Letras

Inmenso Estrecho II. Cuentos sobre inmigración

VV.AA.

30 noviembre, 2006 01:00

Isaac Rosa y José Ovejero

Kailas

Este volumen incluye los cuentos de José Ovejero, Santiago Roncagliolo, Isaac Rosa, Fernando Iwasaki, Andrés Neuman, Vicente Molina Foix, Erich Hackl, Ramiro Calle o José Mª Pérez Zúñiga, entre otros. Publicamos aquí los relatos de Isaac Rosa Rasgos occidentales y José Ovejero, El hombre de la casa.

Rasgos occidentales
Isaac Rosa


La novedad pasó desapercibida al principio, tardaron un par de horas en descubrir el cuerpo extraño. No lo vieron los pescadores que encontraron la barca a la deriva, y que se limitaron a remolcarla a puerto. Uno de los marineros saltó a la piragua para enganchar la maroma y ni siquiera se atrevió a tocar los cuerpos buscando un resto de pulso en una muñeca o un cuello. Protegidas nariz y boca con un pañuelo, el hombre hizo rápidamente su trabajo, un par de nudos fuertes, y volvió a su embarcación algo mareado. El hedor de la putrefacción bastaba para certificar la muerte de la treintena de cadáveres amontonados en el escaso espacio de la barca, unos encima de otros, ni siquiera era fácil contarlos, enlazados brazos y piernas, retorcidos, como si antes de morir se hubiesen puesto de acuerdo para formar un atado de carne tiesa que se lo puso difícil a los equipos de rescate, que tuvieron que partir unas cuantas extremidades rígidas para liberar el atado de cuerpos.

Mientras ocho guardias civiles separaban los cadáveres y los transportaban a tierra para meterlos en las bolsas -imposible unir al tronco piernas y brazos yertos-, el responsable del juzgado iba rellenando su informe, en el que fechaba la muerte del grupo entre dos y cinco días atrás; los más rígidos fueron los últimos en morir, mientras que los menos resistentes tenían ya los músculos flojos y presentaban descomposición avanzada.
-Deben de haber estado no menos de tres semanas a la deriva, sin comida ni agua.

Aunque el juez había ordenado ya el levantamiento de varias docenas de cadáveres en los seis meses que llevaba al frente del juzgado de la isla, y su antecesor le había asegurado que acabaría acostumbrándose y con el tiempo ya no le impresionaría tanto, él seguía sin soportar aquella frecuencia de la muerte. Lo de hoy, además, era especialmente horrible, por la terquedad con que los cadáveres estaban enlazados unos a otros. Hacían falta dos guardias para doblar un brazo, que se tronchaba con un crujido de madera vieja. Un guardia joven vomitaba a pocos metros.
-Señor juez, venga a ver esto -dijo casi en susurro uno de los guardias a bordo de la barca, con las extremidades ocultas bajo varios cuerpos que parecían agarrados a sus piernas en súplica. Señalaba al suelo de la embarcación, a un punto invisible para el juez desde el muelle. El guardia, con expresión de espanto, se agachó y hundió las manos entre los muertos. Pareció forcejear durante varios segundos para desenganchar algo del fondo de madera. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y por fin, de un tirón, arrancó su objetivo, con tal impulso que perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre los cadáveres. Se revolvió asqueado, buscando un asidero para incorporarse pero sólo conseguía agarrar orejas y mandíbulas heladas, hasta que logró ponerse de rodillas. En esta posición levantó el cuerpo extraño con ambas manos, ofreciéndoselo a los que esperaban en el muelle. Todos hicieron el mismo gesto mecánico de quitarse las gafas de sol y arrugar los ojos para ver de qué se trataba.

Era un niño. Estaba recogido sobre sí mismo, doblado, con las rodillas contra el pecho y los brazos rodeándolas, no en la típica posición fetal, sino más encogido aún, como si hubieran intentado plegarlo. Era un niño. Era un niño blanco.

Nadie dijo nada en el muelle. Se quedaron mirando aquel cuerpecito momificado y blanquísimo, de una palidez que no había afectado el sol de semanas a la deriva, tal vez desde el principio encogido y protegido bajo los cuerpos. Era un niño blanco, y con el pelo liso y claro, aunque la descomposición le daba una textura de hojarasca sucia.

El guardia saltó de la barca hasta el muelle, con el niño en brazos, al que cogía ahora como si fuera su hijo, contra el pecho, la cabecita apoyada en el antebrazo izquierdo y la mano derecha sujetándolo por debajo, con cuidado, y no se atrevió a depositarlo en el suelo, como si no estuviera tan muerto como en efecto estaba, como si sus pocos meses de vida le diesen aún una esperanza de resurrección, contradiciendo su piel acartonada, sus ojos hundidos y sobre todo el olor, el fortísimo olor a podrido del pequeño cuerpo, de sus vísceras secas.

Tras medio minuto de inmovilidad y de silencio de los presentes, ese mismo silencio de quienes no quieren despertar o asustar a un bebé que duerme, el guardia encontró el mejor destino para el pequeño cuerpo: se lo entregó al juez, que con el rostro desencajado puso los brazos en forma de cuna y acogió el cadáver contra su pecho, asumiendo que su autoridad le obligaba a ejercer esa insólita tutela.
-Es blanquito -acertó a decir otro de los guardias, en voz baja.
-Se parece al chico de mi hermana, me cago en todo -dijo otro entre dientes.

No fue fácil informar del hallazgo. El funcionario encargado de redactar la nota de prensa se detuvo en mitad del párrafo. Leyó lo poco que llevaba escrito y se rascó la barbilla. Levantó el teléfono y marcó un número interno.
-Oye, no lo tengo claro. ¿Qué pongo? Es que lo de "un niño blanco" me suena un poco raro, así como racista, ¿no?
-¿Por qué? Es blanco, no hay más que decir.
-Ya, pero como nunca decimos que los cadáveres son negros... Solemos decir africanos, de origen africano, subsaharianos, esas cosas. Me suena raro lo de "un bebé blanco".
-Tú no lo has visto. Es blanquísimo. Parece sueco, te lo juro.
-Si no digo que no, pero dime qué ponemos.
-No sé. Si no te gusta lo de blanco, pon lo que se te ocurra. Pon que es un niño europeo. Como siempre decimos lo de africanos, pues europeo.
-¿Europeo? No sabemos de dónde es.
-Ya te he dicho que parece sueco.
-Ya, pero no sabemos su nacionalidad. Puede ser lo mismo europeo que norteamericano, qué se yo. O incluso africano. Sudafricano, que allí también hay blancos, ¿no?
-No le des tanta importancia. Pon "un bebé de rasgos europeos", y te curas en salud.
-¿Rasgos europeos? Tampoco me acaba de sonar bien. ¿Qué tal "rasgos occidentales"?
-Vale, me gusta. Adelante con ello. Rasgos occidentales. Exacto.

