Image: No nos rendiremos jamás. Los mejores discursos de Winston S. Churchill

Image: No nos rendiremos jamás. Los mejores discursos de Winston S. Churchill

Letras

No nos rendiremos jamás. Los mejores discursos de Winston S. Churchill

Winston S. Churchill

5 mayo, 2005 02:00

Winston S. Churchill, por Gusi Bejer

Edición de Winston S. ChurchilL. Traducción de Alejandra Devoto. La Esfera de los Libros. Madrid, 2005. 558 páginas, 30 euros

"Nada tengo que ofrecer, salvo sangre, sudor, lágrimas y fatiga". Eran las palabras que mejor expresaban el desafío al que los británicos se enfrentaban en aquel aciago mayo de 1940, pero ¿cuántos políticos se habían atrevido a pronunciarlas?

Se trata del más famoso discurso de quien había sido uno de los más lúcidos analistas de la catástrofe que se le venía encima a Europa e iba a ser el gran dinamizador del esfuerzo británico durante la Segunda Guerra Mundial. En el sesenta aniversario del final de aquella contienda llega a nuestras librerías una cuidada selección de algunos de los mejores discursos que pronunció durante toda su vida.

Cuando comenzó la guerra, en septiembre de 1939, Winston Churchill tenía sesenta y cinco años y una ya larga carrera política a sus espaldas, pero aparentemente no mucho futuro. Sus críticas a la debilidad de la política británica frente a la amenaza hitleriana, su énfasis en la necesidad de que el país se rearmara y trabara sólidas alianzas con otros países, especialmente con Francia, habían tenido poco eco, incluso en las filas de su propio partido conservador. Pero el mismo día en que Gran Bretaña inició las hostilidades, Churchill fue llamado al gobierno para ocupar el mismo cargo que había desempeñado en la Primera Guerra Mundial, el de primer lord del Almirantazgo. La hora decisiva le llegó unos meses después, en mayo de 1940, cuando las divisiones alemanas aniquilaban con sorprendente facilidad al otrora prestigioso ejército francés y fue él el encargado de formar un gobierno de unidad nacional. Fue entonces cuando se dirigió a sus conciudadanos por radio para ofrecerles sangre, sudor y lágrimas.

En ese y otros discursos Churchill llamó a cerrar filas para la defensa de una patria entendida no sólo como realidad territorial, sino como elevado ideal humano. Los paralelos históricos vienen enseguida a la memoria: Pericles exhortando a los ciudadanos de Atenas, Lincoln en Gettysburg. Cuando llamaba a "combatir contra una tiranía monstruosa, jamás superada en el catálogo oscuro y lamentable de los crímenes humanos", estaba asumiendo expresamente la defensa de toda la tradición liberal de la humanidad, a la que ciertamente habían aportado mucho los propios británicos. Frente a la amenaza de Hitler y luego la de Stalin apeló siempre a un ideal válido para todos los pueblos del mundo y propugnó la formación de grandes alianzas multinacionales.

Hace años sus discursos completos, redactados siempre por él mismo, fueron recopilados en ocho gruesos volúmenes, que contienen unos cinco millones de palabras. La antología que ahora nos llega permite acceder fácilmente a ese tesoro de sabiduría política mediante una selección de textos, precedido cada uno de ellos de una breve introducción, que llevan al lector a enfrentarse con los grandes problemas internacionales de la primera mitad del siglo XX. No estamos ante unos textos de ocasión, bien escritos pero de valor efímero, que respondieran a las cambiantes tácticas de su autor. De ellos se desprende, por el contrario, una visión coherente de la política internacional que su autor defendió durante décadas y que mantiene su validez medio siglo después de su muerte.

Esto no quiere decir que Churchill no cambiara nunca. En realidad pasó primero del partido conservador al liberal y luego del liberal al conservador. Como él mismo observó con sorna: "cualquiera puede desertar, pero se requiere cierto ingenio para desertar dos veces". Ahora bien, incluso esos sucesivos cambios de partido tuvieron una coherencia interna. Dejó el partido conservador cuando éste abandonó los principios del libre comercio internacional y volvió a él cuando los liberales se aproximaron demasiado a los laboristas. En uno y otro caso actuó de conformidad con su apego a la libertad económica, que para él era la base de la libertad individual.

