Últimamente, Asher Baum había empezado a hablar solo. No se trataba de esos murmullos ocasionales de alguien que intenta aclararse las ideas o tranquilizarse ante una tarea abrumadora. Tampoco andaba sumergido en delirantes ajustes de cuentas con figuras imaginarias del pasado o del presente. En tal caso estaría loco de remate, y no había llegado a ese extremo. Al menos no del todo. Quedaba descartado además que esas conversaciones indicaran demencia precoz, ya que tenía cincuenta y un años, estaba en buena forma, con una memoria ágil y antecedentes familiares limpios de diabluras cognitivas. Los consejos de sus médicos se reducían a no pasarse con la sal, usar protección solar y seguir con lo que ya hacía en la cinta de correr. Si de algo padecía, era de ataques de pánico hipocondríacos, en los que veía el abismo en cada lunar, tos y padrastro. Y peor aún, también en cada canción, flor y arcoíris. Cuando Baum se miraba en el espejo, se identificaba con un chucho inteligente, un cruce entre los ojos tristones de su padre, la nariz semítica de su madre y las angustias de su propia cosecha. El cabello abundante aunque disperso y las gafas Foster Grant de montura negra le conferían un aire intelectual. De haberse dedicado al cine, habría interpretado papeles de psiquiatra, profesor, científico o escritor, y precisamente este último era su oficio. Ante ese mismo espejo no dejaba de reparar en unos cuantos hilos plateados que se presentaban aquí y allá, y que percibía como una señal que auguraba no ya la sabiduría sino, con esa suerte suya, un andador de aluminio.
A medida que se desvanecía el verano, Baum comenzó a dar paseos por las treinta y tantas hectáreas de césped y bosques silvestres que rodeaban el gran estanque, frente a la casa de campo suya y de Connie, o mejor dicho, la casa de campo de Connie. Durante esos paseos, hablaba consigo mismo de diversos asuntos trascendentales. Recorría la parte más alejada del estanque, en el límite con el bosque, inmerso a menudo en animadas discusiones internas sobre cualquier problema acuciante. Incluso dentro de casa, cuando no había nadie, le daba por conversar de repente si sentía la necesidad de comunicarse, de desahogarse. Al fin y al cabo, reflexionaba, ¿con quién más puedo hablar? ¿Hay alguien que sea igual de amable, de agradable y atento, de leal e íntegro? Sí, íntegro y, sobre todo, comprensivo. ¿Hay alguien dispuesto a escucharme de verdad, con un poco de empatía y consideración? ¿A alguien le preocupa lo más mínimo que me sienta como si empujara una roca cuesta arriba por una montaña? Y si llego a la cima, ¿qué es lo que tengo? Una roca en una montaña. Estupendo. Así pues, tanto esfuerzo, ¿para qué?
Últimamente, Baum se enfrascaba cada vez más en esta clase de discusiones consigo mismo. Algunas bastante acaloradas. Pese a ello, proseguía, ¿quién va a comprender, aparte de Asher Baum, la envergadura de mi sufrimiento, la gravedad de mis preocupaciones? A quién voy a contar mis dudas más persistentes sin que desconecte a los dos minutos y me suelte un «basta de dar la tabarra, Asher, ya está bien. Todos tenemos problemas». Y sin embargo, tan solo quiero entender mejor este estado de agitación en el que habito por rutina. O no, quizás se trate de algo más. Quizás lo que quiero es encontrarle sentido a la vida, a la de mis semejantes. A todo, al tinglado entero.
Portada de '¿Qué pasa con Baum?', de Woody Allen
Con sus escritos, Baum quería ordenar el caos y la amarga verdad que nublaban cada amanecer de la especie humana. Tiempo atrás, le había declarado la guerra al trueno de Auden que suena lejano en un pícnic. Creía que, como novelista, libraría mejor esa batalla contra la condición humana mediante la escritura de obras literarias que consiguieran despertar emociones. Tenían que ser obras geniales, pensaba, porque la noche es profunda y el enemigo está al acecho y dispuesto al juego sucio.
Desde el principio descartó afrontar aquella lucha como un simple periodista que se limita a informar sobre las vicisitudes mundanas de la realidad. La ficción, opinaba, era más real que la realidad, más capaz de aproximarse al alma y explicar la puñetera verdad de lo que nos rodea. Por el amor de Dios, ¿hay aquí algún responsable? Quería que sus libros tuvieran impacto, cambiaran la mirada de la gente, y para ello había de tenerlo todo previsto. No quería arrastrarse como un condenado al otro mundo sin haber escrito, por lo menos, unos cuantos libros que allanaran el camino a los demás. Estaba empeñado en no dejar una lápida que dijera: «Aquí descansa Asher Baum, ¿y qué?».