El hallazgo dio paso a todo tipo de especulaciones. Ante la imposibilidad de identificar al "bebé de rasgos occidentales" -pues la expresión fue reproducida por toda la prensa- redactores y tertulianos aburridos por la sequía informativa del verano se aplicaron en construir teorías que explicasen la presencia de un niño como aquél en una patera con veinticinco hombres y cuatro mujeres "de rasgos africanos".

Para unos, la solución al enigma podía estar en el naufragio de alguna familia "de rasgos occidentales" que estuviese de vacaciones en su velero por la zona y que tal vez se cruzó, en su deriva náufraga, con la patera. Los africanos habrían socorrido a los occidentales, aunque sólo habrían podido salvar al bebé, desapareciendo el resto de la familia. Algún informador truculento llegó a insinuar que los africanos, desesperados por la falta de alimentos, tal vez se habían comido al padre y la madre, y que se reservaban el mejor plato, el infantil, pero la muerte les llegó antes de poder zampárselo. Pasadas dos semanas del hallazgo, un humorista televisivo se atrevió a bromear con el asunto, proponiendo un chiste-adivinanza que tuvo éxito entre los veraneantes playeros. La teoría del naufragio familiar, sin embargo, chocaba con la inexistencia de náufragos conocidos. No sólo no se había encontrado resto alguno de barco en la zona, sino que tampoco existían denuncias de desapariciones.

Algún sedicente experto en todo tipo de asuntos de actualidad insinuó que tal vez el niño hubiese sido secuestrado, y que detrás estuviera una trama de tráfico de órganos, y para sostener su teoría contó algunos casos de niños secuestrados en países del tercer mundo mientras estaban de vacaciones con sus padres y de los que nunca más se supo, lo que sólo fue tomado en serio por un suplemento dominical que recuperó una vieja información relativa a los niños "de rasgos occidentales" desaparecidos en el tsunami asiático de 2004 y que siguen perdidos. Sin embargo, el pequeño muerto no debía de tener más de cinco o seis meses, lo que hacía inverosímil la posibilidad de un secuestro contra turistas, del que además no existía tampoco denuncia.

Otra teoría con cierto respaldo mediático fue la de que en realidad se tratase del hijo de una de las mujeres que aparecieron muertas a bordo. Era algo habitual que en las pateras se embarcasen mujeres con sus hijos, en ocasiones recién nacidos. La "excepcionalidad racial" -siguiendo la expresión que eligió el postulante de tal teoría- se explicaría por la paternidad del niño, que habría sido fecundado por el semen de un hombre "de rasgos occidentales" en el vientre de una mujer "de rasgos africanos". El impulsor de esta solución balbuceó un argumento un tanto confuso sobre los genes dominantes y los genes recesivos, lo que abrió un par de semanas de tertulias televisivas en torno a las leyes de Mendel, en las que no faltaron llamadas de espectadores que contaban casos en primera persona, de niños negros -así los llamó una espectadora incorrecta- nacidos de padres blanquísimos, o de niños lechosos salidos de vientres oscuros.

Sólo un periódico, en un suelto a pie de página, relacionó vagamente la aparición del pequeño cadáver con algo similar sucedido ocho meses atrás, y de lo que ya nadie tenía recuerdo: la presencia, en una patera igualmente difunta, del cadáver de un hombre "de rasgos occidentales", un hombre de unos cuarenta años, de pelo y barba castaños, que había muerto de deshidratación e hipotermia entre otros quince hombres "de rasgos africanos". Entonces se pensó que podía tratarse de uno más entre los muchos periodistas que decidían emprender la travesía en patera para realizar un reportaje heroico y premiable, una crónica desde dentro del infierno. Puesto que ningún medio de comunicación reclamó aquel muerto como propio, se concluyó que podía tratarse de un freelance, un periodista independiente que buscaba realizar un buen reportaje que luego vendería al mejor postor. Nadie supo identificar aquel muerto, y nadie lo echó de menos, así que pronto cayó en el olvido.

El pequeño cadáver fue enterrado en el cementerio municipal de la localidad a cuyo puerto fue remolcada la patera. En una ampliación del mismo, donde ya no cabían muchos más cuerpos anónimos, fueron enterrados los veintinueve africanos según la costumbre, en cajas sencillas y sellando el nicho con una lápida que decía "inmigrante sin identificar", la fecha de la muerte -la del hallazgo, pues se desconocía el día exacto del fallecimiento de cada uno- y el número de expediente judicial como toda identificación para el caso improbable de que algún día fuesen identificados y reclamados.

El bebé, sin embargo, fue sepultado en la zona común del cementerio, en un nicho en el que sólo constaba el número de expediente, pues nadie se atrevió a colocarle la etiqueta de "inmigrante". A su entierro asistieron el alcalde, varios concejales, el delegado del Gobierno y un par de consejeros autonómicos, así como un centenar de vecinos. Aunque algunos de éstos eran habituales en los enterramientos colectivos, e incluso llevaban flores cada uno de noviembre para aquellas tumbas sin familia, la mayoría, y por supuesto las autoridades, no habían acudido a otros entierros, aunque se tratase de niños, que también los hubo anteriormente, si bien "de rasgos africanos".

Liquidado el verano y sus morosidades informativas, en septiembre ya nadie se acordaba del extraño suceso. Seguían llegando pateras cada semana y seguían apareciendo muertos: algunos llegaban a bordo de embarcaciones fantasmas que derivaban durante semanas eludiendo las costas en una ruta caprichosa que sólo buscaba el agotamiento de sus pasajeros por inanición y frío, y que sólo tocaban puerto o se acercaban a un pesquero cuando el cruel timonel invisible se aseguraba de que todos estaban muertos. Otros aparecían en el registro de una bodega, asfixiados entre toneladas de plásticos, con los dedos y las orejas comidos por ratas marineras que se alimentan de polizones exhaustos. Los había que alcanzaban la costa flotando, con el vientre hinchado y la carne descompuesta. Si la corriente no los depositaba en una playa o puerto habitado podían permanecer durante días golpeando las cuchillas de un acantilado con cada ola, hasta quedar desfigurados y mutilados. Otros, en cambio, se hundían con la embarcación travestida en ataúd, y se incorporaban al contingente incontable de quienes cubren de huesos el fondo oceánico entre uno y otro continente, como un puente submarino que crece y crece hasta que tal vez un día alcance la superficie y podamos atravesar el Estrecho a pie, caminando sobre ese fondo recrecido con continuas aportaciones.

