de las personas que fueron a trabajar a Cuba, pero no el de Guisasola, que fue elegido por el propio Eduardo. También fue el responsable de todo el equipo industrial que era necesario llevar de España y coordinó la colaboración entre Madrid y La Habana. Asimismo, supervisó la instalación del equipo necesario en la fábrica Amistad Cubano-Soviética. Los otros "asesores" debían informarle a él.

También fueron a La Habana, Fernando López de la Fuente, especialista en prensas de estampación y matrizería; Luis de León, un ingeniero especialista en fundición, hierro y acero; Pedro Seco, especialista en control de calidad; y Luis Palomino, un madrileño que había sido miembro del consejo de dirección de fabricación en Villaverde, en 1966. Más tarde viajaron a Cuba Manuel Martínez, un especialista en ingeniería industrial, y Antonio Iglesias, un ingeniero de Orense especialista en tratamientos térmicos y forja. Otros asesores eran Luis Morente, especialista en psicología industrial; Marciano Tovar, experto en fundición; y Manuel Landeras, ingeniero especialista en conservación de máquinas.

Pedro Seco, el especialista en control de calidad, procedía de Valladolid. Estuvo empleado durante algún tiempo en Pegaso, en la década de 1960, y luego trabajó en Barreiros y Chrysler a las órdenes de Merino, quien le sugirió que quizá le podría gustar ir a Cuba, lo que finalmente hizo: trabajó durante un año en las oficinas de María de Molina y luego le reclamaron desde Cuba. Aceptó porque le pareció "un proyecto bonito".

Encontró que la sociedad cubana estaba "francamente mal: en el sentido humano, en cuestiones de motivación". El obstáculo era la política. Llevaba mucho tiempo hacer cualquier cosa. A nadie -pensaba él-, le interesaba el éxito económico. Había tres categorías entre los trabajadores, que no dependían de su capacidad sino del tiempo que llevaran en la fábrica. Pero Seco comprendió que algunos de los cubanos estaban muy motivados. Unos cuantos -pensaba él-, eran admirables y le habría gustado tenerlos como empleados en España: "Dábamos clases diariamente a los cubanos y muchos de ellos aprendían deprisa, incluidos algunos que tenían experiencia en la Unión Soviética. A los cubanos les gustaban los españoles más que cualquiera de los demás. Los rusos no gozaban de simpatías y [la verdad] no parecían figurar mucho". No creía que los rusos hubieran defendido Cuba con mucho entusiasmo en el caso de que Estados Unidos hubiera invadido la isla. Ninguno de los cubanos con los que trabajó había conocido la vida del país antes de la revolución de 1959; en aquellas fechas todos eran muy jóvenes.

Merino creía que los problemas principales de Cuba eran la carencia de disciplina, la falta de puntualidad y la inclinación de todos los trabajadores a ausentarse de su puesto -de ahí la ambulancia.

Antonio Iglesias era un orensano de Santa Cruz de Arrabaldo, justo al oeste de la capital. Había entrado en Barreiros Diésel en 1955 por recomendación de su cuñado, un antiguo amigo y empleado de Eduardo, Domingo Fernández (él y Antonio se habían casado con dos hermanas, Ofelia y Orisia), y en 1965 era jefe de taller. En Cuba, Iglesias se convirtió en director de la división de tratamientos térmicos. Según Fernández Baquero, era "un chico con una inteligencia fabulosa y con ganas de aprender". En Cuba, su trabajo fue adaptar las características mecánicas de cada tipo de acero a las exigencias adecuadas. Como a Seco, Cuba no le gustaba nada…

Carta de Eduardo Barreiros a Fidel Castro, 6 de mayo de 1991
La historia de la humanidad es una historia de lucha. Pero no me refiero aquí a los grandes hitos histéricos que realizaron grandes hombres, grandes gestas, de forma -digamos-"oficial", sino a esa lucha cotidiana, silenciosa y pertinaz que cada hombre lleva a cabo cada día de su vida.

Sabido es que, si el hombre no hubiera luchado por superarse, estaríamos todavía en las épocas de las cavernas y de la caza o, a lo sumo, en la aparentemente más romántica del pastoreo transhumante. Pero el hombre, gracias a su lucha diaria desde el principio de los tiempos, ha conseguido a lo largo de milenios establecerse y sacar provecho de cuanto la naturaleza ha puesto a su alcance. Es así como se ha logrado una civilización que, a pesar de muchos defectos que no conviene olvidar y mucho menos dar por resueltos, entre otras cosas ha alargado la vida del hombre y lo ha situado en un bienestar, para sí y para la sociedad formada, que no hace muchas décadas nuestros abuelos no hubieran podido vislumbrar.

