España sigue viéndose en los espejos deformantes del callejón de los gatos que tanto cautivaron a Valle-Inclán. Un siglo después de su publicación, Los cuernos de don Friolera conserva la capacidad de incomodar y hacer reír a la vez, de poner al descubierto los mecanismos de la honra, la violencia y el qué dirán.
La obra regresa a los Teatros del Canal entre el 2 y el 14 de septiembre, con dirección de Ainhoa Amestoy y un reparto encabezado por Roberto Enríquez, y lo hace como quien levanta de nuevo un espejo cóncavo en el que reconocerse.
La elección de la pieza no fue fruto del azar. "Valle todavía tiene que ser reivindicado", explica Amestoy, directora residente de los Teatros del Canal, convencida de que el gallego no ocupa todavía el lugar que merece. "Tardó décadas en representarse con normalidad, por motivos políticos y por la incomodidad que generaba".
La directora continua hablando de la obra: "El esperpento es un género propiamente español, y Los cuernos de don Friolera es la obra que mejor lo representa, porque no solo lo encarna en los personajes, el lenguaje o la estructura, sino que expone en voz de los personajes su planteamiento teórico de manera más amplia incluso que Luces de bohemia".
La directora reconoce que también buscaba un reto: "Quería hacer obras que me obligasen a arriesgar y que supusieran un desafío para mis intérpretes. Los cuernos lo es en todos los sentidos: por la variedad de personajes, la riqueza del lenguaje y la osadía de su estructura".
Una escena de la obra dirigida por Ainhoa Amestoy. Foto: Pablo Lorente
Estrenada en 1925 y concebida como parte de la trilogía Martes de Carnaval, la pieza plantea un drama grotesco de celos y honor descompuesto. Doña Loreta engaña a su marido, el teniente Astete, apodado Don Friolera, con Pachequín, el barbero. Un anónimo pone sobre aviso al militar, que planea vengarse. Pero al llegar el momento de disparar contra su mujer y su amante, la presencia de su hija Manolita le hace vacilar.
Lo que debería ser tragedia al modo de Shakespeare se convierte en un sainete macabro que exhibe la podredumbre del honor y el peso devastador de la mirada ajena. "Friolera recibe lo que hoy llamaríamos una fake news", recuerda Amestoy. "Y en lugar de seguir la razón, se deja arrastrar por la presión del exterior, por el qué dirán. Eso nos conecta directamente con nuestro presente, donde vivimos expuestos en exceso a la mirada ajena a través de redes y opiniones públicas".
El montaje acoge de lleno la estructura tripartita de Valle: un prólogo en forma de teatrillo de marionetas, la farsa central y el romance de ciegos que cierra la historia. Amestoy lo entiende como un guiño a la tradición de los pliegos de cordel: relatos de crímenes y pasiones contados en verso en las plazas, a menudo tergiversados, como el periodismo ramplón al que Valle ridiculiza.
"Queríamos jugar con la multiplicación de perspectivas, que un mismo personaje apareciera de forma distinta en cada parte. Esos espejos deformantes de los que hablaba Valle en Luces de bohemia están presentes aquí".
Marionetas vacilonas
Los títeres, construidos por los veteranos artesanos Gerardo y Tony, no son un simple adorno. La escenografía convierte a los propios actores en muñecos, cortados por la cintura dentro de una especie de corrala-cárcel. "El esperpento siempre propone un distanciamiento, una visión paródica y satírica que, paradójicamente, hace llegar el mensaje con mayor claridad", señala Amestoy. Para ella, el trabajo artesanal es un valor en sí mismo: "Ese cuidado de lo manual, de lo hecho a medida, se está perdiendo. Y creo que hay que reivindicarlo también en el teatro".
El elenco, con Enríquez como Friolera y Don Estrafalario y Fresneda como Pachequín y Don Manolito, asume múltiples papeles, en ocasiones más de ocho por intérprete. "Al espectador le sorprende ese cambio de registro, pero para actores con tanta trayectoria es un estímulo", explica Amestoy. "Las acotaciones de Valle, que son verdadera literatura, las hemos incorporado como parte de la dramaturgia, y eso ha enriquecido mucho la experiencia del público".
El elenco durante una de las escenas. Foto: Pablo Lorente
La directora destaca también el trabajo coral: "Lo más difícil en un ritmo tan frenético como el actual es crear un verdadero elenco, una unidad. Y aquí lo hemos conseguido: se percibe entusiasmo, camaradería, un cien por cien de entrega en cada función".
Los temas de la obra resuenan con inquietante actualidad. El honor puede parecer un concepto trasnochado, pero su eco se percibe todavía en las dinámicas sociales y familiares. El qué dirán, la murmuración, la construcción de la identidad bajo la presión de la mirada ajena… Todo ello conduce al núcleo oscuro del texto: la violencia machista. "La obra muestra cómo no solo afecta a la pareja, sino a todo el entorno, incluida la hija", dice Amestoy.
"He visto a mujeres llorar en la sala y también reír a carcajadas. El equilibrio entre la risa y el llanto era uno de nuestros grandes miedos en los ensayos, porque la tragicomedia es un género muy difícil. Pero Valle lo maneja tan bien que termina guiándote".
El público ha respondido con entusiasmo durante la gira previa a Madrid, en escenarios tan distintos como Alcalá de Henares, El Ejido, Peñíscola o el festival dedicado a Valle-Inclán en Vilanova de Arousa. Incluso en Sagunto, en el marco del teatro romano, la obra cobró un nuevo realce. "Hay textos que se agotan al dirigirlos. Los cuernos de don Friolera es inagotable", afirma Amestoy.
Añade: "Como Cervantes, siempre hay otra obra dentro de la obra. Por eso conecta con públicos muy distintos: desde el intelectual que busca referencias hasta el espectador que simplemente quiere reír o emocionarse".
La vigencia del esperpento, en pleno 2025, no necesita demasiadas justificaciones. "Cuando pregunté a mis alumnos de la Complutense qué género nos representaba mejor hoy, eligieron el esperpento", cuenta Amestoy. "Por la política, las redes sociales, los medios… Nuestra realidad sigue siendo esperpéntica".
Esa constatación convierte el regreso de Los cuernos de don Friolera en un acto de memoria y también de diagnóstico. El espejo deformado sigue devolviéndonos nuestro reflejo, tan grotesco como reconocible.