Con la inminencia del otoño, mientras los veraneantes abandonaban las playas, los huidos siguieron cruzando el mar en barca, y la única diferencia es que ahora morían de frío antes que de hambre y deshidratación.

En una de aquellas barcas se produjo el nuevo hallazgo, por parte de una patrullera de la guardia civil que la localizó sin rumbo en alta mar, a merced de las corrientes. Desde la cubierta los guardias pudieron ver cómo, entre los más de setenta embarcados, todos muertos y sentados en orden con pacífica apariencia de durmientes, resaltaba bajo el sol la blancura achicharrada de dos cuerpos: una mujer joven, corpulenta, con el pelo liso y negro recogido en un moño, vestida con una camisola harapienta, con las mejillas, la frente, los brazos y los muslos desollados por la quemazón solar. Y en sus brazos, apretado contra el pecho, un bebé igualmente blanco, blanquísimo, envuelto en una toalla y con el cuero cabelludo abrasado.

Los guardias se quedaron unos minutos mudos, apoyados en la barandilla de cubierta, mirando la bamboleante embarcación, sin saber qué hacer ni decir, como si estuviesen ante una señal, un aviso, un símbolo que no sabían descifrar.

Al llegar a puerto, una docena de fotógrafos y cámaras de televisión esperaba el macabro remolque. Aparte de un par de tomas generales de la embarcación, todas las instantáneas y planos se centraron en la inusual pareja, obviando a otras dos madres muertas con hijos muertos que viajaban en la embarcación, en este caso de "rasgos africanos".

La imagen de la madre y el hijo "de rasgos occidentales", que en su mortal postura tenían un fácil eco de imaginería religiosa clásica que les daba mayor fuerza icónica, ocupó portadas y aperturas de telediarios donde presentadores con el rostro desencajado informaban del sorprendente suceso, sin atreverse a formular hipótesis.
Incluso los habitualmente incontinentes tertulianos se limitaron a reproducir frases hechas desde la conmoción.

El Ministro del Interior improvisó una comparecencia pública en la que intentó transmitir un mensaje de tranquilidad, sin que nadie entendiese de qué pretendía tranquilizarnos. Informó de que estaba en marcha "una investigación a fondo" para encontrar "una explicación a lo sucedido". Hizo un llamamiento a todo aquel que creyese reconocer a la fallecida y pudiese aportar alguna pista "que ayude a establecer su identidad", para lo que facilitó un par de números de teléfono. Por último, dijo estar en contacto con sus colegas de los gobiernos europeos para "coordinar esfuerzos", y anunció que se destinarían "más medios económicos y humanos" para "reforzar el control y vigilancia" en el Estrecho.

La policía envió circulares a todas las comisarías ordenando el cotejo de la fotografía de la fallecida con las denuncias de personas desaparecidas. Igualmente, Exteriores inició una pesquisa similar con embajadas y consulados. Una semana después, y mientras los dos cadáveres seguían en una nevera del Instituto Anatómico Forense -cuando sus compañeros de último viaje habían sido ya enterrados con sus respectivos números de expediente en un desbordado cementerio municipal-, la policía disponía de una veintena de expedientes de mujeres desaparecidas que presentaban alguna similitud con la fallecida de la patera.

El examen forense, que ya había confirmado mediante análisis de sangre el vínculo maternofilial de la extraña pareja, ofrecía unos cuantos datos -estatura y peso, grupo sanguíneo, color de ojos, dentadura, cicatrices...- cuyo contraste fue eliminando a las candidatas una tras otra. Mientras no averiguasen la identidad de aquella mujer, a nadie se le pasaba por la cabeza la inmediata pregunta: ¿qué hacía allí? ¿Por qué viajaba en aquella patera con su hijo y con setenta y cuatro hombres, mujeres y niños africanos? ¿Por qué había emprendido aquel peligroso viaje?

Las preguntas fueron aplazadas ante la pronta aparición de otro suceso inexplicable de características similares. En una playa gaditana, en una mañana fría de martes, cuando sólo una pareja de jubilados paseaba a su perro, una barcaza fuertemente escorada se aproximó. Los dos ancianos miraron con curiosidad aquella chatarra flotante, de la que saltaron ocho hombres al agua cuando estaban a apenas veinte metros de la costa. Agotados tras la travesía, con los brazos y piernas entumecidos por el frío y las horas de inmovilidad, los ocho se fueron al fondo como piedras, con tan sólo un breve pataleo de protesta antes de ahogarse.

Las preguntas fueron aplazadas ante la pronta aparición de otro suceso inexplicable de características similares. En una playa gaditana, en una mañana fría de martes, cuando sólo una pareja de jubilados paseaba a su perro, una barcaza fuertemente escorada se aproximó. Los dos ancianos miraron con curiosidad aquella chatarra flotante, de la que saltaron ocho hombres al agua cuando estaban a apenas veinte metros de la costa. Agotados tras la travesía, con los brazos y piernas entumecidos por el frío y las horas de inmovilidad, los ocho se fueron al fondo como piedras, con tan sólo un breve pataleo de protesta antes de ahogarse.

Cuando llegó el todoterreno de la Guardia Civil, avisado por el móvil de uno de los jubilados, ya estaban al sol seis de los ocho ahogados, mientras los otros dos se veían próximos, asomando en las olas altas para luego hundirse brevemente. La barca seguía en el mismo sitio, levemente mecida, unos metros más atrás del rompeolas. Un brazo que asomaba rígido, como señalando terco al cielo, avisaba de más cadáveres a bordo.

De entre los seis cadáveres que los guardias encontraron desperdigados por la arena, uno era de un joven blanco. Quedó boca arriba, con un brazo estirado y el otro cruzado sobre el pecho. Vestía un pantalón de chándal y un jersey de lana deshecho por el agua. Un pie conservaba una sandalia, el otro ya descalzo. No tendría más de veinte años, de rasgos suaves, con barba de varios días, rojiza como el pelo.

Los guardias preguntaron a los testigos si se trataba de un valiente que se había lanzado al agua para auxiliar a los inmigrantes. Los jubilados aseguraron que no habían presenciado tal acto heroico, que ellos estaban solos en la playa. Un guardia avisó a la central mientras otros dos, vestidos de neopreno, se acercaron a la barca. Los testigos comprobaron lo que ya sospechaban: que en el punto en que se habían ahogado los ocho apenas cubría. Uno de los guardias rozaba con las puntas el fondo y mantenía la cabeza fuera del agua.

