Madrid recibió De Scheherezade como se recibe un relato largamente esperado: primero con silencio, luego con expectación y, al final, con entrega absoluta. El Arbi El Harti y María Pagés —Premio Princesa de Asturias de las Artes— propusieron una velada que trascendió la danza para convertirse en un viaje narrativo y coral. Allí estaba la mujer, todas las mujeres, reflejadas en un espejo múltiple y, al mismo tiempo, convertidas en voz compartida.
Doce coreografías bastaron para levantar una narración poderosa, tramada con solos y escenas corales. Cada cuadro tenía entidad propia, y aun así todos se hilaban con un cuidado que transformaba lo fragmentario en una unidad indivisible. No hubo cortes bruscos: la transición se dio como un río que cambia de cauce sin perder su corriente.
Scheherezade se multiplicó en muchas intérpretes, y en cada una apareció una identidad distinta: la segura, la frágil, la protectora, la solitaria, la que persigue igualdad, la que se rebela. La pluralidad no se presentó como discurso abstracto, sino como materia palpable: cuerpo, gesto, palabra y cante.
El escenario, ocupado por ocho mujeres, se convirtió en metáfora de la vida. No se trató de reproducir arquetipos, más bien diría que se logró mostrar singularidades. Cada bailaora desplegaba una personalidad clara que emergía en frases coreográficas distintas, irrepetibles. A veces con libros, otras con abanicos, los objetos se alzaban como símbolos de un mundo femenino poliédrico, nunca uniforme.
La dramaturgia de El Harti aportó la palabra, esa que, como él mismo advierte, "la sociedad está perdiendo". En escena, no fue adorno: fue columna vertebral. Las bailaoras hablaron, expresaron, contaron. En tiempos en los que el diálogo parece evaporarse, la decisión de dar voz al cuerpo femenino se volvió gesto poético y político a la vez. La palabra no estaba subordinada a la danza; se completaban mutuamente.
La música sostuvo otro de los vértices. Rubén Levaniegos, junto a Issac Muñoz, Sergio Ménem, Txema Uriarte y David Moñiz, bajo la dirección musical de Pagés, dibujaron un tapiz sonoro que osciló entre tradición y contemporaneidad. Sonaron adaptaciones de partituras clásicas, evocaciones populares, ecos flamencos y, sobre todo, creaciones originales nacidas del relato dramatúrgico.
Un cuarteto de cuerda y percusión, con dos voces potentes, mantuvo un diálogo libre entre lo clásico, lo popular y lo flamenco. No se trató de un acompañamiento: la música se erigió en cuerpo escénico autónomo, a veces protagonista, siempre esencial.
La capacidad de unir lenguajes tan diversos en un discurso coherente es uno de los mayores logros de este dúo creativo
La fusión se hizo carne: flamenco lorquiano junto a danzas orientales con aromas de Marruecos, músicas que viajaron del clasicismo europeo a la raíz popular. El resultado no fue suma ni yuxtaposición, sino integración. Una mezcla de poesía y energía, de fusión y sueños. Esa capacidad de unir lenguajes tan diversos en un discurso coherente es uno de los mayores logros de este dúo creativo.
María Pagés estuvo en el centro, aunque no como figura aislada y sí como capitana. Toda brazos, toda arte y también lirismo. Su ímpetu sostuvo la escena, y al mismo tiempo dejó espacio para que las demás brillaran. En ella confluían tres facetas: bailaora, coreógrafa y directora. Y en todas mostró la madurez de quien entiende que la danza es técnica y relato vivo. Su taconeo se impuso con firmeza, pero fueron sus brazos los que llevaron la poesía hasta el límite, dibujando en el aire la traducción corporal de emociones imposibles de nombrar.
La puesta en escena evitó la grandilocuencia. Apostó por la fuerza del grupo y la claridad del discurso. Lo fundamental era la relación entre intérpretes y público, vínculo que se estableció desde la primera escena. El viaje de Scheherezade pertenecía a cada bailaora y, al mismo tiempo, a quienes observábamos.
El espectáculo alcanzó una forma esférica por su perfección estructural y mantuvo aristas por su calidez humana. No hubo complacencia, hubo riesgo. Y en ese riesgo apareció la verdad. Hablar de feminidad desde la danza significó mostrar contradicciones, vulnerabilidades, deseos y soledades.
De Scheherezade no es un relato más: es un acto de afirmación. Una reivindicación del poder de la palabra y del cuerpo femenino en un tiempo en el que ambos parecen amenazados por el ruido y la prisa. La mujer habló, bailó, cantó y pensó. Y el público escuchó, miró, se reconoció.
Cuando la última coreografía concluyó, en la sala quedó algo más que la memoria de una función. Lo que flotaba era la sensación de haber asistido a un relato colectivo. Un coro de voces y cuerpos que, como en la Scheherezade original, recordaba que las historias salvan, que la palabra importa y que la danza también nombra lo innombrable.
Un momento del Montaje 'De Scheherezade'. Foto: David Ruano
El Harti y Pagés confirmaron que la alianza entre dramaturgia y coreografía puede generar mucho más que un espectáculo: puede abrir un espacio de pensamiento, un territorio compartido donde el arte no se consume, sino que se comparte. En ese territorio, las múltiples Scheherezades que habitan en cada mujer encontraron voz.
De Scheherezade fue testimonio de pluralidad. Una mezcla de poesía y energía, de fusión y sueños. Un recordatorio de que el flamenco, cuando dialoga con otras tradiciones y se apoya en una dramaturgia clara, se convierte en lenguaje universal.
Y también un gesto de resistencia: en una época en la que la palabra parece diluirse, estas mujeres la levantaron, acompañada de música, taconeo y brazos que pintaban en el aire historias que no deben olvidarse.
En ese gesto final, en ese aire cargado de voces y movimientos, quedó la certeza de que Scheherezade sigue viva y seguirá contándonos historias mientras existan oídos que escuchen y ojos que miren.
