El Ballet Nacional de España (BNE) regresó al Teatro Real de la capital con un programa que podría leerse como una síntesis de su identidad: una mirada hacia el pasado que no envejece y un presente que se sostiene con solidez.
El programa comenzó con Leyenda, coreografía de José Granero, esa crónica del amor que no logra completarse, donde la pasión es a la vez alimento y veneno. Dos enamorados se buscan y se pierden en un recorrido de deseo y desolación. La danza se vuelve aquí materia emocional: los cuerpos se atraen con urgencia, se hieren con dulzura y se repelen con dolor.
Granero nos cuenta una historia de amor y a la vez la imposibilidad de sostenerlo, y lo hace desde el pulso más humano: el del cuerpo que arde incluso cuando se sabe perdido. La pieza se mueve en un territorio donde el gesto es palabra, y cada silencio se convierte en una pausa que anuncia la distancia definitiva.
De esa herida se pasa a la introspección con Segunda piel, estreno absoluto de Miguel Ángel Corbacho. En escena, un cuerpo frente a un espacio inmenso, el del Teatro Real. Y, sin embargo, no hay vacío. Corbacho llena cada rincón con una presencia que no se impone: respira, escucha y traza líneas invisibles con las manos.
El espectador observa el milagro de la quietud convertida en movimiento. No hay artificio. Tan sólo la exactitud de un gesto que sostiene la mirada de todos. Su danza parece surgir del aire, como si el silencio mismo lo impulsara. Segunda piel es una declaración de madurez: la certeza de que el cuerpo basta, que no hacen falta ornamentos cuando se tiene verdad.
Una imagen de 'Medea'. Foto: Javier del Real
Luego llega Cuentos del Guadalquivir, también de Granero, como un descanso entre intensidades. Una pieza ligera, transparente, que actúa como un puente entre los extremos del programa.
Aquí el BNE se muestra luminoso. Hay gracia en la estructura y excelsa claridad en la línea. La danza se despliega con precisión y frescura, recordándonos que también en la ligereza habita la profundidad. Es la respiración entre dos abismos: el de la pasión y el de la tragedia.
Entonces, llegó Bolero de Granero. Y fue, como siempre, un ritual. La música de Ravel se despliega con su ascenso hipnótico, y la coreografía la acompaña como si ambos, sonido y movimiento, fueran dos ríos que se funden sin violencia.
El cuerpo de baile alcanza aquí un grado de unidad que conmueve. Cada gesto parece responder al de otro, cada mirada sostiene la del compañero. No hay un error, no hay un respiro fuera de lugar. La precisión se vuelve emoción. Y en esa sincronicidad perfecta, el BNE demuestra su salud artística. El público lo siente, lo sabe: pocas veces la conjunción entre música, espacio y cuerpo se resuelve con tanta coherencia.
Pero el verdadero clímax llega con Medea, la joya inmortal del repertorio BNE, coreografía de José Granero sobre libreto de Miguel Narros y música de Manolo Sanlúcar.
Estrenada en 1984, Medea sigue siendo un monumento. En apenas una hora, condensa la tragedia de la mujer que mata a sus hijos para vengar la traición de Jasón. La obra ha sobrevivido al paso del tiempo por la grandeza de su historia y porque sigue hablándonos desde un lugar universal: el del dolor que busca justicia, el del amor que se pudre en su exceso.
En esta nueva interpretación, Eva Yerbabuena se adueña del escenario con una intensidad que no deja resquicio. No hay gesto gratuito ni afectación. Su Medea es carne, fuego, silencio y sombra. Cada movimiento es un pensamiento que se pronuncia con el cuerpo. Yerbabuena no representa, encarna.
Frente a Yerbabuena, Francisco Velasco ofrece un Jasón de presencia firme y mirada atormentada, mientras Estela Alonso compone una Creusa de equilibrio trágico. El trío sostiene la tensión dramática sin fisuras, y el cuerpo de baile, como coro griego, amplifica la tragedia. La música de Sanlúcar, interpretada con su potencia inconfundible, funciona como un personaje más: pulsa, respira y empuja la acción.
'Medea'. Foto: Javier del Real
La Medea de Granero no envejece porque no pertenece a una época, sino a una condición. Es un espejo donde se reflejan todas las formas del amor y del abandono. Y verla de nuevo en el Teatro Real, con una interpretación de este calibre, confirma que el BNE conserva su repertorio y lo hace vivir.
El programa, en su conjunto, mostró una armonía ejemplar: equilibrio entre lo narrativo y lo abstracto, entre lo íntimo y lo coral. Fue una de esas noches capaces de satisfacer tanto al público general como al espectador más exigente. Cada pieza encontraba su lugar, su función dentro del relato total. No sobraba nada.
La compañía se mostró en excelente forma: sólida, cohesionada, con una energía que no se diluye. El BNE confirma su vigor. Hay técnica, pero también hay alma. Y en esa combinación reside su fuerza: la de un grupo que entiende que la danza española no es solo herencia, sino futuro.
El público del Teatro Real aplaudió largo, consciente de haber asistido a una celebración. Porque eso fue esta función: una celebración del cuerpo, del tiempo y de la memoria. Entre Leyenda y Medea se trazó un arco que une la pasión humana con su sombra más profunda. En medio, Segunda piel, Cuentos del Guadalquivir y Bolero recordaron que el arte, cuando se sostiene en la verdad, siempre encuentra su forma.
En esa noche, la danza española no fue un género, sino un idioma universal. Un idioma que el Ballet Nacional pronunció con la precisión de quien sabe que, a veces, el silencio también baila.
