Pocas actuaciones de B. B. King (Itta Bena, Misisipi, 1925 - Las Vegas, 2015), rey del blues, son más famosas que la que protagonizó en Twist, Arkansas, en 1949, cuando apenas estaba despegando en su carrera como bluesman.
El espectáculo tenía lugar en un local que ni siquiera podía ser descrito como club nocturno: "Era una casa vieja en la que habían colocado un cubo de queroseno ardiendo para calentar todo aquello", como recordaba el propio B. B., de cuyo nacimiento se cumplen 100 años este 16 de septiembre.
Al principio, todo iba sobre ruedas. De hecho, en su antológica biografía sobre el legendario guitarrista del delta del Misisipi B. B. King, rey del blues (Libros del Kultrum), el escritor y periodista estadounidense Daniel De Visé sitúa aquella noche como el día cero de la era de la guitarra en la historia de la música popular.
En mitad de aquella actuación, B. B. King, enfrascado en el ritmo frenético que estaba aplicándole a su guitarra, oye unos forcejeos. Dos hombres se enzarzan en una pelea y uno de ellos vuelca por accidente el cubo de queroseno, con lo que toda la sala comienza a arder y todos han de ser evacuados.
Riley Ben King (su nombre real), sin embargo, al poco de haber salido, vuelve a entrar disparado al local: tenía que salvar su guitarra. Cuando por fin vuelve al exterior, instrumento en mano, escucha que la trifulca había comenzado por una mujer, una tal Lucille. Y así es como el guitarrista llamaría a su instrumento de ahí en adelante.
De don nadie a rey
Hasta aquella accidentada noche, en la que Riley B. King se había consolidado como un pionero del nuevo papel protagonista que adquiriría la guitarra en la música popular, lo cierto es que el apodado como "blues boy" era un músico que hacía aguas.
Era incapaz de seguir el compás o tocar con otros músicos, a los que llevaba de cabeza. Algunos artistas, de hecho, se avergonzaban de tocar con él y en privado se maravillaban de que aquel "paleto de Indianola" se hubiera hecho tan popular, con su propio espacio en la emisora WDIA de Memphis.
Porque hasta su llegada a esta gran ciudad del estado de Tennessee y a Beale Street, meca del blues sureño, donde recaló en su huida de una deuda con su patrón, los escarceos en el mundo de la música de Riley King habían sido más bien humildes.
Hijo de aparceros separados cuando era un niño y huérfano de madre a los 10 años, King combinaba sus trabajos en las fincas de propietarios blancos (la recogida del algodón, la conducción de un tractor para las tareas del campo...) con sus actuaciones en grupos de góspel que formó con otros trabajadores.
De vuelta a sus días en Memphis, fue Robert Lockwood, uno de los músicos contratados para tocar con King, el que, desesperado por la ineptitud del guitarrista, se encargó de ayudar al futuro rey del blues a pulir su técnica.
Así recordaba el propio Lockwood el día en que había conocido a King en un club de Arkansas en 1949: "Fui allí con la intención de sentarme a tocar con él, pero sonaba tan mal que dejé mis cosas en el coche. Él me rogó que le ayudara a tocar, así que salí a buscar el equipo". A partir de aquella noche, Robert decidió tomar las riendas de la educación del inexperto Riley.
No necesitó mucho tiempo, pero sí muchas lecciones. Después de aquel curso intensivo que duró menos de un año, Riley King reapareció como un músico totalmente nuevo capaz de hacer virguerías revolucionarias a la altura de muy pocos.
B. B. no tocaba su guitarra Lucille —nombre que heredaron las sucesivas guitarras que pasaron por sus manos— sino que entablaba una conversación con ella. Donde otros músicos habían escuchado escalas y arpegios, él escuchaba una voz que se lamentaba, se revolvía, aullaba.
Conversaciones con Lucille
B. B. King prescindió de los acordes para, pulsando las cuerdas individualmente, exprimir todo lo que Lucille tenía que decir. Y con su brillante empleo de los bending y sus característicos y largos vibratos (mediante la técnica que bautizó como butterfly) lo lograba, alcanzando un fraseo con su guitarra casi vocal.
Había conseguido insuflarle vida a su guitarra. Él se lamentaba a Lucille y esta le respondía a veces dolida, a veces iracunda. Con cada nota que extraía de ella, su cara se le retorcía con muecas de éxtasis y dolor. Su rostro lo decía todo. Parecía estar dejándose la vida en aquellos diálogos en los que las almas de hombre e instrumento entraban en comunión.
King volcó todo lo aprendido en su sencillo 3 O'Clock Blues, el primero de sus temas que alcanzaría lo más alto de las listas de la Billboard y en el que también es destacable la presencia en el piano de un joven Ike Turner, quien más tarde se convertiría en una de las grandes estrellas de la historia del rock 'n' roll y el R&B.
En anteriores grabaciones, como Miss Martha King, sus productores, conscientes de la torpeza de King con la guitarra, habían dejado que la voz del intérprete la eclipsara. Ahora por primera vez Lucille tomaba la delantera ya desde el comienzo, abriendo la canción con una larga cascada de emotivas notas a la que seguirían un intercambio de sollozos entre músico e instrumento. Todo un triunfo que encumbraba al artista de Misisipi entre los más grandes del panorama musical del momento.
A aquel primer gran éxito le siguió una carrera musical repleta de ellos como The thrill is gone, Every Day I Have the Blues o Riding with the king (este último perteneciente a un álbum homónimo realizado en colaboración con Eric Clapton). Ello vino de la mano de actuaciones legendarias, como su concierto en la prisión del condado de Cook en 1970.
Un trabajo de por vida
A lo largo de su vida ofreció más de 15.000 actuaciones. Una cifra encomiable e incluso abusiva que se explica por la naturaleza manirrota de King. Adicto al juego, al lujo y a regalar su dinero, estuvo casi toda su vida sin blanca pese a sus enormes ganancias.
A esto se sumaban los 15 hijos que reconoció como suyos a lo largo de su vida, fruto de su obsesión con las mujeres. Curiosamente, es muy probable que Riley King fuera estéril debido a varios accidentes que iban desde una gonorrea mal curada a un testarazo de una cabra en los testículos cuando era pequeño.
Tras la muerte del artista en 2015, el productor musical Julián Ruiz recordaba una conversación que había tenido con el guitarrista en una de sus muchas visitas a España. El español le animaba a dejar la vida sobre los escenarios, apunto de cruzar ya la frontera de los 80 años y severamente aquejado por la diabetes y la obesidad. Pero el músico le replicó que no le quedaba otra: "Tenía muchas facturas que pagar, muchas mujeres rabiosas de dinero y, además, con lo que ganaba no le daba para meterse en un asilo, para morirse como un pobre diablo", rememoraba Ruiz.
Todavía viviría una década más el rey del blues. La parca le encontraría, como el jugador empedernido que era, en Las Vegas. Solo había parado de actuar en 2014, cuando los ocho últimos shows de su última gira tuvieron que ser cancelados debido al recrudecimiento de su estado de salud.
Pero no fue allí, en la ciudad del pecado, donde se enterró al rey del blues. Su cuerpo volvió a casa, a Indianola, donde se le dejó descansar, por fin, de la larga jornada laboral que fue su vida.