Empujaron la barcaza hacia la orilla, buscando la complicidad de las olas. Cuando por fin pudieron asomarse a su interior, los guardias descartaron definitivamente la hipótesis del socorrista temerario: entre los nueve cadáveres tumbados en el fondo de la patera, tres de ellos eran de varones "de rasgos occidentales" como el que yacía en la orilla.

Los ciudadanos quedaron desconcertados al ser informados del suceso. Cuatro jóvenes blancos en una patera, muertos de hipotermia, uno de ellos ahogado al intentar alcanzar la orilla. Blancos, blancos. Sin ninguna duda. No podían ser tomados por magrebíes, en esa zona de confluencia racial por la que algunos habitantes del norte de áfrica pueden ser confundidos por habitantes del sur de Europa, y viceversa. Nada de eso. Eran de piel blanquísima y rasgos escandinavos, como si tuvieran una voluntad férrea de alejar cualquier sospecha sobre su origen.

Ante el enmudecimiento de las autoridades, incapaces de formular una mínima hipótesis verosímil que explicase aquella desgracia, los rumores se impusieron, y por los foros de Internet comenzaron a circular todo tipo de explicaciones.

Para unos se trataba de un juego, una apuesta, poco menos que un deporte de riesgo que habría llevado a cuatro jóvenes europeos acomodados a arriesgar la vida cruzando el Estrecho en una patera. Aparecieron confesiones anónimas de supuestos descerebrados que habrían realizado el mismo trayecto y habían salido con vida, y hasta se habló de la existencia de una empresa de recursos turísticos que organizaba la aventura con todo incluido: viaje a los puntos de origen, hotel durante los días de espera, plaza en una patera, recogida en el punto de llegada y hasta embarcación de apoyo durante la travesía. Incluso se supo de varios casos de adolescentes aburridos que, estimulados por los rumores, se pusieron de acuerdo en un foro de Internet para planear de cara al verano siguiente una "quedada" en Marruecos y una "aventura migratoria", para lo que intercambiaron direcciones de contacto, consejos de navegación y fechas posibles. El intento fue desbaratado por la policía encargada de delitos electrónicos, que interceptó los mensajes y avisó a los padres de aquellos cretinos.

Aunque atractiva, la hipótesis lúdica, esa idea de cuatro locos embarcados por pura diversión y que acababan ahogados, chocaba con dos incompatibilidades: el hallazgo un par de semanas antes de aquella madre con su hijo -poco vinculable con una práctica deportiva- y el hecho de que nadie hubiese reclamado ni reconocido siquiera aquellos "cadáveres hermosos" -en expresión de un cursi articulista que tituló así su columna dominical.

Otros noveleros sugirieron que los fallecidos "de rasgos occidentales" ya estaban muertos antes de embarcar, lo que dio nueva vida a los partidarios de la implicación de secuestradores de turistas y traficantes de órganos, algo que no mostraba ningún indicio de verosimilitud, pero aún así circuló en correos basura durante semanas, junto a otras sugerencias relacionadas con las más variadas prácticas delictivas: desde el narcotráfico al proxenetismo pasando por las más escabrosas parafilias.

Por último, hubo quien quiso ver en lo sucedido una mano negra con propósito justiciero, una conspiración humanitaria que pretendería, mediante el naufragio de hombres, mujeres y niños "de los nuestros", incrementar la escasa sensibilidad europea hacia la tragedia de miles de africanos embarcados. La posibilidad de una trama filantrópica hacía aguas por todas partes. ¿Quiénes eran los embarcados? ¿Eran voluntarios suicidas que sacrificaban su vida en la esperanza de una conmoción que remediase aquel drama? ¿Estaban muertos antes de embarcar, meros cadáveres colocados en las barcas por una siniestra ONG? ¿Los mataban antes del viaje, o durante el mismo? ¿O tal vez eran los propios africanos los que forzaban a los europeos a subir a bordo y acompañarles como rehenes, testigos o garantía de visibilidad?

Aún hubo otras hipótesis más delirantes, mientras los tertulianos radiofónicos iban entrando en calor y pronto se emplearon a fondo en la reproducción matutina de teorías absurdas, la expresión de buenos sentimientos, la exigencia de responsabilidades, la propuesta de soluciones o la denuncia de las injusticias del mundo.

Lo cierto es que nadie era capaz de ofrecer una explicación al menos verosímil, y de ahí el recurso a respuestas estrafalarias. Algo se había roto, una grieta inesperada en la pared de lo previsible, de lo acostumbrado, de lo lógico. El impacto y la incomprensión eran similares a los que habría causado el aterrizaje de una nave espacial en pleno centro de Madrid. Con una diferencia: para una visita alienígena teníamos antecedentes, aunque fuesen imaginarios. Pero cuatro cadáveres blancos en una patera, una mujer blanca abrazada a su hijo entre decenas de negros ahogados, o un bebé blanco encogido bajo docenas de cuerpos eran fenómenos paranormales para los que carecíamos de esquemas de interpretación; no había molde donde encajarlos. Algo se había roto.

El gobierno, sin salir de su estupor, multiplicó los efectivos policiales que vigilaban el Estrecho, e improvisó una cumbre de alto nivel con Marruecos, donde las noticias habían causado una conmoción similar. Las autoridades marroquíes organizaron redadas en las localidades desde donde partían las pateras. Se realizaron registros en las pensiones donde los inmigrantes aguardaban noches sin luna para navegar, se interrogó a fondo a los patrones que organizaban los embarques, se puso vigilancia sobre los turistas y se infiltraron agentes policiales en las partidas de inmigrantes listos para salir. Una agitación administrativa y policial que no consiguió nada, por lo que la presión fue decreciendo con el paso de los días.

Durante semanas, los medios de comunicación centraron su atención en los viajes de uno a otro continente. Periódicos, radios y televisiones enviaron equipos especiales a ambas orillas así como a bordo de embarcaciones que recorrían el Estrecho a la búsqueda de pateras con pasajeros insólitos. Cuando divisaban una embarcación la abordaban, disputando la exclusiva del posible tesoro con las lanchas y yates de otros medios de comunicación, en una auténtica caza de la patera que hizo que en su ímpetu provocasen el vuelco de una barcaza llena "sólo de africanos". Los periodistas ayudaron a subir a bordo a la mayor parte de náufragos, pero dos de los inmigrantes se ahogaron antes de ser rescatados. Uno de los fotógrafos presentes tomó una espeluznante serie de imágenes del ahogamiento que meses después le hicieron ganar un importante galardón de fotoperiodismo.