Pero si recordamos a Churchill no es por su pensamiento económico, sino por su visión de la política internacional. Durante un período trágico y convulso como pocos, supo percibir con claridad cuáles eran las amenazas que se alzaban contra la paz y la libertad de los pueblos y preconizó una adecuada línea de defensa frente a ellas. No fue un belicista, ni tampoco un pacifista ingenuo. Sostuvo siempre que sólo se podía evitar la guerra si se hacía frente desde una posición de fuerza a los tiranos que amenazaban la paz. De ahí que calificara la segunda guerra mundial como "la guerra innecesaria", que las naciones libres, Gran Bretaña y Francia sobre todo, hubieran podido evitar si hubieran reaccionado con firmeza ante las primeras provocaciones de Hitler, facilitando así su caída. Como ocurre siempre con los argumentos contrafactuales, es imposible saber si estaba en lo cierto, pero al leer sus discursos de antes y de después de la guerra resulta fácil sentirse convencidos. Al lector apresurado que quiera captar inmediatamente el pensamiento de Churchill, yo le recomendaría comenzar por la lectura del discurso que pronunció en octubre de 1938 tras los acuerdos de Munich, en los que los gobernantes de Francia y Gran Bretaña habían sacrificado el fututo de Checoslovaquia a una vana promesa de paz de Hitler. El gobierno era popular por haber evitado la guerra, pero Churchill calificó lo ocurrido como "una derrota total y rotunda". Le resultaba inconcebible el modo en que, en los últimos 5 años, Gran Bretaña y Francia habían renunciado a una incuestionable posición de fuerza que garantizaba su seguridad.

Aquellos errores los pagó la humanidad con una guerra de una crueldad aterradora. Al final de la contienda Churchill, que dejó el gobierno tras una derrota electoral, se convirtió en una de las voces que con mayor lucidez abogaba porque no se incurriera de nuevo en errores similares. Si la Sociedad de Naciones careció de apoyo suficiente, había que dárselo a la ONU. Si los Estados Unidos se habían desentendido de los problemas europeos tras la I Guerra Mundial, ahora había que reforzar el vínculo transatlántico. Si la división de Europa había llevado una y otra vez a la guerra, había que crear una Unión Europea basada en el entendimiento franco-alemán. Y si no se había podido disuadir a Hitler de lanzarse a la guerra, ahora era necesaria una poderosa alianza que disuadiera a Stalin. En conjunto se trataba de un ambicioso programa que Occidente logró llevar adelante durante los últimos años de la vida de Churchill.

La traducción de sus discursos que nos ofrece la edición española es en general buena, pero no ocurre lo mismo con el título. No resulta fácil trasladar al español la contundencia de expresiones inglesas como ese Never give in! del título original, pero en todo caso no significa "¡No nos rendiremos jamás!", sino "¡Nunca hay que darse por vencidos!". ése fue el consejo que dio en 1941 a los alumnos de Harrow, completándolo con la advertencia de que sólo había que ceder ante los dictados del honor y del sentido común, nunca ante el poder del enemigo. Un sabio consejo para los individuos y para los pueblos, que frente a los muchos desafías a los que hoy nos enfrentamos conviene recordar.


Protagonistas
Hitler. La bibliografía sobre el líder nazi es abundantísima. Destacan las biografías de Ian Kershaw (Península, 2 vols, 1072 y 1584 pp, 11’95 e. c/u), Joachim Fest (Planeta, 1200 pp, 32’50 e.), John Toland (Cosmos, 1040 pp, 5’95 e.) y Percy Ernst, así como Los últimos días de Hitler, de Hugh Trevor-Roper (De Bolsillo, 368 pp, 8’50 e.) y El último día de Hitler, de D. Solar (La Esfera, 387 pp, 10’50). El secreto de Hitler, de Lothar Matchan (Planeta, 433 pp, 8’50 e.), se refiere a la supuesta homosexualidad del Föhrer. Allan Bullock, por su parte, lo comparó con el dictador soviético en Hitler y Stalin, vidas paralelas (Plaza, 37 ‘95 e.).

Stalin. La bibliografía sobre él va desde el inencontrable Stalin, el hombre y su época de Adam Ulam (Noguer, 1977, 920 pp, 10’5 e.) a los Stalin de Jean Benoit (Dopesa), Maximilien Robel (Folio), J. J. Marie (Palabra, 992 pp., 34 e.) y al desmitificador de Zhores y Roy Medvedev, El Stalin desconocido (Crítica, 504 pp, 27’50 e.). Lejos de la hagiografía están también las Cartas a Stalin de F. Arrabal (La Esfera, 208 pp, 26 e.) y sobre todo Stalin y los verdugos, de Donald Rayfield (Taurus, 620 pp, 24 e), que demuestra que el estalinismo era mucho más que Stalin, y Stalin: la estrategia del terror, de Walter Laqueur (Ed. B, 432 pp, 21 e), que analiza el fenómeno Stalin. De su Vida privada se ocupó Lily Marcou (Espasa, 312 pp, 15 e.) y de sus últimos días, J. Rodríguez (Petronio, 200 pp.).

Churchill. Revisan su figura Sebastian Haffner (Destino, 264 pp, 7’90 e.); Keith Robbins (Biblioteca Nueva, 224 pp, 12 e.) y Roy Jenkins (Península, 1138 pp, 29 e.); Andrew Robberts compara en Hitler y Churchill: los secretos del liderazgo (Taurus, 312 pp, 22’65 e), y en Cinco días en Londres, mayo de 1940: Churchill solo frente a Hitler John Lukacs (Turner, 17’40 e.) analiza los momentos más duros de la guerra. Además Churchill, ganador del Nobel de Literatura, publicó II Guerra Mundial (La Esfera, 2 vols., 28 e.).