Con su mujer ya no podía hablar. Al menos no de los asuntos que le preocupaban en serio. Hay demasiada hostilidad con Connie, demasiados enfados, demasiadas decepciones. Ya no tiene paciencia con mis quejas, pensaba. Catorce años que habían empezado con cenas románticas y flores terminaron por llenarse, gota tras gota tras gota, de sueños rotos y cosas dichas sin vuelta atrás, hasta formar una masa crítica a punto de explotar. Es cinco años más joven que yo, estimó. Y todavía con esa belleza, todavía con ese atractivo, todavía con ese instinto afilado, que tanto le había cautivado en su momento, para ir directa a la yugular. Es normal, Drácula tenía su instinto para la yugular, solo que ahora la yugular en cuestión era la de Baum. Supongo que, en cierto modo, todavía quiero a esa criatura compleja, ese ejemplar purasangre, pero ya no hay manera de hablar con Connie. Imposible sin que se ponga de los nervios. Tampoco puedo hablar con mi hermano Josh, dado que se acuesta con ella. O se acostó una vez. O creo que lo hizo. No estoy seguro. Tengo la sensación de que hemos dejado de conversar con naturalidad y, aunque lo quiero, no confío en él; y como no voy a desvelarle el motivo de la desconfianza porque le sentaría mal, no podemos hablar. A ver, hablamos, pero no con el corazón en la mano. Al menos, yo no con el mío. ¿He dicho que creo que se acostó con Connie? Ah, sí. Estupendo. Esto ya es el colmo, empezar a repetirme. Lo que me faltaba. Tampoco puedo hablar con mi primera mujer, Nina. Me sentiría muy culpable. Fui un meshugganah de cuidado y ella era un cielo. Con Nina se manifestaron mis primeras muestras de comportamiento irracional.
Baum se había casado a los veintiún años, con muchas ganas de independizarse del hogar paterno y dar sus primeros pasos en el periodismo. Se enamoró de una preciosa estudiante de Barnard, Nina Glass, que además tenía una hermana gemela idéntica. El caso es que, tras dos meses de matrimonio, se enamoró de la hermana, Ann. Digamos que lo que vino después no fue precisamente una comedia de Shakespeare, sino una experiencia que ocasionó a Nina un inmenso sufrimiento, y a Baum, una mezcla de confusión, culpa y desprecio hacia su propia persona. Consultó a un psicoanalista, que buscó la respuesta en los sueños de Baum, pero lo que funcionó con José y el Faraón no se activó en aquella salita con diván de la calle Sesenta y ocho Este. Perdió el rastro de las gemelas, pero estaba tan avergonzado que, si volviera a coincidir con alguna de las dos, sabía que no abriría la boca. Hacía tiempo que había renunciado a los psiquiatras, porque la terapia únicamente resulta efectiva si uno quiere cambiar, y lo único que quería cambiar Baum tras cada sesión era de terapeuta.
Tampoco podía hablar con su segunda mujer, Tyler. Para empezar, porque vivía en Nueva Zelanda; pero, más allá de la distancia, porque le había abandonado por un batería de rock que, de muy joven, se había hecho inmensamente rico y se había retirado a los treinta años para comprarse una granja en Walter Peak y dedicarse a la cría de ovejas. Fue un golpe tremendo para Baum, quien hasta entonces solo había acudido a un psiquiátrico de visita. No quería saber nada de Tyler ni pensar en ella, pese a que en ocasiones se le venía a la cabeza, sobre todo en las tardes de lluvia.
Y ya está. No había nadie capaz de comprender a Asher Baum excepto Asher Baum. Ningún psiquiatra, ninguna ex, ningún amigo, todos se habían alejado con los años. Nadie con quien entenderse salvo con él mismo.
Mientras caminaba por el jardín, se metió la mano en el bolsillo y sacó la cajita de anticuario que, siglos atrás, había contenido polvos para provocar refinados estornudos. Qué tontos son a veces los mortales, pensó. Estornudar por placer. La caja contenía ahora Nexium para aliviarle el ardor de estómago, un Xanax y un Ativán. Lo único que echaba en falta, bromeó, era una cápsula de cianuro.
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© De la traducción: Manuel de la Fuente Soler, 2025
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