Este accidente, junto a la detención por parte de la policía marroquí de dos periodistas españoles cuando se disponían a embarcarse en una piragua con cuarenta hombres, hizo que las fuerzas de seguridad pusiesen coto a aquellas actividades que, por otro lado, habían reducido a mínimos el tráfico de pateras, imposibilitado por la congestión de embarcaciones en la zona.

De ahí que los informadores se limitasen a tomar posiciones en los posibles puntos de destino. En las playas habituales, abandonadas por el invierno, aparecieron caravanas y tiendas de campaña donde pasaban frío decenas de periodistas, que jugaban a las cartas o echaban partidos de fútbol en la arena para entrar en calor, aburridos hasta que avistaban una embarcación y, cámara en ristre, se lanzaban hacia ella, no dudando incluso en meterse en el agua helada y arriesgar sus equipos fotográficos con tal de ser los primeros en retratar una patera que, para su decepción, sólo transportaba cadáveres "de rasgos africanos", negros, negrísimos.

La decepción y la impaciencia por el paso de los meses sin nuevos hallazgos hizo que los titulares de los periódicos adoptasen un tono inhumano. "Aparece una patera con doce muertos, todos africanos". "Sólo africanos entre los veinte ahogados". "La guardia civil sólo ha recuperado cadáveres de rasgos africanos tras el naufragio de la patera".

El invierno pasó, dejando tras de sí otros cuarenta y nueve muertos de frío, algunos flotando de playa en playa, otros rígidos en posturas horribles a bordo de pateras sacudidas por el temporal. Un número indeterminado de inmigrantes debió de acabar en el fondo del mar, aplicados a la tarea de recortar su profundidad mediante la sedimentación de esqueletos.

Con la primavera y el buen tiempo aumentó de nuevo el número de embarcaciones que alcanzaban la costa, eran detenidas en alta mar, derivaban durante días o se hundían directamente. Los cadáveres siguieron atestando los cementerios y obligando a nuevas ampliaciones, sin que entre el recuento primaveral apareciera un solo hombre "de rasgos occidentales". Aunque algún magrebí de piel clara llevó a la confusión, y mantuvo en vilo a los informadores y a la cada vez más desentendida opinión pública, los exámenes forenses descartaron otro origen distinto al africano.

Con el verano, como cada año, con la previsibilidad y puntualidad de una migración de aves que no faltan a su cita anual con los climas benignos, las pateras se multiplicaron y con ellas los ahogados. Los periódicos, cada vez más escépticos con la posibilidad de un nuevo hallazgo, enviaron a sus estudiantes de periodismo en prácticas a la zona, por si saltaba la liebre en cualquier momento.

Tras el verano, al cumplirse un año desde la última sorpresa, poca gente se acordaba ya de aquellos momentos en que asistimos con inquietud y asombro a la inesperada desnaturalización del fenómeno migratorio. Los expertos, investigadores, informadores, tertulianos y opinadores varios del fenómeno retomaron sus rutinas, sus interpretaciones, sus propuestas, sus contabilidades y sus expresiones inofensivas. El gobierno fue desactivando poco a poco el operativo especial del Estrecho y pudo retirar efectivos que serían destinados a otros ámbitos más desguarnecidos, que para recoger cadáveres no se necesitaban tantos guardias.

Los ciudadanos nos desinteresamos poco a poco del inexplicado asunto, y comprobamos con inconfesable alivio que ya sólo llegaban muertos africanos. Sólo africanos.

Sin embargo, todavía hoy, a veces, cada vez que una patera se perfila en el horizonte marino, un cuerpo flota tumefacto a escasos metros de los bañistas, una patrullera descarga en el muelle una docena de cadáveres o la bodega de un barco es registrada en busca del origen del insoportable olor a muerte, los testigos se estremecen un segundo pensando en ese suceso imprevisible del que ya hay antecedentes, imaginando que aparezca un bebé, una mujer, un joven, un cadáver hermoso. De rasgos occidentales.

Como tú, hipócrita lector, que has podido contar entre las líneas de este relato al menos doscientos cuatro cadáveres, ahogados, deshidratados o muertos de frío, y sin embargo sólo te has extrañado por siete de ellos: cuatro hombres, una mujer y dos niños. Y acaba el relato y sigues esperando, entre curioso e inquieto, por si acaso la grieta abierta en lo previsible supura algún nuevo cadáver de rasgos occidentales antes del punto final. O si la grieta se ha cerrado definitivamente y podemos seguir con la vieja cuenta. Sólo africanos.

El hombre de la casa
por José Ovejero


Primero Leyla pensó que eran nubes de tormenta; había visto ya un rato antes esas manchas más oscuras que la noche pegadas al horizonte y le había entrado un miedo horroroso a morir en medio del océano, y sobre todo a no ver nunca a su hija, a haberla llevado casi nueve meses dentro de sí, sintiendo su peso, sus movimientos, la vida que iba creciendo en ella, y no llegar a ver su cara, ni a sentir su boca prendida del pecho. Leyla había vomitado varias veces en el fondo de la barca; no fue la única. Iban apretujados unos contra otros, la mitad sentada en los bancos, la otra mitad, entre la que se encontraba Leyla, sentada entre los pies de la primera, y apenas había espacio para apartarse cuando alguno se mareaba. Los más previsores se habían traído una bolsa de plástico.

Le costaba horrores levantar la cabeza, que apoyaba sobre el brazo izquierdo, y éste sobre las rodillas. No quería ni pensar lo que podría hacer una tormenta con esa barcucha, cuya borda apenas sobresalía unos centímetros de la superficie; casi sin viento, el agua ya entraba de vez en cuando en la barca cuando tomaba mal una ola. A pesar de que todos iban rebujados en mantas -alguno se cubría con dos e incluso tres-, muchos habían empezado a tiritar. Leyla sentía el temblor del cuerpo de su vecino de la izquierda desde hacía horas. Una bocanada de los gases del fuel le provocó nuevas arcadas.

Nadie hablaba. Algún susurro al principio del viaje, alguna pregunta sobre la procedencia de los que tenía al lado, pero enseguida se hizo el silencio. Quizá porque casi todos viajaban solos, sin familia ni amigos; quizá porque tenían miedo del viaje y de lo que podría pasarles después. Quizás estaban demasiado cansados; algunos habían pasado semanas escondidos en el desierto, alimentándose de pan, Coca-Cola y latas de sardinas y de caballa antes de poder embarcarse. Ella fue afortunada: apenas tuvo que esperar cuatro días.