Y, una vez que el hombre ha conseguido resolver su problema de subsistencia (alimentación, salud), es cuando ha podido mirar más alto y contemplar y abordar ideales a los que el hambre no permite siquiera asomarse.

Volviendo al día a día y, sobre todo en épocas de penuria o dificultades especiales, el ingenio del hombre ha sabido funcionar atinadamente. ¿Qué somos nosotros hoy, sino el resultado de los afanes y las acciones de nuestros ancestros más próximos y más lejanos?

Parece, pues, totalmente sano y aconsejable alentar al hombre, animarlo e incluso ayudarlo cuando y cuanto sea preciso para que sus afanes de superación o de subsistencia, según los casos, no se vean abortados o relegados al mundo de los sueños.

Dentro de la economía doméstica, por ejemplo, (arte fino donde los haya), es mucho más normal que una mujer en su hogar cosa o remiende ropa para su familia, se las ingenie para sacar de un traje grande ya usado uno pequeño y "nuevo" para su hijito, que no que decida tirarlo a la basura sin aprovechar siquiera algo para el reciclaje.

Es muy cómodo, en los países de mayor nivel económico, acercarse a un supermercado y abastecerse de una docena de huevos. Pero, ¿y cuando hay escasez, de medios o de producción? Alimentar dos o tres gallinas, con las sobras de la comida, puede ser una solución fácil, barata, práctica e incluso didáctica para los muchachas de una familia. Por supuesto, no es una solución para el centro de las ciudades, pero sí lo es, y muy cómoda, para el extraradio o las afueras.

¿Por qué no criar un puerco, que no exige más que los sobrantres, los cuales, por cierto, transforma gratuitamente en alimentos de primera categoría, tanto por sus valores nutritivos como por su exquisitez? ¿Por qué no aprovechar el pequeño patio o la pequeña parcela junto a la casa para, además de flores, plantar una tomatera o unas lechugas? Habría proteínas, vitamina C y hierro, cuando menos, al alcance de la mano.

¿Y los Oficios?

Cuando uno pasea por viejas ciudades o pueblos de Europa, vieja también, uno se deleita y se maravilla de la organización que antaño existía en aquellas localidades. Así, todavía hoy en Toledo, en Orense, incluso en Madrid, leemos nombres de calles como Carpinteros, Zapaterías, Libreros, Tintoreros, etc. Y uno se imagina pequeños talleres en los que trabajaban dos o tres personas (posiblemente un maestro, un oficial y un aprendiz) en el mantenimiento de sus propias familias y la formación de un oficio que iba transmitiéndose a las generaciones más jóvenes (después, el aprendiz devenía oficial y, finalmente, se lo reconocía maestro, con los años y la experiencia). Barberos célebres, como para protagonizar una ópera; zapateros prodigios, como para hacer soñar a un niño; sastres valiente...; carpinteros capaces de dar vida a un muñeco de madera de pino...; cocineros para hacer más felices y más redondas nuestras panzas...; tintoreros, que rejuvenecen la ropa... Y, hoy en día, mecánicos que, como el médico al enfermo, recuperan la salud de desvencijados automóviles para transportar en ellos cuanto sea prediso. Mi formación empezó en un taller mecánico de reparación de vehículos. Si no hubiese sido talleres, probablemente no hubiera sido nada, porque mi origen es de familia muy humilde. Recuerdo que mis padres, por ser muy católicos, me proponían estudiar para cura porque, además, era gratis, pero dije que no y empecé en un taller como aprendiz. Recuerdo que me pagaban dos pesetas diarias. El dueño del taller era un gran mecánico y gran tornero. Estuve como ayudante de un gran mecánico que se llamaba Manuel Ciz; me enseñó todo lo que sabía, que era mucho, y quince años después lo llevé conmigo y empecé en un pequeño taller haciendo yo la construcción e inicié la conversión de gasolina a diésel con gran éxito. Mi propuesta a los jóvenes es: "formarse en cualquier oficio siempre que se tenga vocación." No sólo tienen un porvenir asegurado los que poseen un título universitario; tener un oficio es también muy importante, porque hay personas con valores "ocultos" que con una pequeña posibilidad pondrían éstos al servicio de la sociedad.

El hombre, cuando comienza la lucha por la vida, ha de trabajar muy duro con perseverancia y dedicación, pero siempre que se llegue a tener un negocio propio, éste debe sentarse sobre la base del respeto y la consideración hacia sus trabajadores. ésa es la verdadera grandeza del hombre.

EDUARDO BARREIROS
La Habana 6 de mayo de 1991.