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A finales de los setenta, en un piso de la banlieue de París, una niña de seis años ve la televisión con su abuelo. El hombre, de origen checo, insulta al televisor y repite con desprecio los apellidos que ve en pantalla: “¡Gainsburg es Ginsburg, es judío!”, exclama. “¡Y Michel Berger es judío también!”.

La niña ha oído la palabra “judío” otras veces, es la misma con la que su padre se refiere a unos vecinos, los Angélard, que son muy cariñosos con ella: “¡Angélard! ¡Sí, hombre! Se apellidan Engelhardt. ¡Es un apellido judío!”.

Hay cosas que la niña no entiende, como las burlas de su padre cuando ella le habla de un amigo del colegio, David, hijo de unos peleteros.

En el nombre del padre

Vanessa Springora

Traducción de Noemí Sobregués

Lumen, 2025

320 páginas. 20,90 €

La misma niña, ya adulta, relaciona esos recuerdos con un día en que el dueño de una taberna les pidió a ella y a su padre que se fueran después de que él soltara una diatriba antisemita que se oyó en todo el local. Se había quedado en el paro y decía que, como toda la prensa estaba en manos de judíos, no volvería a encontrar trabajo.

Tras investigar durante años el pasado de su familia paterna, Vanessa Springora (París, 1972) ve ahora estos recuerdos bajo una luz distinta. En poco tiempo se enteró de la turbia historia de la rama familiar de su padre, cuya escisión con los Springer de Zábreh, en Moravia, se produjo tras la guerra, cuando su abuelo modificó su apellido por unas razones hasta entonces poco claras.

Gracias a sucesivos hallazgos obtenidos en archivos de Francia, Alemania y República Checa, la autora de El consentimiento, cuyo éxito literario coincidió con sus primeras pesquisas para este libro, supo que su abuelo checo era en realidad un alemán de los Sudetes que perteneció a la maquinaria nazi, que fue policía en Berlín, donde se casó con una alemana a la que abandonó, y que en 1940 –es decir, cuando los planes de Hitler ya no eran ningún secreto– se afilió al NSDAP.

Y en medio de todas esas revelaciones supo también que su padre, un padre que difícilmente habría podido ser peor padre, que la abandonó y que arruinó la vida de las tres mujeres con las que estuvo casado, era en realidad un homosexual reprimido, obsesionado con el inexistente prestigio de su apellido paterno, que terminó sus días rodeado de basura en casa de su madre, prácticamente la única persona que al final de su vida le dirigía la palabra.

La historia oficial de la familia era que el ejército alemán había reclutado al abuelo por la fuerza

Tras la muerte de su padre, Vanessa Springora encuentra en esa casa dos fotos de su abuelo que la paralizan. En la primera, Josef Springora está vestido de esgrima con un brazalete nazi y en la segunda, según palabras de la autora, “está arrodillado en medio de un grupo de hombres de rostro temible, con ropa de deporte y una esvástica en la camiseta”.

La historia oficial de la familia era que el ejército alemán había reclutado al abuelo por la fuerza y que más tarde, ya en Francia, él había desertado. Pero Springora descubre una versión distinta. Su abuelo, en realidad, era “policía del orden” en Berlín (la foto de grupo es del centro de formación para policías) y es muy probable que lo enviaran a Francia para dar porrazos durante la Ocupación. Como era policía se libró del frente ruso, donde Hitler mandaba a morir a los alemanes “étnicos” de los Sudetes, que consideraba infraalemanes.

Josef no perteneció a la Gestapo, ni a ninguna otra de las temibles agencias de la Oficina Central de Seguridad del Reich, pero Springora sabe que eso no lo exime de culpa. A estas alturas, la participación de la Ordnungspolizei en el Holocausto –vigilando los guetos, cursando denuncias, deteniendo a las familias, supervisando las deportaciones– está más que demostrada por los historiadores.

La pregunta que queda en el aire es hasta qué punto aquel hombre era un fanático o un oportunista. La autora es lo bastante astuta como para dejar la cuestión abierta y asumir el pasado familiar sin sobreactuaciones. Sabe que su abuelo, a diferencia de lo que decía su padre (que se había inventado un apellido noble, Springer von Carlsbad, y decía que sus antepasados tenían un castillo en Moravia), no era ningún héroe. En Francia conoció a Huguette, abuela de la escritora, a la que posiblemente raparon la cabeza tras la liberación por yacer con el enemigo.

Tras la guerra, para obtener el estatus de refugiado, Josef tiró de picaresca, restando aún más heroísmo a su peripecia. Además de falsificar su apellido –y de modificar con bolígrafo, burdamente, el Springer que aún lo delataba en algún documento– afirmó frente a las autoridades que había sido trabajador forzado en Berlín, en la fábrica AEG, hasta que en 1944 consiguió escapar a Francia.

Ocho décadas después, su nieta sabrá que AEG, en efecto, empleaba mano de obra esclava en aquella época. Y que Josef tenía que saberlo porque, durante sus años berlineses, pasaba a diario por esa fábrica de camino a la comisaría donde estaba su verdadero trabajo. Como dice Springora, “no tuvo que buscar mucho su coartada, porque la tenía en la acera de enfrente”.

Gracias a esa identidad inventada, Josef obtendrá, ya en 1948, un certificado que lo acredita como “refugiado checoslovaco”. Cambiarse de apellido le permite, además, casarse con una francesa sin tener que separarse de su mujer alemana, esquivando así el delito de bigamia. Y lo mejor es que nadie lo enviará de vuelta a Zábreh, donde los alemanes de los Sudetes están sufriendo brutales represalias por parte de los checos.

El mismo año en que Josef se convierte en refugiado, un gobierno sometido a Moscú se instala en Praga. Josef no volverá, ya que en su país lo están investigando por colaboracionismo. Así que en ese momento, escribe su nieta, “aunque odia a los judíos, se encuentra compartiendo con ellos lo que tanta desconfianza le suscitaba: el hecho de ser nómadas, desarraigados y apátridas”.

Josef vivirá el resto de sus días separado de su madre y de su hermano, que se quedaron atrapados al otro lado del Telón de Acero. Springora termina con una dura carta a su padre, contra cuyas mentiras, al menos en parte, parece haber escrito este libro: “Nunca superaste el descubrimiento de que tu apellido era un fraude, una mistificación destinada a ocultar el vergonzoso pasado de tu padre”.