Hacía mucho, no sabía cuánto, que Leyla sólo oía el motor de la barca, el crujir de la madera, la gente vomitando, el ruido de las olas; le daba la impresión de llevar días sentada en la misma postura, con ese dolor en el estómago, sin que nadie le ofreciese un sitio más cómodo teniendo en cuenta su estado; pero salieron de la costa africana al atardecer y aún no había amanecido.
-Llegamos -dijo el patrón de repente, señalando las manchas oscuras que Leyla había creído nubes. Todas las cabezas se levantaron y miraron hacia tierra.
-No hay luces -comentó alguien.
-Al agua todos.
-¿Y la ciudad?

El patrón empuñó el machete que había llevado todo el tiempo atado a la cintura. El patrón no tenía dientes. No se sabía muy bien si reía o si le costaba respirar.
-Está muy lejos -dijo una voz de mujer.

El ayudante del patrón, que se había relevado con él para dirigir la barca y se había pasado el viaje fumando marihuana sentado junto al motor, se incorporó, sacando al mismo tiempo medio remo de debajo de un hato de trapos. Golpeó en los riñones a un hombre escuálido y con ojos llorosos que tenía delante, aunque él no había abierto la boca.
-Fuera. Ahora a nadar.
-¡Uno por uno! -gritó el patrón-, ¡a ver si vais a hacer volcar la barca, imbéciles! -Porque al levantarse muchos al mismo tiempo la patera comenzó a bambolearse peligrosamente.
-No hay luces. No se ve la ciudad.
-Se nos van a mojar las cosas.

Cada uno protestaba por un motivo distinto, pero sin fuerzas para oponerse de verdad a las órdenes; varios estaban ya sentados a horcajadas sobre la borda. Los primeros en echarse al agua gritaban de frío o de rabia. Leyla oyó amenazas en árabe. Insultos en francés. Alguna lengua que no entendía.
-¿Y tú? Fin de trayecto, hermana -le dijo el patrón al ver que no hacía intención de levantarse.
-No sé nadar.
-¿Y qué?
El segundo empujó al agua a uno de los últimos en decidirse a abandonar la barca.
-Vagos de mierda. ¿Qué dice ésta?
-Que no sabe nadar.
-Es su problema. Yo no me arriesgo más. Las patrulleras pueden llegar en cualquier momento.
-Estoy embarazada.
Leyla se señaló el vientre como si le pareciese posible que no se hubiesen percatado de ello y por esa razón fuesen tan inmisericordes.
-¿Bajas tú sola o te tiramos nosotros?
Leyla negó con la cabeza y no se movió.
-La niña -dijo.
Los dos hombres dudaron. Se fueron a proa y conversaron en voz baja unos momentos. Leyla se quedó sentada en el fondo de la barca, sintiendo en las nalgas y los pies el agua fría que había entrado al lanzarse los pasajeros al mar. El segundo regresó hasta donde ella estaba.
-¿Quieres volver con nosotros?
Volvió a negar con la cabeza.
-¿Te queda dinero?
-No -mintió. Lo poco que le quedaba lo iba a necesitar para los primeros días. Después, cuando pariese, la alimentarían en el hospital; eso le había dicho una mujer de una aldea vecina que tenía parientes en Europa; "a las embarazadas las tratan mejor; y si pares nada más llegar te dan permiso de residencia y te sacan en televisión", le había dicho.
-Podemos llevarte a un sitio seguro. Cerca de una ciudad. Desembarcarías como una reina. Sin mojarte los pies.
Leyla asintió. El patrón dijo algo desde la proa, sonriendo; aunque no pudo oírlo, Leyla sabía más o menos de qué se trataba. Se encogió de hombros. Volvieron a encender el motor y se dirigieron nuevamente mar adentro. Leyla se quedó sentada donde estaba, aliviada por poder estirar las piernas. Los dos hombres cuchicheaban y parecían discutir, lanzándole a veces miradas que podían significar cualquier cosa. Tras navegar unos minutos, el ayudante paró el motor, y dejó la barca a la deriva.
-Te va a gustar España -dijo el patrón, aflojándose el cinturón.

La ayudó a arrodillarse en el fondo de la barca de forma que apoyase el antebrazo en uno de los bancos. Le levantó el vestido y la penetró por detrás, sin caricias ni preparativos, en seco. Cuando terminó, el segundo, que había estado mirando sin demostrar mucho interés, se arrodilló tras ella, tanteó con las manos el vientre de Leyla, como si quisiese tocar esa otra vida mientras penetraba a la madre. Cuando terminó, se lavó pulcramente los genitales tomando agua del mar con el hueco de la mano.

Después volvió a poner en marcha el motor, provocando a Leyla una nueva arcada con los gases del fuel, y pusieron proa a tierra hasta llegar no muy lejos de una playa rodeada de dunas. Allí tampoco había luces. Como si hubiesen llegado a las costas de un país deshabitado.

-Hemos cumplido. España -dijo el patrón señalando hacia tierra y se pasó la lengua por las encías. Tiró de la mano de Leyla, que se había quedado arrodillada, y la agarró por el cuello. Su compañero rebuscó en el hato que llevaba bajo el brazo, sacó el dinero, un pequeño amuleto de obsidiana, una foto de una gran ciudad, y tiró el hato al agua. Entonces, cerrando aún más la mano que le había puesto en el cuello, la obligó a acercarse a la borda y la empujó al agua.

Con el primer trago Leyla pensó en la niña, en la niña ahogándose, quiso respirar y volvió a llenársele la boca de agua, sintió pánico, pataleó. Entonces se dio cuenta de que podía tocar el fondo con las puntas de los pies, al menos en algunos momentos, cuando se retiraba una ola. Aún tragando agua y tosiendo, fue impulsándose hacia delante de puntillas hasta que el agua sólo le llegaba al pecho. Los dos hombres habían permanecido sentados en la barca, observando interesados el resultado de su lucha. Cuando vieron que hacía pie, el patrón se incorporó, señaló hacia tierra y dijo algo que borró el ruido del mar. Luego encendió el motor nuevamente y la barca se alejó. Leyla, mareada de agotamiento, caminó hasta la playa y se acuclilló en la arena; le dolía el vientre. "Va a ser niña", pensó sin venir a cuento; y siguió la barca con la vista hasta que se confundió con la noche.