Roosevelt. No abundan las biografías sobre el presidente de EE. UU. Una de las más interesantes es la de James Mcgregor Burns, Roosevelt (Grijalbo, 600 pp, 3 e.), hoy casi inencontrable, así como Pío XII y Roosevelt. (Su correspondencia durante la guerra) (EPE, 224 pp).

De Gaulle. La publicación de las Memorias de guerra (La Esfera de los Libros. 758 pp, 35 e) del general De Gaulle en Francia fue un acontecimiento. En España estaban descatalogadas desde hace treinta años y ahora La Esfera acaba de recuperarlas para demostrar cómo consiguió en el exilio, con la ayuda de Churchill, que Francia fuera considerada, tras el día D, como una potencia aliada más y potencia vencedora. No hay ninguna biografía disponible sobre él en español.

Mussolini. Proliferan los libros sobre Mussolini, quizá por su carácter explosivo y las mil anécdotas existentes sobre el Duce. La más célebre de todas las biografía es Mussolini, de R. J. B. Bosworth (Península, 636 pp, 29’50 e.), con abundante documentación inédita. También Jasper Ridley intenta acercarse al estadista y al hombre en Mussolini (Javier Vergara, 480 pp, 15 e.), mientras que Nueva República publica el Testamento político de Benito Mussolini (46 pp, 6 e.). Giorgio Angelozzi ha estudiado sus relaciones con Pio XII, Hitler y Mussolini (Acervo, 403 pp, 15 e.); Morten Heiberg, con Franco en Emperadores del Mediterráneo (Crítica, 304 pp, 22’98 e.) y Juan Arias La caída de Mussolini (Planeta, 288 pp, 11 e.).

Rommel. Acusado de participar en la conjura para asesinar a Hitler, tuvo que elegir entre ser enjuiciado o suicidarse. David Fraser traza con Rommel, el zorro del desierto (La Esfera, 675 pp, 30 e.) la biografía definitiva de un soldado legendario.

Dünitz. Comandante de la Marina alemana, Hitler le nombró su sucesor como jefe del III Reich. Su presidencia duró 23 días en los que firmó la capitulación. Diez años y veinte días (La Esfera, 530 pp, 25 e.) son sus memorias.

Análisis
Richard Overy, Por qué ganaron los aliados. (Tusquets, 500 págs., 25 e.). Para ofrecer las claves de la victoria aliada, Overy recorre los campos de conflicto decisivos (la guerra marítima, el frente oriental, la lucha aérea y la reconquista de Europa) analizando liderazgo, estrategia, ideología y el componente moral.

Sebastian Haffner, Alemania: Jekyll y Hyde. (Destino. 282 págs., 18’50e). Cuando Churchill quiso que sus generales conocieran al enemigo les recomendó este libro, escrito por un periodista alemán que había huido de Hit-ler. Haffner propone estrategias políticas y propagandísticas a los Aliados.

Leo Goldensohn y Robert Gellately (ed.), Las entrevistas de Nuremberg. (Taurus. 600 pp). En los juicios de Nuremberg el psiquiatra Goldensohn recibió el encargo de entrevistar a docenas de líderes alemanes encausados, además de a numerosos testigos.

Helmut Heiber, Hitler y sus generales. (Crítica. 694 pp). He aquí las transcripciones de lo que Hitler ordenó a sus mariscales y generales desde el verano de 1942 hasta el hundimiento del poder nazi.

Stephen J. Lee, Dictaduras Europeas 1918-1945. (Inforbooks. 544 pp). El resultado de la I Guerra Mundial fue la inestabilidad de las fronteras y el auge de las dictaduras. Este libro describe las causas de su surgimiento y su rumbo.

Jesús Hernández, Hechos insólitos de la II guerra mundial. (Inédita. 382 pp, 23’50 e). Episodios anecdóticos, como convertirse en sospechoso de espía alemán por no tirar de la cadena del baño.

James Hayward, Mitos y leyendas de la II guerra mundial. (Inédita. 304 pp, 23 e). En 1941 el Daily Mirror publicaba: "Los pilotos alemanes se pintan el rostro como chicas". Es una de tantas leyendas que circularon sobre la guerra, y no todas son tan inofensivas como esa.

Robert Katz, La batalla de Roma (Turner. 500 pp). La batalla entre partisanos, monárquicos y nazis centra este libro que saca a la luz nuevas pruebas del pacto entre el Vaticano y los nazis.

Derrick Wright, La batalla de Iwo Jima (Inédita. 330 pp, 22’50 e). Iwo Jima fue el primer territorio japonés atacado por el ejército de EE. UU, que contaba tomar la isla en 10 días: al final hizo falta una cruenta batalla de 36 días.

Alan Schom, La guerra del Pacífico (Paidós. 550 pp). El 5 de agosto de 1941 EE.UU. e Inglaterra celebran una cumbre secreta. El primer resultado fue la guerra del Pacífico, y es, de Pearl Harbor (1941) a Guadalcanal (1943) lo que Schom narra.