Caminó por la playa buscando las carreteras de las que les habían hablado los traficantes. Carreteras llenas de automóviles flanqueadas por altísimas farolas. Y con camioneros amables dispuestos a llevar a la gente sin cobrarle. También los policías eran amables: si descubrían a los clandestinos, no les pegaban ni les chantajeaban; y les daban mantas y los cuidaban si caían enfermos. Eso se decía. Y los hospitales eran gratuitos. Medicina blanca.

Cuando se cansó de recorrer la playa, se adentró por una torrentera que no la llevó a ningún sitio -aunque encontró un tubo de pasta de dientes con letras árabes y un anorak semiescondido bajo un matojo-. Al cabo de un largo rato de seguir el lecho de la torrentera, por miedo a perderse, regresó a la playa. Se acurrucó al pie de un acantilado. A pesar del dolor de vientre y de la sed no le costó dormirse. No hacía mucho frío.

Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue un hombre desnudo tumbado en la arena. Un blanco. Con melena larga y barba descuidada. Como alguno que había pasado alguna vez por el poblado con un gran saco a la espalda. Podía estar muerto. Leyla se levantó con esfuerzo; hasta ese momento no se había dado cuenta de que se había hecho un pequeño corte en la planta del pie. Se apoyó en una roca para examinar la herida; nada grave. Apretó con los dedos para que manase algo de sangre, pero apenas salieron unas gotas. Estuvo observando al hombre desde lejos hasta que se atrevió a acercarse a él; cuando llegó hasta donde estaba tumbado, descubrió que tenía los ojos abiertos y la miraba. No pareció avergonzarse de estar desnudo, al menos no se cubrió.
El hombre dijo algo que no entendió.
-¿España? -preguntó ella en francés.
El hombre se rió. Leyla por fin entendió un par de palabras aunque tenía un acento muy extraño. Señaló hacia el mar, a lo lejos, para responder a lo que el hombre le preguntaba. Parecía sorprendido. Miró en derredor como buscando algo.
-No puedes quedarte aquí. Peligroso. -Entonces señaló el vientre de Leyla-. Estás embarazada. -Se levantó y se sacudió la arena de la espalda y las nalgas-. Ven conmigo.

Tenían razón. La gente era amable. La llevó hasta un coche que estaba aparcado detrás de una duna, aunque no había carretera, y la ayudó a montar. Ella no pudo contener una risa infantil cuando el hombre se sentó desnudo al volante.
-¿De qué te ríes?

No consiguió que se lo dijese. La llevó hasta una casa que había en lo alto de un acantilado. La pared que daba al mar era de cristal. Leyla no había visto nunca algo parecido. El hombre la condujo a una habitación con una cama, un espejo y un mueble de madera con muchos cajones. También le ofreció un vaso de agua y fruta. Quiso saber cómo se llamaba, y también él le dijo su nombre, que ella olvidó enseguida.
-Descansa, Leyla. No voy a llamar a nadie. Luego vemos qué podemos hacer.
Leyla no entendía muy bien a qué se refería, pero, de todas formas, le costaba comprender su francés.

Los días siguientes fueron como Leyla los había soñado. Sin insultos, sin golpes, sin hambre, sin tener que recorrer kilómetros para buscar agua, sin preocupaciones inmediatas. Pero era todo un poco raro: el hombre no le pedía nada; hablaba poco; se pasaba el día en la terraza con sólo un bañador puesto -no se vestía más que de noche, cuando empezaba a refrescar-, escribiendo con una máquina parecida a la que tenían en la jefatura de policía de la ciudad vecina; la casa era enorme, con varias habitaciones y con letrinas que olían a especias o algo así, todo muy limpio, pero él vivía solo, sin mujer ni hijos. Y Leyla no tenía que trabajar. Cuando estuviese en condiciones, sí que iba a limpiar la casa y cocinar. También podría cultivar la tierra alrededor de la casa: había mucho terreno desperdiciado. La niña iba a estar bien allí.

Al cabo de unos días, después de comer en la terraza un pescado que había cocinado el hombre, Leyla se levantó a retirar los platos.
-Siéntate. No hagas nada ¿Sabes qué va a ser?
-Niña.
-¿Te lo han dicho en la clínica?
-Mi tía.
-No entiendo.
-La hermana menor de mi padre. Ella sabe.

El hombre no insistió aunque no parecía convencido. Encendió un cigarrillo; fumaba todo el tiempo, ya desde antes de tomar el café del desayuno. Luego se quedó mirando al mar, pero se notaba que no veía nada. Estaba pensando, algo agitado.
"Se va a marchar", se dijo Leyla, pero no se atrevió a preguntar.
-Puedo trabajar -le dijo-. En cuanto haya tenido a la niña, me pondré a trabajar para ti. Y tú puedes seguir escribiendo esas cosas. Sin preocuparte de nada.
El hombre se rió. Tenía una risa aguda, de chica. Apagó el cigarrillo y le puso una mano en el hombro. Ella aguardó.
-No tienes por qué hacerlo, si no quieres. No te sientas obligada.
-Quiero trabajar. Y tú sólo escribes. La niña y yo estaremos en el dormitorio. Ella no te molestará.
-No es eso. Quiero decir que eres libre, entiéndeme. Pero me gustaría hacer el amor contigo. Sólo si tú quieres.

Leyla vio a pesar del bañador que el hombre tenía una erección. Lo que pedía era justo. Era un buen hombre. Se levantó y se dirigió al dormitorio. Le dio vergöenza quitarse el vestido así que se arrodilló y lo remangó hasta la cadera. Le pesaba el vientre. Esperó en esa postura porque el hombre había ido al cuarto de baño.

Luego el hombre se sentó junto a ella. Le indicó que se tumbase. Se empeñó en besarla y ella le dejó hacer, pero no cedió cuando él quiso que le pusiese la mano sobre el sexo. Sí, abrió los ojos, porque él se lo pidió. No le molestó mucho que le acariciara el rostro, pero volvió a cerrar los ojos cuando él se puso a hurgarle entre las piernas. Al final fue el hombre quien le susurró que se arrodillase de nuevo. Tardó un buen rato en conseguir ponerse un preservativo.

Vivieron diez días respetando la misma rutina. él escribía toda la mañana; después cocinaba y comían en la terraza. él solía preguntarle cosas de su país, de su vida, pero con frecuencia ella no sabía qué responder. Su vida había sido siempre la misma y de todas formas él no conocía el nombre de su aldea ni el de sus padres y no entendía cosas muy sencillas; todo le sorprendía muchísimo y a veces anotaba en un cuaderno lo que le contaba. Después, tras terminar su cigarrillo de sobremesa, en ocasiones dos seguidos, iban al dormitorio de ella; cuando quedaba satisfecho, se marchaba un rato a la playa. Ella aguardaba en casa. Solía quedarse en su habitación para no molestarle. No estaba mal allí, y la niña tendría un techo. Ya casi no guardaba rencor a sus padres cuando la expulsaron de la aldea. En realidad, no se habían portado mal. Le entregaron el equivalente a la dote que le habría correspondido para casarse, pero con la condición de que se marchara. También se sentía menos culpable por lo que había hecho. Tan sólo sentía rabia cuando se acordaba del hombre que la engañó. Le había prometido que la llevaría con su camión a otro lugar. Le llevaba frutas que no conocía, animales extraños atados a una cuerda, una vez una tela de colores que no había visto jamás. Pero siempre le daba largas cuando le pedía que la llevase con él. Esta vez no, le decía, en el próximo viaje, y se marchaba con su camión. Desde que quedó embarazada, el camión no volvió a tomar el atajo de la aldea.

De todas formas, no la cogió por sorpresa cuando el blanco, con expresión entre compungida y avergonzada, le anunció que tenía que regresar a su casa; muy, muy lejos, dijo. Leyla no se creía que aquella en la que se encontraban no fuese su casa. Tampoco entendió muy bien sus explicaciones; sólo eso: que se iba. Y que tenían que separarse.

Leyla escuchó hasta el final sin protestar, se levantó y se desnudó del todo. Echó el vestido sobre una silla. Le tomó de la mano y lo llevó al dormitorio. No se resistió a nada; hizo todo lo que él quiso, sin cerrar los ojos.
-Es un regalo muy bonito. Gracias -dijo el hombre cuando terminó. Parecía conmovido.
Antes de que se marchara a la playa, Leyla le pidió que la llevara con él a su otra casa.
-No tienes papeles, Leyla.
-Iré escondida en el coche.
-Leyla, yo vivo en Madrid.
A ella se le alegró la cara. Su amiga de la aldea vecina le había contado que era una gran ciudad y que todos encontraban trabajo allí. Tenía que conseguir que la llevara con él. Aunque luego la abandonara, todo sería más fácil que en esa región desierta.


-Tumbada en el suelo del coche. O detrás. Donde tú quieras. No haré ruido.
-Pero no podemos ir en coche.
-Sí podemos. El coche es grande.
-Leyla, por Dios, estamos en una isla. Esto es Fuerteventura, las islas Canarias, ¿entiendes?
Leyla se quedó callada un buen rato. No se le ocurría cómo convencerlo.
-¿Me puedo quedar en esta casa? Te la puedo cuidar hasta que regreses.
-Tengo que devolverla. El alquiler termina mañana.

El hombre siguió dando explicaciones de las que Leyla sólo entendió que la llevaría a un hospital y que estando a punto de dar a luz no la expulsarían. También que el hombre iba a hablar con una asociación -¿amigos de él?- que se encargarían de ayudarla los primeros días. Quizá le encontrasen un trabajo.

Durante el trayecto en coche el hombre no paró de hablar, pero Leyla no le escuchaba. La asustaba el paisaje que estaban atravesando. Casi no había árboles; España era un desierto amarillo en el que sólo había coches y unas pocas cabras. No era un buen sitio para vivir. Cuando llegaron a la ciudad -que no era tan distinta de la única ciudad que ella había visto en Senegal-, el hombre detuvo el coche y señaló un edificio cercano.
-El hospital -dijo-. Allí te cuidarán. Es lo mejor para la niña. Te deseo mucha suerte, Leyla, de verdad.

No le quedó más remedio que apearse. El hombre sacó la mano por la ventanilla y la agitó hasta que lo perdió de vista. Los hombres siempre se marchan, pensó Leyla. Luego se dirigió al hospital, pero no consiguió encontrar la entrada. Se sentó en el suelo y aguardó. Como nadie se ocupaba de ella, se levantó, se dirigió a una ventana y comenzó a golpear el cristal. Estaba teniendo contracciones; ya había tenido los dos días anteriores, pero se estaban volviendo muy frecuentes. Por fin se acercaron a ella dos hombres con uniforme blanco, hablaron un idioma que no era el suyo, en voz baja, como si quisieran tranquilizarla. La tomaron cada uno de un brazo y la llevaron al interior del edificio. Allí la tumbaron en una cama sobre ruedas y la empujaron por varios pasillos, hasta que la metieron en una habitación.

Leyla tenía miedo y no conseguía entender lo que sucedía a su alrededor -un montón de gente yendo y viniendo, voces, luces, extraños aparatos que la atemorizaban aún más-. Sentía que se le desgarraba el vientre. Iba a parir entre desconocidos. Empezó a gritar. Alguien la obligó a sentarse y le puso una inyección en la espalda.

-Aprieta, aprieta -decía una mujer en francés mientras le acariciaba una mano.
Leyla apretaba. En cuanto tuviese a su hija se marcharía de allí. Aprieta, seguían diciéndole, y la mujer que le acariciaba la mano respiraba como si fuese ella la que estaba pariendo. Tienes que ayudar, le decían, pero ella estaba muy cansada; no sabía qué querían de ella. Le clavaron una aguja en el brazo y casi no sintió el pinchazo. Los médicos estaban nerviosos. Quizá la niña había muerto, ahorcada por el ombligo, como le pasó al hijo de una prima suya. Pero a Leyla se le estaba pasando el miedo; era como si lo que sucedía fuese un recuerdo, algo que ya había tenido lugar días atrás. O como si lo estuviese imaginando. Se esforzaba por mantener los ojos abiertos. También el llanto que debía de ser de su hija le pareció lejano.

Al cabo de un tiempo, la mujer que le había ordenado apretar se acercó sonriendo con un bebé en los brazos. Lo tumbó cuidadosamente sobre el pecho de Leyla.
-Toma. Tu hijo. Es un niño -le dijo en francés.
Leyla negó con la cabeza. Quiso decir algo y no le salieron las palabras. La gente a su alrededor parecía aliviada. Estaban bañados en sudor, pero se reían.
-Une fille. C'est une fille -dijo Leyla por fin, y al parecer todos la entendieron, porque se rieron aún más. La enfermera pasó la mano cariñosamente por la cabeza de Leyla y después, aún con más dulzura, por la del bebé.
-Un varoncito -insistió-. Va a ser el hombre de la casa.